Estuve enferma. Muy. Y no es fácil decirlo en voz alta, tampoco escribirlo. Pero es lo que hay. La vida. Con su crudeza. Con sus pausas inesperadas.
Duele pensar en la fragilidad del cuerpo, en lo quebradizo que podemos llegar a ser.
Estuve varios días en una Unidad de Cuidados Intensivos.
La UCI, un lugar donde puedes sentir lo peor y lo mejor de ti al mismo tiempo, como si la vida se tratara de encontrar un equilibrio en medio de un caos incontrolable entre tu cuerpo enfermo y tu alma confundida por el dolor y los padecimientos.
Ahí… Ahí fue donde sentí que el dolor se podía atravesar con amor. Que la ansiedad podía calmarse con una caricia, o con una voz dulce que no me conocía, pero me cuidaba como si lo hiciera.
Porque había algo en sus manos. En sus palabras. En su forma de entrar al cuarto como quien entra a un santuario. La humanidad que encontré en las enfermeras que me cuidaron dejó una marca en mi corazón. Si mi cardiólogo (José García) y mi cirujano cardiovascular (Hernán Fernández) leen esto, no hay que alarmarse no es una marca que le haga daño al corazón que sanaron.
A veces ellas no podían hacer que el cuerpo doliera menos. Pero podían, y lo hacían, aliviar otro dolor. Uno más silencioso. Uno que no se ve en los exámenes médicos. Ese dolor que aparece cuando la dignidad se resquebraja.
Sentí la vulnerabilidad de mi ser, era como si mi propia piel ya no me fuera mía. Y sin embargo, en medio de todo eso, las enfermeras… ellas lograron algo que no sé cómo describir sin que suene cursi, pero lo voy a decir de todos modos: me dieron un abrazo invisible.
Sí, ahí estaban ellas. Las enfermeras. Ángeles sin alitas, pero con turno. Con jornada extendida. Con cansancio acumulado.
Estaba allí, entre la ansiedad de mis días, a mi alrededor monitores, dentro de mi tubos y agujas, y una fría sensación de incertidumbre. Pero cada una de ellas… con una sonrisa, con la manera en que tocaban mi hombro, con una palabra que me aliviaba y que me hacía sentir que estaba en buenas manos, que todo iba a estar bien. Y cuando lo pienso, hoy sé que eso es un regalo, un milagro. En esos momentos en que la vida se reduce a fragilidad, es la calidez humana lo que te hace querer seguir respirando.
Cuando estamos enfermos, cuando nos invade el dolor y la incertidumbre, las emociones asaltan nuestra mente. Algunos reaccionan con rabia, varios con ansiedad, otros con tristeza, otros nos aferramos a la esperanza como quien se agarra a una palmera en medio de un huracán.
Son momentos en que la humanidad entera se muestra sin disfraces.
Y ahí, en medio del miedo, del dolor y la fragilidad, ellas —Joselin, Jennifer, Lupe, Nadia, Karen, Raiza, María, Lina…— se convertían en faros.
Rescataron mi alma de la oscuridad con gestos sencillos: una caricia, una palabra amorosa, una sonrisa que iluminaba mi mente.
Y yo tuve la bendición de ser cuidada por ellas.
Recuerdo cuando, por primera vez, no pude moverme. Cuando el dolor se volvió tan grande. No podía ir a un baño. No podía levantarme ¿Sabes lo que es estar en una cama con un pañal porque no puedes levantarte? ¿Has sentido esa mezcla de vergüenza y desesperación? Yo sí. Y no se olvida. Me sentí pequeña, indefensa, atrapada en algo que no podía controlar, tan vulnerable, avergonzada y angustiada. Estoy segura que eso hemos sentido todos los que alguna vez hemos estado allí.
Pero tampoco se olvida la ternura con la que me ayudaron. La forma en que me limpiaron. Sin asco. Sin prisa. Sin juicio. Solo amor. Amor del bueno, como dice una canción noventera, claro que en otro contexto.
Es difícil escribir esto, pero es la realidad que viven todos los que están en una UCI y que por algún momento no pueden hacerse cargo de sí mismos.
Ya sé, para algunos sonará absurdo o innecesario, pero la vergüenza de necesitar ayuda para algo tan simple, tan básico, fue un golpe de realidad. Estaba atrapada en mi cuerpo. Ya no era mío. Un pañal, un gesto que te quiebra. Y ahí estaba yo, tan perdida, tan fuera de lugar, sin poder hacer nada. Como si todo lo que era, lo que había sido, se desintegrara junto con esa incomodidad. No podía más.
Es más que sólo medir signos vitales, administrar medicinas, o ajustar un gotero. En las manos de ellas está el arte de devolvernos la dignidad, de hacernos sentir que nuestra humanidad no era algo de lo que avergonzarnos, sino todo lo contrario, algo que había que aceptar y hasta honrar.
Y entonces, allí estaban ellas: Raiza, Joselin, Nadia, Lupe, Jennifer, Karen, Teresa, Lina, María… Los nombres de esas mujeres se quedaron grabados. Pero hay más. Sé que me faltan nombres. Sé que hubo más manos que me cuidaron aunque ahora no pueda recordarlas todas. Pero sus rostros y sus cuidados quedaron sembrados en mi corazón.
Cada una de ellas me fueron levantando, me fueron devolviendo algo que había perdido. El miedo, la angustia, la ansiedad, todo eso se desvaneció, y sentía alivio. El alivio de sentirme cuidada. Qué difícil es explicar cómo se cura un alma. O cómo se rescata una dignidad perdida. Pero ellas: Raiza, Joselin, Nadia, Lupe, Jennifer, Karen, Teresa, Lina, María… que con cada gesto, me la devolvían. Cada sonrisa que me regalaban, cada palabra tranquila, fueron un bálsamo.
Me decían “tranquila”, “ya estás mejorando”, “esto pasa”. Y pasaba. Porque cuando alguien te cuida así, con esa mezcla de técnica y ternura, se te acomoda el alma, incluso si el cuerpo sigue roto.
No puedo olvidar un día en particular.
Iban a hacerme un procedimiento que me asustaba, sabía que dolería. Me temblaban las manos, el alma. Entonces Raiza, sin que nadie se lo pidiera, se acercó a mí, tomó mi mano, me acarició los dedos y la apretó con fuerza.
Ese gesto diminuto, humano, sagrado… me devolvió la seguridad. Me hizo sentir protegida.
A veces, no hacen falta palabras: basta que alguien te sostenga la mano para que disminuya el miedo.
Ellas lo hicieron, con cada gesto, con cada mirada. Y, ¿sabes qué? Eso no es algo que se pueda aprender solo en libros. La enfermería no se reduce a protocolos, se trata de un corazón dispuesto a entregarse por otro. Es un don.
Llevo días sentada tratando de escribir esto. Tratando de escribir algo digno. Que haga justicia a lo que viví. Pero las palabras no alcanzan. Es difícil escribir lo que una enfermera deja en tu alma, lo que siembra en tu corazón. Es algo tan profundamente humano, que las palabras no alcanzan.
¿Por qué escribirlo? Porque soy escritora, claro. No puedo no contar las cosas. Es como si necesitara que las palabras ordenen lo que siento.
Y siento tanto. Sobre todo, gratitud. Pero también admiración profunda por la enfermería.
Vienen dos escritos más, que publicaré creo que mañana, sobre las manos mágicas que me salvaron y sobre el dolor.
Me he preguntado mientras reflexiono sobre la enfermería ¿Qué es ser profesional? Esa palabra tan pomposa. Tan repetida. Tan usada en discursos vacíos. Para mí, ser profesional no es solo saber hacer. Es saber estar. Y en el caso de ellas, saber cuidar.
Es entender que un cuerpo convaleciente no es solo un diagnóstico, sino un universo. Un miedo. Un montón de recuerdos.
Me pregunto ¿Quién les enseña a hacerlo así? ¿Quién les enseña a cuidar con esa ternura? No sé, supongo que solo una vocación profunda, un don sagrado, un amor por la vida y por las personas, puede llevarte a hacerlo.
Para mí, ellas ya conocen lo que algunos olvidamos: que en la fragilidad de estar enfermos, en ese instante de total vulnerabilidad, lo único que nos queda es el amor. El amor es el que nos sostiene, el que nos hace seguir.
Luego está la empatía… Ay, esa palabra tan desgastada. Deberíamos inventarle otro nombre. Uno que no suene a manual de psicología. Porque lo que ellas hacían era otra cosa. Era leerme el alma sin necesidad de abrir la boca. Era verme vulnerable y protegerme. Sostenerme.
Intento entender cómo logran ese equilibrio: la precisión del que sabe y la dulzura del que siente. Quizás por eso esta profesión es tan sagrada. Poseen un calor humano. Ese que no se enseña en la universidad, pero que salva.
Y yo quería decirlo. Agradecerlo. Honrarlo.
Porque hay profesiones que curan el cuerpo. Y hay otras, como esta, que también curan el alma.
El acto de cuidar es un acto de amor. Un amor que sana, que alivia, que acompaña. Para ser enfermera se requiere un temple especial. Un corazón invadido por la bondad ¡Uy! que montón de veces he utilizado esta palabra en este escrito, pero es que las define.
Y sé que cada una de las enfermeras que me cuidó llevaba también su propio equipaje invisible: niños enfermitos en casa, deudas, problemas en el colegio, preocupaciones de madre, de ser humano. Y, sin embargo, cuando entraban a esa UCI, de sus labios nacían sonrisas verdaderas, de sus manos nacía ternura, de sus miradas: paz.
Como si en cada turno eligieran regalar lo mejor de sí mismas a esos siete u ocho desconocidos que dependíamos de ellas. No debe ser fácil dejar las propias cargas afuera… todo queda suspendido mientras se entra a la habitación de un paciente vulnerable. Se necesita coraje para eso. Se necesita grandeza.
Tengo tanto que agradecer, tantas gracias que dar a muchísimas personas. Y hoy quise comenzar con ellas, con las enfermeras que me cuidaron en esa UCI y en piso.
Gracias con todo de mi ser, quiero decirles gracias muchas veces a esas mujeres que cuidaron más que mi cuerpo. Cuidaron mi alma angustiada. Y aunque las palabras nunca sean suficientes, al menos quiero intentar que lo sepan. Que su bondad no pasa desapercibida. Que lo que hacen tiene un valor inmenso, un valor que las palabras jamás podrán describir.
Gracias. Y en un rincón de mi corazón, las llevaré siempre conmigo.
Mientras escribía esto, varias preguntas se me instalaron en mi mente ¿Qué es ser enfermera o enfermero? ¿Qué es realmente la enfermería? No es cuestión de buscar simplemente la historia de la profesión, como quien repasa fechas y nombres olvidados en los libros o en Wikipedia. Mi inquietud es otra.
Quiero, necesito entender esa vocación tan elevada, casi mística, que lleva a alguien a querer cuidar a otro cuando está más vulnerable, más roto, más humano: en medio de la enfermedad.
Empecé a investigar. A leer. A mirar a las enfermeras que me han acompañado en mi vida. Y a mirarme a mí misma, de paso.
¿Podría yo ser enfermera? Quizá sí. Quizá tendría la capacidad de aprender todos los conocimientos académicos que exige la profesión. Pero no sé —de verdad no sé— si tengo el don.
Porque eso es lo que creo que es, un don poderoso: una mezcla de empatía, amor, ternura y una paciencia casi sobrehumana. Un deseo inquebrantable de cuidar incluso a quienes no son amables, a quienes —por el dolor, la frustración o la desesperanza— hacen más difícil la tarea.
Y aun así, ellas no bajan los brazos. No retiran su bondad.
Hablo aquí de “mis” enfermeras. De esas que me cuidaron cuando yo no podía cuidar de mí. Porque —como en toda profesión— he conocido también a algunas que tenían todas las capacidades técnicas, pero no el brillo en el alma. No el fuego. Sin embargo, cuando pongo todo en la balanza, pesan más, muchas más, las que sí lo tienen.
Buscando comprender más profundamente esta profesión, encontré algo que me sorprendió: el acto de cuidar a los enfermos no es una invención moderna. No surgió con Florence Nightingale ni con los hospitales victorianos. Es algo que corre por el centro de la historia humana.
Ya en la antigua India, hacia el 2000 a.C., se hablaba de enfermedades como la tisis y la lepra en el Rig Veda. En la edad de oro de la medicina india, entre el 800 a.C. y el 1000 d.C., los tratados Charaka-Samhita y Sushruta-Samhita no solo describían enfermedades y tratamientos, sino también a quienes cuidaban: enfermeros y enfermeras que debían ser conocedores, hábiles, devotos y limpios.
Alrededor del año 620 d.C, en la antigua Arabia, Rufaida Al-Aslamia, fue considerada la primera enfermera musulmana. Ella lideró grupos de mujeres que cuidaron heridos en los campos de batalla. No sólo curó, sino que también educó, promovió la prevención, organizaba hospitales de campaña improvisados. Una mujer que no sólo sanó cuerpos, sino que sembró una visión de futuro en el arte de cuidar.
Más tarde, en la Edad Media europea, los monasterios y conventos se convirtieron en refugios para los enfermos. Monjes y monjas no solo rezaban: limpiaban heridas, daban consuelo y compartían el peso del dolor.
Fueron las órdenes religiosas, como las Hermanas de la Misericordia y las Hermanas de la Caridad, las pioneras en la creación de hospitales y en dar estructura a lo que hoy entendemos como servicio de salud.
Y en otro campo de batalla: en la Guerra de Crimea, Florence Nightingale —le decían la dama de la lámpara—, enfrentó hospitales inundados de pestilencia y muerte. Ella: mejoró la higiene, organizó el caos y salvó incontables vidas.
¿Se necesitaba conocimiento? Sí.
¿Se necesitaba valor? También.
¿Se necesitaba un don? Más que nunca.
De aquellas noches alumbradas por luces de lámparas, surgió una transformación: la enfermería empezó a verse no como un acto de caridad ocasional, sino como una profesión legítima, rigurosa y esencial.
En 1860, Nightingale fundó la primera escuela formal de enfermería en Londres y escribió Notas sobre enfermería, libro que aún hoy está vigente, cada vez que una enfermera ingresa a la habitación de un enfermo.
Pero la historia siguió siendo tejida con hilos de guerra, de necesidad, de humanidad expuesta. La Guerra Civil Americana, las dos Guerras Mundiales… Cada conflicto bélico reforzó la importancia de contar con enfermeras preparadas. Cada crisis recordó al mundo que sin ellas, no había esperanza de sanar.
Hasta las palabras mismas que usamos para nombrar esta profesión tienen su propia carga de significado.
“Enfermería” viene del latín infirmus, “débil”, y del sufijo “-ería”, “lugar de…”. Así, enfermería: un lugar para tratar a los débiles.
Mientras tanto, en inglés, nursing proviene de nutritia, “nutrir”, “criar”.
¿No es curioso?
Mientras en español parece pesar el dolor y la enfermedad, en inglés resuena la vida que se cuida y se cultiva.
Dos formas distintas de mirar lo mismo: la nobleza de estar junto al que sufre.
La necesidad de cuidar es tan antigua como nuestra fragilidad.
Y, sin embargo, aunque la historia esté llena de batallas, tratados, etimologías y héroes silenciosos, al final todo se reduce a algo más sencillo:
A la ternura de una mano que acomoda una almohada.
A la mirada que escucha cuando el cuerpo no puede hablar.
A ese gesto, imperceptible y gigantesco, de quedarse al lado de alguien que está sufriendo.
A eso que ni los tratados ni las guerras ni las escuelas pueden enseñar del todo:
el don de la enfermería.
Estas mujeres, poseedoras del don de la enfermería, me cuidaron en un hospital que no ve al enfermo como un número, sino como lo que somos: seres humanos complejos que, al llegar allí, estamos generalmente llenos de ansiedad, miedo y dolor.
Ese lugar es el Hospital Serena del Mar, que encarna el deber ser de cada hospital, donde todos somos tratados por igual, con la misma dignidad, cuidado y atención, sin importar el régimen de salud o la marca de tus zapatos. En ese hospital se respira tranquilidad, cuidado, humanidad, trato digno y amoroso; por eso, las personas que trabajan allí tienen ese don: el don de sanar el cuerpo y el alma.
Como bien dijo Florence Nightingale, no sé los dije en párrafos anteriores, ella es considerada la pionera de la enfermería moderna:
“El primer requisito en un hospital es que no se debe hacer daño al enfermo”.
Esta frase encapsula la esencia de lo que debe ser un hospital: un lugar donde la atención se brinda con compasión y respeto, priorizando siempre el bienestar del paciente.
Nuevamente gracias a todas y cada una de ellas.