Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Quinquenio

El 24 de noviembre se celebraron cinco años de la firma del Acuerdo de Paz. Para los colombianos es una fecha significativa: para unos es la conmemoración de una gran estafa; para otros, un hecho fundacional de la nueva Colombia. 

Deberíamos sosegarnos y aceptar que, pese a los errores políticos, las imperfecciones de diseño y las buenas intenciones, no es ni lo uno ni lo otro. Sin duda, hoy estamos mejor que antes de su firma. Así lo prueban las cifras de muertos y heridos en las filas de la fuerza pública, la población civil y la guerrilla; la posibilidad de desplazamiento por el país; la práctica desaparición del secuestro y de tomas de poblaciones. 

La violencia e inseguridad imperantes son de otro tipo. Y los conflictos sociales que están explotando simplemente estaban ocultos detrás de la guerra. Que el sectarismo no nos impida notarlo. Y seamos pragmáticos.

Lo que en realidad dificulta la implementación del Acuerdo de Paz tiene origen en la resistencia de una parte de la sociedad colombiana para auto reformarse debido a su mentalidad conservadurista. Esta oposición, sin embargo, no comienza en el Teatro Colón; hace parte de nuestra historia. De esa manera, creo yo, debe interpretarse la polarización que ha generado el proceso. Al fin y al cabo, la mayoría de sus capítulos se refiere a asuntos que podrían haberse abordado motu proprio desde antes y no por iniciativa de las Farc.

Algunos ejemplos: la reforma rural integral, la transparencia electoral y el fortalecimiento de la democracia, la sustitución de cultivos ilícitos, el diagnóstico del conflicto interno, la neutralización de grupos paramilitares, la revisión del catastro agrario, el reconocimiento y reparación de las víctimas, y muchos otros más.  Estamos hablando de reformas o políticas públicas que debieron ser impulsadas por el propio Establecimiento. Entre otras razones, porque son avances de naturaleza liberal-democrática y no revolucionaria, no son antisistema, dirigidos al fortalecimiento del Estado y al mejoramiento de la sociedad. Lejos están, pues, de ser una tentativa para implantar el socialismo siglo XXI.

El Acuerdo busca desencadenar un proceso reformista del sistema. No su demolición. Aun cuando sus 500 puntos constituyen un ambicioso plan de cambios que hasta el más desinformado dudaría de que haya suficiente plata, capacidad institucional, cultura política y voluntad para cumplirlo a cabalidad. Casi podría afirmarse que el voto por el fue más un gesto de esperanza que de realismo. 

Con lo dicho hasta aquí me parece que podría hacerse una valoración más ponderada del camino en el que, aunque a tropezones, se ha avanzado.

Adicionalmente era una pretensión insensata pensar que lo acordado se limitara a una entrega de armas y que todo siguiera igual. Por ese motivo es lamentable, según lo revela una investigación de la Universidad de los Andes, que una parte del empresariado se haya desentendido de la implementación. Sus razones son inquietantes: (1) que ya cobraron el dividendo de la paz al desarmar a 13000 guerrilleros, neutralizar los secuestros y recuperar las vías; (2) que no quieren desentonar con el gobierno de turno; y (3) que quieren evitar estar involucrados en temas polarizantes. De pronto hasta una parte importante de los ciudadanos está en la misma onda. 

Es prudente recordar que las Farc eran un poderoso grupo armado que no se desmovilizaría a cambio de nada. En otros términos, había que pagar un precio: la amnistía y las garantías para convertirse en actor político. Todo, en el marco relumbrante y polémico de la justicia transicional (JEP). Asunto que para el partido de gobierno es un hecho con el que no puede vivir. De hecho, el expresidente Uribe acaba de declarar que el Acuerdo de Paz no existe, lo cual es una actitud alucinante a estas alturas del partido.

Que sería preferible que los dirigentes de las ex-Farc estuvieran en la cárcel y no ejerciendo cargos de representación. Sin duda. Al igual que miembros de las fuerzas armadas y terceros que cometieron delitos en el degradado conflicto interno. Pero es poco lo que puede hacerse al respecto. Es una decisión política blindada constitucional e internacionalmente. Los procesos judiciales en contra de ellos están avanzando y terminarán en condenas de privación de libertad. Mientras tanto en vez de balas están echando arengas en el Congreso. ¿Acaso no es eso preferible a lo que teníamos? Como movimiento político las ex-Farc son insignificantes; no era así como grupo armado.

Ahora bien, sería un severo daño a su legitimidad y una peligrosa apuesta, que el Estado colombiano no honrara su palabra con lo firmado. Conformar aquí un grupo rebelde armado parece ser de las decisiones más simples de concretar. Existen enormes rentas ilegales, es un territorio extenso y accidentado, el Estado es precario en su gestión y pequeño en su tamaño, y hay mucha inconformidad y predisposición cultural hacia el ejercicio de la violencia… No juguemos con candela. Ya lo estamos viendo: suman más de 9000 los nuevos reclutas que militan en 30 redes y grupos ilegales en 23 departamentos, en plena administración del gobierno de la seguridad democrática.

Como se ve, tenemos un sistema rengo que tiene dificultades para avanzar hacia estadios más modernos y democráticos; y un comprensible rechazo por todo lo que huela a Farc. Hay que sobreponerse a ambas cosas. El fracaso o el triunfo del Acuerdo de Paz sería de nuestro sistema político y social, no de un gobierno. No nos engolosinemos sentenciando a Santos o a Duque.

Comentarios