La carta del excanciller Leyva sobre la supuesta adicción del presidente Petro abre el debate: ¿hasta qué punto lo personal puede y debe formar parte del debate público cuando está en juego el rumbo de un gobierno?
La carta del excanciller Leyva sobre la supuesta adicción del presidente Petro abre el debate: ¿hasta qué punto lo personal puede y debe formar parte del debate público cuando está en juego el rumbo de un gobierno?
Por: Sergio E. Mosquera Córdoba (@SEMCordoba)
La reciente carta pública de Álvaro Leyva Durán, exministro de Relaciones Exteriores, dirigida al presidente Gustavo Petro, ha desatado un torbellino de reacciones y ha vuelto a poner sobre la mesa un dilema complejo: ¿hasta qué punto lo personal puede y debe formar parte del debate público cuando está en juego el rumbo de un gobierno?
Más allá del contenido específico de la misiva, lo que inquieta es la forma en que Leyva decide expresarse: una mezcla de reflexiones íntimas, observaciones emocionales y críticas de fondo que, al entrelazarse, corren el riesgo de desdibujar el propósito político con un tono más propio del drama personal. Este tipo de exposición puede abrir preguntas legítimas sobre la estabilidad del liderazgo presidencial, pero al mismo tiempo banaliza el debate, al convertirlo en espectáculo.
No se trata de exonerar al presidente Petro ni de blindarlo ante el escrutinio. De hecho, varias de las inquietudes planteadas por Leyva —como la gestión del tiempo presidencial, su estilo de comunicación o la designación de ciertos funcionarios— merecen ser discutidas con seriedad institucional. La ciudadanía tiene derecho a saber cómo se ejerce el poder, especialmente cuando surgen dudas sobre el cumplimiento de deberes oficiales. Pero la forma en que se hace esa crítica importa: debe priorizarse el interés general, no el impacto mediático ni las cuentas personales.
Leyva, con su extensa trayectoria, conoce bien los códigos de la política de alto nivel. Por eso sorprende que, en lugar de acudir a canales institucionales o a espacios de deliberación estructurada, haya optado por una carta pública de tono confesional. Esa elección lo aleja del papel de estadista y lo acerca peligrosamente al de actor de un espectáculo político. Cuando se ventilan asuntos privados sin un marco claro de rendición de cuentas, se erosiona la confianza ciudadana y se enturbia aún más un ambiente político ya polarizado.
No obstante, sería reduccionista ignorar que su carta ha dado eco a preocupaciones que circulan en distintos sectores. La diferencia está en cómo y con qué fines se formulan esas preocupaciones. En Colombia, se está diluyendo peligrosamente la frontera entre la transparencia, entendida como rendición de cuentas legítima y oportuna, y un tipo de populismo del escrutinio, que usa la exigencia de información como arma política más que como mecanismo democrático. La transparencia no se construye con cartas abiertas cargadas de ambigüedad ni con filtraciones interesadas. Se construye con procedimientos institucionales, deliberación seria y reglas claras.
Más inquietante aún es cómo en su carta, Leyva sugiere desequilibrios emocionales o estados de salud del presidente sin pruebas ni contexto. Se abre así una puerta peligrosa: la politización de la salud mental. En una sociedad que todavía arrastra estigmas sobre estos temas, convertirlos en materia de disputa política es profundamente irresponsable. La salud mental, como cualquier dimensión de la condición humana, merece ser tratada con respeto, evidencia y legalidad. Nadie, ni siquiera el jefe de Estado, debe ser blanco de insinuaciones médicas sin fundamentos claros. Hacerlo debilita la discusión democrática y refuerza prejuicios sociales que debemos superar, no explotar.
Este episodio revela además un problema de fondo que atraviesa a todos los sectores políticos: la escasez de liderazgos éticos y responsables. La política colombiana parece cada vez más atrapada en una lógica de exposición, protagonismo y revancha. Leyva, por su trayectoria, tenía la posibilidad de ofrecer una crítica serena y constructiva. Pero su decisión de acudir al dramatismo y a lo personal lo aleja de ese rol y lo instala en una narrativa centrada en el yo, más que en el país.
No se trata de silenciar las diferencias ni de exigir silencio a quienes tienen críticas válidas. Pero sí de recordar que la política no es una tarima emocional. Las discrepancias deben resolverse con argumentos, no con sentimentalismos ni con gestos grandilocuentes. El país necesita voces críticas, pero también necesita responsabilidad. Necesita líderes que entiendan la gravedad de su papel público. Que no conviertan la confidencialidad en arma ni la emocionalidad en estrategia.
En este contexto, la propuesta de sectores del Congreso de exigir un examen médico o toxicológico al presidente es aún más grave. No solo no tiene base constitucional ni legal clara, sino que representa una amenaza directa al derecho a la intimidad y al principio de legalidad. Es una extralimitación del poder legislativo que, de permitirse, sentaría un precedente peligrosísimo. La rendición de cuentas no puede ser confundida con la invasión a la dignidad.
Frente a esta espiral de gestos simbólicos, cartas públicas y propuestas desbordadas, lo que se impone es el fortalecimiento de los canales institucionales. El presidente puede —y debe— ser convocado a comparecer, rendir informes, responder a la opinión pública. Pero debe hacerse por la vía correcta, con respeto a la legalidad y a los principios democráticos. Este episodio debe servir como un llamado de atención para todos los actores políticos. La crítica al poder exige altura, y el ejercicio del poder exige responsabilidad. No podemos seguir erosionando la confianza pública a punta de escándalos personalizados. La política no necesita más shows. Necesita líderes. Líderes que sepan cuándo hablar y cuándo callar. Que resuelvan sus diferencias sin usar lo íntimo como arma ni lo público como revancha. Porque, al final, el costo de estas acciones no lo paga un presidente ni un ministro: lo paga la democracia misma, cada vez más frágil ante el morbo, la desinformación y el desencanto colectivo.
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