“Se fueron formando grupos, pequeñas comunidades alrededor de los autos; alguien propuso que se organizara la distribución de agua y alimentos.”—Julio Cortázar, La autopista del sur En el relato La autopista del sur, Cortázar imagina una autopista colapsada donde los autos, inmóviles, dan origen a una sociedad improvisada. Ya no se trata de llegar a…
“Se fueron formando grupos, pequeñas comunidades alrededor de los autos; alguien propuso que se organizara la distribución de agua y alimentos.” —Julio Cortázar, La autopista del sur
En el relato La autopista del sur, Cortázar imagina una autopista colapsada donde los autos, inmóviles, dan origen a una sociedad improvisada. Ya no se trata de llegar a ningún lado. La espera, el encierro, la imposibilidad del movimiento terminan por dar paso a lo esencial: el vínculo, la necesidad del otro, la invención de un orden nuevo entre el caos. El auto deja de ser máquina de velocidad para convertirse en arquitectura de convivencia.
Esa paradoja —la del movimiento detenido que funda sentido— recorre como una línea invisible la exposición Cuando el arte RUeda (CAR), que ocupa el Sótano 5 del Edificio Atrio en Bogotá. Más de 60 automóviles antiguos, ensamblados entre 1919 y 1980, se presentan no como reliquias nostálgicas, sino como testigos del siglo XX colombiano. Y a su alrededor, 11 artistas latinoamericanos los miran, los desmontan, los reescriben con obras que convierten la mecánica en metáfora, la chatarra en lenguaje, la historia en pregunta.
Desde su aparición a principios del siglo XX, el automóvil ha estado ligado al proceso mismo de construcción nacional. El primer vehículo registrado en el país llegó en 1899, y desde entonces, la historia del carro en Colombia ha sido un relato de adaptaciones técnicas y culturales. A partir de los años veinte comenzaron las importaciones sistemáticas, que aumentaron con el auge cafetero y la apertura de vías en los años treinta. Pero fue en los años cincuenta, durante la bonanza económica y el impulso modernizador, cuando el carro se convirtió en sinécdoque del progreso. El arribo del Jeep Willys, traído a cambio de café y adoptado por el campo colombiano como herramienta de carga, transformó no solo los caminos rurales, sino el imaginario del trabajo agrícola. Más tarde, en los sesenta y setenta, surgirían ensambladoras locales como Sofasa y Colmotores, que dieron origen a modelos híbridos —entre lo foráneo y lo criollo— como el Renault 4, el Simca o el Chevrolet Monza. La expansión de las marcas acompañó la transformación urbana: crecieron los barrios, las avenidas, los concesionarios, los talleres. La ciudad comenzó a organizarse para y por el automóvil. No solo cambió la movilidad: cambió la percepción del éxito, del tiempo, del paisaje. Los carros dejaron de ser vehículos: se convirtieron en lenguaje.
El automóvil no solo transformó el paisaje urbano y rural de Colombia, también redefinió su estructura económica. La expansión del sector automotor dio origen a redes de empleo directas e indirectas: ensambladoras, concesionarios, estaciones de servicio, talleres, aseguradoras, autopartistas y empresas de logística crecieron a la par del parque automotor. La pauta automotriz fue, durante décadas, uno de los principales sostenes de los medios de comunicación. En paralelo, la infraestructura vial se convirtió en un eje estratégico de inversión pública, con un modelo de desarrollo económico enfocado en conectar centros de producción con puertos y capitales. El carro, en ese sentido, fue más que un objeto de consumo: fue un catalizador económico, una máquina de crecimiento, y también, una forma de dependencia estructural que marcó las decisiones políticas, los modelos de ciudad y las prioridades presupuestales del país.
CAR no es una muestra de autos. Es un museo de lo que fuimos, de lo que quisimos ser, de lo que aún somos sin querer. Organizada por NC Propone y la Fundación Neme, con el respaldo de Peugeot, Jeep y UBS, y liderada por Claudia Hakim, la exposición traza un mapa sensible del vínculo entre los carros y la cultura urbana, entre el desarrollo industrial y la imaginación estética, entre el progreso y sus contradicciones.
Desde su llegada a Colombia, los automóviles han sido más que medios de transporte. Han sido símbolos: de estatus, de poder, de modernidad. Han atravesado pueblos, han moldeado ciudades, han contaminado y también conectado. Su historia es nuestra historia. Y en CAR, esa historia se cuenta en cuerpo presente: un Renault 4 que marcó la clase media urbana; un Cadillac presidencial rematado en los setenta; un Jeep Willys que trepó las montañas cafeteras después de la guerra; un Nash que recorrió las carreteras cuando Bogotá todavía olía a eucalipto.
Y está, claro, el Mercedes-Benz modelo Adenauer, adquirido por Laureano Gómez en 1952, inspirado en el que usaba el canciller alemán Konrad Adenauer. Un gesto de poder. Un símbolo de aspiración a un orden autoritario, europeo, distante. Ese auto no solo transportó a un presidente: transportó una ideología.
Pero si CAR mira hacia atrás, también desarma el presente. Los artistas convocados no decoran los autos: los interrogan. Los convierten en materia prima para otra lectura. Claudia Hakim, con Migración, construye animales de retales industriales que parecen cruzar la sala como sobrevivientes de un éxodo mecánico. Fanny Finkelman, en El jardín de las delicias, imagina un paraíso industrial prehumano, donde la flora es chatarra y Dios es un diseñador automotriz.
Alberto Baraya, con su Museo de historia artificial, dispone animales sobre miniaturas de carros como si reconstruyera una taxonomía de fábulas posibles: ¿qué especie somos cuando viajamos sobre el metal? ¿Qué arqueología futura dejarán nuestros motores?
Carlos Bonil, con su instalación Ya muy desagerado, construye una Hummer de cartón, vestida como regalo de cumpleaños narco. Una sátira feroz de la cultura del exceso y el lujo destructivo. Mientras tanto, Mateo López, con La Yani, presenta un triciclo precario que solo se equilibra si lleva un guacal con plantas nativas: la metáfora perfecta del país que se sostiene por milagros.
El auto, como lo muestran Verónica Lehner, Fernando Uhía o Yutaka Toyota, no es solo forma: es materia estética. Lehner, en Colisiones, convierte la restauración de pintura automotriz en abstracción lírica. En Umbral, juega con polarizados como si fueran vitrales industriales. Uhía traduce marcas de autos en paletas de color. Toyota convierte el brillo del acero en dispositivo escultórico. Es la belleza de lo que fue útil, transformada en lo que ahora dice otras cosas
Y en El garaje del señor Goddard, Alberto Lezaca monta una estructura en la que todo se repite: un edificio que encierra un parqueadero que encierra un garaje que encierra un auto que encierra una maqueta del edificio. Es un loop existencial. Como si Cortázar hubiera metido su cuento en un espejo infinito. Nada se mueve, pero todo vibra.
Cuando el arte RUeda no es solo una exposición. Es una cartografía del deseo moderno. Del mito del progreso. De la promesa de movilidad que terminó en tráfico, desigualdad, contaminación. Pero también es una oportunidad de ver distinto. De entender que los objetos que creímos inertes —carros, autopistas, motores— están cargados de historia, de política, de posibilidades artísticas.
Y también nos recuerda algo más: que, como en La autopista del sur, incluso detenidos, incluso atrapados, podemos construir sentido. Podemos inventar un mundo en el capó de un Peugeot. Podemos hacer arte con las ruinas del progreso. Podemos, quizás, redibujar el camino.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.
Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones,
contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no
se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera
que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.