Por: Bernd Marquardt*
La dirección del grupo de investigación CC – Constitucionalismo Comparado (A1 en Colciencias) quiere expresar su gran preocupación sobre la situación actual, en la cual múltiples países democráticos han entrado en una especie de carrera hacia el precipicio de servir como el represor más agudo de los derechos humanos y fundamentales. Vivimos el ascenso de algo inimaginable dos meses antes: el surgimiento de las corona-dictaduras. Lamentablemente, si analizamos el estado de sitio de facto instaurado durante el fin de semana del 20 al 23 de marzo de 2020, y el decreto de dictadura comisaria emitido por el Presidente el 23 de marzo, que declara el estado de sitio bajo otra denominación, tenemos que observar que Colombia está compitiendo para una posición de liderazgo entre estas nuevas corona-dictaduras, pese a que es uno de los países menos afectados del mundo.
Se considera importante que las ciencias constitucionales y políticas participen constructivamente en los debates sobre las medidas legítimas frente a la nueva enfermedad del sistema respiratorio llamado Covid-19 (SARS-CoV-2) o popularmente conocida como Coronavirus, rompiendo con el monopolio discursivo de una polarizada rama de virólogos (sin consenso sobre las recomendaciones en su propia ciencia) y canales de televisión. Los menos confiables son los predicadores apocalípticos e infernales que difunden un virus psicológico con tendencia al pánico colectivo.
Algunos observadores han expuesto que la primera víctima del nuevo virus de raíz china sería la economía. Según las tendencias actuales, es solamente la segunda, mientras la primera es el Estado constitucional y de Derecho que gobernantes sobre-activistas reemplazan, cada vez más, por una especie de Estado de medidas drásticas. No obstante, la sensibilidad colectiva en torno a este peligro fundamental para nuestros sistemas constitucionales es todavía muy baja o incluso inexistente, pese a que por ejemplo la Alta Comisionada de la ONU advierte que “los Estados no deben abusar de las medidas de emergencia para reprimir los DD HH”.
Efectivamente y con gran asombro, tenemos que observar que partes significativas del mundo “occidental” han entrado en una dinámica muy acelerada de transformación autocrática, hostil a los derechos constitucionales. Según algunos constitucionalistas, se trata de una aceleración de un proceso iniciado anteriormente con los extensos debates de excepción. De todos modos, si la probable ventana de tiempo de la corona-crisis es de uno a dos años (así lo establecen los cálculos más serios), no vamos a reconocer el mundo del año 2022: en vez de componerse de democracias constitucionales, se implantarán tiranías de medidas represivas acentuadas. Como lo formuló recientemente el constitucionalista alemán Michael Heinig, debemos responder la pregunta: ¿queremos realmente “que en el tiempo más breve el Estado de Derecho se convierte en un Estado fascistoide-histérico de higiene”? Bajo nuestra perspectiva, es mejor despertarse con anticipación en vez de lamentar la nueva realidad cuando todo sea demasiado tarde.
Si escribiéramos –hipotéticamente– un manual sobre el tema “cómo se puede construir dictadura”, ¿qué debería contener? La primera recomendación sería construir una amplia percepción de amenaza colectiva, y a través de los medios masivos de comunicación controlar el asunto de tal manera que todas las personas la toman como una posibilidad real y espantosa, incluyendo a los intelectuales que comparten típicamente ideales liberales o socio-liberales; en segundo lugar, debería exponerse sistemáticamente los escenarios más terroríficos, bajo un alto nivel de repetición penetrante, para luego indicar que la solución está orientada a adoptar las medidas más represivas como las supuestas recetas más eficientes para solucionar el problema; en tercer lugar, algún político de alto perfil se presenta como el gran salvador a través de esas medidas extremas y anti-iusfundamentales, lo cual facilita que las personas crean en la solución dura y la acepten como necesaria. Así se puede ganar el poder absoluto… ¿Algo de esto les parece conocido?
Así lo hicieron los potentados latinoamericanos en los años 70, cuando emplearon el miedo colectivo frente a la supuesta amenaza comunista. Y ahora se inspiran temores análogos con la afirmada amenaza existencial por el coronavirus que contiene, aparentemente, un alto nivel de virulencia autocratizante. Es llamativo que, a veces, se señala la dictadura más represiva del mundo –China– como el presumido Estado modelo eficiente, sin considerar que se trata del origen de la crisis, con un manejo irresponsable al inicio, con el segundo número más elevado de víctimas, sin datos confiables de sus fuentes oficiales que se enfocan más en la reputación que en la transparencia veraz.
Miramos de modo comparativo a las verdaderas grandes pandemias de la historia mundial para ver si hemos entrado en una situación semejante o no. Son tres que llevaron a la implosión microbiológica de la población humana en dimensiones de la muerte masiva del 40 a 80% de los habitantes en los territorios afectados: primero, la Peste justiniana de los siglos VI-VIII d.C. que despobló el mediterráneo; segundo, la Peste negra de 1346-1351 que despobló todo el cinturón estatal entre China y Europa y que representó la primera unificación microbiológica del mundo conocido; tercero, la transferencia bacteriólogo-viral en el marco de la conquista europea de América en el siglo XVI que era un fenómeno pre-programado inconscientemente desde varios milenios, debido a la separación de los hemisferios, con una inmunización supra-generacional muy diferente de ambas poblaciones, de modo que todo primer contacto necesitó llevar a la catástrofe de aquel continente que era el más saludable y que dispuso, exactamente por eso, de las menores defensas contra los microorganismos mortales. En estos tres casos, cada vez las cifras de muertos se ubicaron en la dimensión de docenas de millones a cientos de millones de fallecidos.
Sin duda, las medidas duras del presente estarían bien justificadas frente a una peste como en las tres constelaciones señaladas que se percibieron como la gran muerte, la muerte negra, la venganza divina, etc. Sin embargo: ¿el SARS-CoV-2 es también un killer-virus, con una tasa de mortalidad del 40 a 80% de la población, o en realidad la tasa se mantiene por debajo del 1% (una cifra que se basa en un alto nivel de casos no detectados)? ¿Hasta la fecha, cuántos colombianos murieron por el coronavirus? ¿Miles o casos aislados? ¿Cuantos alemanes? ¿Millones o medio millar? ¿Son víctimas cualquier persona, de toda edad y salud como en las grandes pestes? ¿O las mismas personas de alto riesgo como ancianos o personas con precondiciones de salud, que pueden morir con ocasión de una gripa común? ¿No se presentan mucho más mortales otros “virus” como el hambre o la negligencia motociclista? Ya estas pequeñas comparaciones señalan un fuerte problema de proporcionalidad entre la amenaza real y las medidas tomadas.
Pese a que llama la atención el carácter transnacional de la nueva preferencia para medidas duras que intervienen en las granatitas constitucionales –y que se difunde más rápidamente que el coronavirus mismo–, vale la pena mirar con mucha precisión, pues en Colombia se ha generado la impresión efímera que se adoptaría un paquete estándar sin alternativa.
En realidad, se pueden distinguir grupos de países ubicados en todo el espectro entre, por una parte, combatir el virus SARS-CoV-2 con la moderación que es propio del Estado constitucional y, por otra parte, radicalizarse hacia una represión desmedida que desconoce el principio de proporcionalidad. Actualmente, se detectan cuatro grupos: primero, como el país de mayor eficiencia en el combate de COVID-19 destaca Corea del Sur que ha evitado tanto la suspensión de la vida pública como la supresión de la libertad de circulación, pues aplica amplia, organizada, rápida y gratuitamente el chequeo viral de toda la población de algún nivel de riesgo, aislando sistemáticamente a las personas contagiadas, controlando electrónicamente sus movimientos y dedicando a ellos un buen tratamiento médico, lo que se adoptó en algunos países vecinos como Singapur, Taiwán y Japón, generando un grupo asiático-costero que sorprende en el papel de defensores de las libertades cívicas.
Segundo, se descubren países enfocados en la inmunidad colectiva que protegen también a las libertades cívicas y que quieren resolver la crisis viral por la infección controlada de la población para construir una inmunidad amplia que, finalmente, protege más eficientemente a más vidas. Es el camino de los tradicionalmente liberales Países Bajos; también Suecia como uno de los precursores mundiales del Estado social y de salud y Australia promueven estrategias voluntarias; es similar el patrón de la generalmente menos liberal Rusia e inicialmente se aplicó también en Gran Bretaña.
Tercero, se detectan países con un amplio nivel de cierre de la vida pública-colectiva (por ejemplo, de colegios, universidades, autoridades, teatros, cines, estadios, restaurantes, centros comerciales), pero que respetan el núcleo de las garantías ciudadanas y evitan la suspensión de la libre circulación de individuos y grupos pequeños, por ejemplo, Alemania, Suiza y Dinamarca.
Cuarto, hay los países radicalizados que combinan el cierre de la vida pública con el encarcelamiento de su población en las casas privadas. Sin embargo, vale la pena distinguir bien entre ambos grupos, pues la terminología no es uniforme: por una parte, hay países que hablan oficialmente de toque de queda nacional, pero ordenan efectivamente meras limitaciones de salida que no suprimen los movimientos ni de peatones individuales y familiares ni de deportistas en parques y paisajes (corredores/jogger y ciclistas), teniendo en cuenta que, debido a la distancia social inmanente a su actividad, no pueden transmitir el virus y que todo deporte aumenta las fuerzas de defensa del cuerpo humano –estos países, como Austria o Chequia, deben ser entendidas dentro del tercer grupo en vez del cuarto– y, por otra parte, hay los países efectivamente dentro del cuarto grupo que ordenan el toque de queda nacional y que extienden su represión también a peatones y deportistas, como España y Colombia. No sorprende que apliquen estrategias agudas de una estatalidad de vigilancia para imponer sus prohibiciones, por ejemplo, drones policiales que espían los ciudadanos comunes en vez de enfrentarse con los delincuentes (irónicamente, Colombia liberó paralelamente presos condenados con base en argumentos higiénicos). Partiendo del carácter de sinónimo de estado de sitio y dictadura comisaria, el cuarto grupo de países es aquel que muestra fuertes síntomas de transformación en corona-dictaduras. En ello, no importa si se declare el estado de sitio de modo abierto, por la puerta trasera o por postmodernismos que disuelven toda frontera entre la normalidad y la excepción.
En América Latina, las medidas nacionales se presentan muy diferenciadas: mientras México y Nicaragua evitan intervenciones duras en los derechos fundamentales y humanos, un grupo del camino medio con Chile, Uruguay, Brasil, Panamá, Costa Rica y Guatemala desarrolla intervenciones diferenciadas según lugares, grupos y actividades sin estar dispuesto al confinamiento completo del pueblo, mientras al grupo encarcelador pertenecen Venezuela, Colombia, Bolivia y Argentina. En ello, destaca la desproporción contenida en el hecho de que algunos de los países menos afectados por el virus emplean las medidas más represivas. Empíricamente, no es comprobable ninguna relación entre dureza y eficacia: entre los países fuertemente afectados por el virus, las tasas de mortalidad más bajas se detectan en los países más o menos moderados, con el 0,5% de los contagiados en Noruega, el 0,75% en Alemania, el 0,85% en Austria, el 1,8% en Suiza, el 3,3% en Japón o el 3,4% en Suecia, mientras las más altas se concentran exactamente en los países más represivos, con el 11% en Italia y el 8% en España. Tampoco en la comparación dentro del grupo de los países marginalmente afectados de América Latina, los datos disponibles sobre contagiados y muertos sostienen diferencias notables entre los países restrictivos y garantistas.
En el constitucionalismo alemán, desde hace más de medio siglo, se aplica un instrumento estándar para evaluar la constitucionalidad de medidas que se emplean en el espectro de varios valores constitucionales afectados que, en muchas realidades concretas, entran en relaciones de tensión: se habla del principio de proporcionalidad que evalúa de modo tridimensional la aptitud, la necesidad en el sentido del deber de elegir el medio menos restrictivo entre los aptos y la adecuación en sentido estricto de una medida en el sentido de que las desventajas de la misma no pueden ubicarse más allá de toda relación adecuada frente a las ventajas que se alcance con esta. Puede resumirse como la prohibición del exceso. La Corte Constitucional de Colombia, en varias sentencias, ha adoptado el principio de proporcionalidad de su entidad hermana de Alemania.
Según dicho esquema, ya es cuestionable la aptitud de todas las medidas anti-coronavirus, pues es altamente reconocida la imposibilidad de parar la difusión hemisférica y mundial del mismo, al igual que en las olas anuales de nuevas variaciones de influenza, es decir, las únicas dos opciones fácticas consisten en pasar rápidamente por la infección o pasar más lentamente al estilo de frenar la velocidad de difusión. Es una obviedad que típicamente se circunnavega por el argumento de que el fin protector del lockdown no es directamente la salud pública frente al virus, sino que consistiera en evitar la congestión de los sistemas de salud dentro de sus respectivas capacidades y calidades –un argumento presentado desde el Estado social más consolidado hacia el país más deficiente–, pero también en este caso importa la cuestión a qué se espera, pues evidentemente es imposible prolongar las medidas de cuarentena hasta la disponibilidad de vacunas y medicamentos en un año o más. Aparte de esto, algunas medidas tomadas cumplen bien con los otros dos subindicadores del principio de proporcionalidad, como transferir las clases universitarias y de colegio a lo virtual, insistir en el teletrabajo en casa o cerrar los bares. Pero otros no. Encarcelar a un pueblo completo, en contra de eventuales voluntades opuestas, sin exceptuar casos bien justificados como los atletas y ciclistas, nunca es la medida menos restrictiva sino, al revés, la más intervencionista que, de tal manera, viola evidentemente los respectivos derechos constitucionales de los ciudadanos y residentes.
Además, para evaluar la eventual entrada en una violación de la prohibición del exceso, puede ayudar la comparación con la mortalidad de las gripas comunes. A primera vista, parece muy alto si se habla en cifras absolutas de, por ejemplo, cinco centenas de corona-muertos en Alemania, pero en ello se subestima típicamente lo que pasa en todos los inviernos con la influenza común: según el instituto virológico Robert Koch, en la ola de influenza del invierno de 2017/2018, murieron 25.100 personas en Alemania, pero esto pasó casi de modo inadvertido, sin histeria colectiva y sin colapso de los sistemas de salud, pues no hubo pánico. Ante la gripa, el ser humano acepta su mortalidad, pero si se dice coronavirus, parece que no. En todos estos casos hay también un fuerte problema de conteo y de causalidad, pues los que mueren son los ancianos y pre-enfermos: si en una combinación de múltiples factores de muerte aparece, entre otros, el virus de corona o de influenza, ¿se trata de víctimas particulares de este virus, o de los otros factores relevantes, es decir, cuál es la “ultima” causa, o la misma es una mera simplificación inadmisible?
De todos modos, si se acepta que la finalidad de las intervenciones en los derechos es la protección de los sistemas de salud frente a la congestión (pensando también en el componente más escaso: los aparatos respiratorios), la argumentación oficial contiene una variedad de trampas, especialmente porque las medidas de tipo distancia social obligatoria, solo pueden funcionar si se emplearán las mismas a largo plazo, en la probable dimensión de uno a dos años, factiblemente hasta la disponibilidad de una vacuna segura para los 7,5 mil millones de habitantes de la Tierra –lo que no solo se oculta frente al pueblo afectado, sino que sería también imposible a mantener frente a las necesidades socio-económicas y a las resistencias populares–. Además: ¿Se considera realmente proporcional conducir la economía nacional con la máxima velocidad contra el muro, para evitar un trancón de camas hospitalarias ante una enfermedad casi no mortal? Es cierto que las ciencias ambientales señalan la necesidad de un decrecimiento y una desaceleración de las economías del presente para hacerlas más sostenibles, pero el camino no es la colisión frontal de un momento al otro. ¿Así, no se destruyan las economías de los “países en vía del desarrollo” tan completamente que no se recuperarán durante varios años o decenios? En este caso, ¿no faltarán también los recursos financieros para comprar las vacunas contra el coronavirus, cuando estarán disponibles en aproximadamente un año? ¿No se transformará en más mortal el hambre provocado por el colapso económico? El último elemento subraya que la cuestión no consiste en ponderar vidas contra balances, sino vidas contra vidas según cálculos de un futuro con muchos imprevistos.
Además, no debe subestimarse que en sociedades como la colombiana, las medidas drásticas como casa por cárcel para todos, llevan a un círculo vicioso para los pobres. El virus fue importado por los pocos viajeros ricos de los estratos 5-6, pero afectará finalmente de modo desproporcional a los habitantes de los barrios marginales con su estructura densa sin distancias. El extendido precariado informal (hay cálculos que señalan que la mitad de los bogotanos está en esta categoría), que se gana diariamente lo más necesario para sobrevivir en el espacio público, sin reservas algunas, se conduzca a una situación por debajo del mínimo vital. La misma problemática se extiende a los pobres solamente seudo-formalizados como las empleadas de casa que, en muchos casos, se emplean solo día por día. Es similar con los nuevos desempleados de las miles de pequeñas y medianas empresas que no sobreviven ningún mes de pagos salariales sin ingresos de venta. No son suficientes las escasas ayudas sociales anunciadas. Para ellos, existe el riesgo de no morir por el virus como tal, sino a causa del hambre, o tendrá como efecto que el virus podrá matarlos de manera más eficiente, pues los desnutridos se convertirán en los más vulnerables. Además, puede ser que la casa por cárcel es cómoda para los estratos 5 y 6, pero no para los estratos 1 y 2 con sus micro-apartamentos sobre-poblados que pueden transformarse en experiencias infernales.
En cuanto al objetivo de evitar la congestión del sistema de salud, es cierto que la política colombiana de los últimos tres decenios con su preferencia para lo barato ha acumulado déficit enorme. Pero estas falencias de algunos no justifican tomar como rehén un pueblo completo. Más bien, es una buena oportunidad para reenfocarse en medidas más eficientes que restringen menos derechos de un número inferior de personas: primero, aplicar efectivamente las medidas más comprobados en otros países, en particular, emplear sistemática y rápidamente las pruebas de coronavirus en toda población de algún riesgo, aislar y controlar los positivos en cuarentena y dedicarles un buen tratamiento médico; segundo, transferir y fortalecer los hospitales en manos públicas, pues la privatización “neoliberal” en manos de empresarios tacaños es la causa principal del pésimo equipamiento con camas y equipos como aparatos respiratorios y la dificultad en el acceso de la mayor parte de la población, lo cual se demuestra, además, con el hecho de que parece consolidarse cierta tendencia a intervenir estatalmente algunas EPS por problemas de ineficiencia y corrupción; tercero, preparar preventiva y sistemáticamente instalaciones hospitalarias en lugares auxiliares como hoteles transformados; cuarto, cobrar un impuesto especial y solidario de los estratos altos (5 y 6) que disponen de las respectivas riquezas tributables, para poder pagar el aumento necesario de la capacidad y calidad del sistema de salud. No se logra evitar medidas que tienen un costo muy alto: aceptarlo más tempranamente, llevará a soluciones más sostenibles. La prevención debe ser colectiva y no puede ser entregada únicamente a la multitud de los particulares.
Uno de los elementos más difíciles de la ponderación racional es la inseguridad sobre la futura historia. A diferencia de muchos colombianos que ya se sienten en la segunda Italia apocalíptica, la mirada a los datos publicados diariamente sostiene la mera afectación marginal de América Latina. En el papel de los países duramente golpeados por el virus, aparecen precisamente los más ricos del mundo con mucha integración en la economía globalizada y un nivel muy acelerado de movimientos transnacionales de personas que difundieron el virus. Colombia no pertenece a este perfil. Llama la atención que la anterior Cortina de hierro de Europa, que sobrevive como una frontera dura de riqueza-pobreza, divide drásticamente entre países con muchos contagiados en el lado occidental y pocos en el oriental. Parece plausible pronosticar la futura curva iberoamericana más en las cercanías de Europa oriental que en analogía a las latitudes más hedonistas.
Se considera oportuno no subestimar otro punto impactante: los virus pueden pasar por mutaciones que aumentan su mortalidad (un aspecto es la incertidumbre). Al respecto, vale la pena recordar que los seres humanos que pasan tempranamente como contagiados por el coronavirus, tienen después un mejor nivel de inmunización que protege contra una eventual mutación más mortal. En otras palabras, las medidas de frenar la difusión, pueden resultar contraproducentes. Recordamos: la causa de la gran muerte americana del siglo XVI fue que el hemisferio occidental se había ubicado –de modo inconsciente– en una especie de gran cuarentena durante varios milenios por falta de contacto, de modo que no habían llegado los virus euro-asiáticos, es decir, los americanos habían disfrutado de mayor salud que los euro-asiáticos, pero esto fue exactamente el gran auto-engaño, pues cuando se construyó –casualmente– el contacto entre los hemisferios, los americanos estaban indefensos y pasaron por un extremo cuello de botella genético que cerró la mayor parte de las líneas de descendencia para siempre. Es oportuno recordar la historia, pero hay que hacerlo responsablemente para derivar las lecciones correctas.
De igual forma, parece que la histeria mundial de marzo de 2020 tiene que ver con algunos temores primarios y muy antiguos de la psique humana frente a las pandemias que, aparentemente, se perciben como reguladores naturales que el ecosistema llamado Tierra emplea frente a la sobrepoblación y sobreexplotación, fuera de toda influencia humana. Objetivamente, tanto la Peste justiniana como la Peste negra funcionaron como reguladores demográficos ante situaciones de la sobre-expansión del sistema humano en el sistema de energía disponible en ese entonces (preindustrial-agrario y pre-fósil con leña: cada vez hubo una deforestación casi completa y una erosión excesiva), de modo que surge en la subconsciencia del presente alguna sospecha de un paralelismo. No es imposible que en algún momento futuro ocurra esto, pero el coronavirus no contiene las características de servir como el gran golpe libertador de la naturaleza frente a un presumido “virus” humano.
Volviendo a las medidas excesivamente duras de las nacientes corona-dictaduras latinoamericanas, hay que preguntarse si detrás no se conforman otros intereses políticos no expuestos. Así como la crisis abre para el régimen de facto de Áñez en Bolivia la posibilidad de posponer las elecciones prometidas, ofrece al Presidente colombiano, que la opinión pública evaluó como pasivo y débil hasta febrero del 2020, el chance de perfilarse como un líder eficiente aunque autocrático y dictatorial. El mismo Presidente se libera por sus medidas de las duras protestas sociales de finales de 2019 que estuvieron, en febrero de 2020, en el punto de reactivarse otra vez. Así se desvía elegantemente del hecho de que el problema más existencial de Colombia es la injusticia social.
Sintetizando, parece que la corona-histeria –en forma de las medidas, no por el virus como tal– dirige el mundo del mañana a cuatro escenarios preocupantes: primero, desconstruye la sensibilidad para los derechos humanos y fundamentales; segundo, encierra el mundo abierto de la era global en neo-nacionalismos aislados –lo que tiene parcialmente sentido, por racionalizar cadenas de producción y consumo en metabolismos más cercanos, pero parece que afecta también a todo el sistema de viajes mundiales–; tercero, dirige empresas y países a la bancarrota; cuarto, lo último aumenta el desempleo y tiene duras consecuencias sociales. En cuanto al tema principal de este escrito, hay algo valioso para defender contra el virus autocratizante: el Estado constitucional. Y también la multitud de las economías nacionales. Y vale la pena mejorar la salud pública con inversiones sólidas, de lo que disfrutarán también las futuras generaciones.
*Profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia
Director de CC – Constitucionalismo Comparado