Una persona se considera competente cuando posee las actitudes, conocimientos y habilidades para ejecutar una tarea con alta probabilidad de éxito. Las competencias para hacer algo bien hecho se pueden desarrollar con voluntad, estudio, entrenamiento y experiencias. Para tener un buen trabajo y realizarse en su desempeño, para la innovación y la competitividad de una empresa, y para gobernar bien son necesarias ciertas capacidades en las personas. Incluso para ser un ciudadano activo.

Siendo esto claro, es lamentable registrar que Colombia pasa por una desoladora racha de incompetencias en la escuela, en el trabajo y en el gobierno. 

Estudios internacionales y nacionales (Pisa, ProSaber, ICSS*) sobre niveles de desarrollo de competencias de los jóvenes colombianos arrojan resultados desalentadores. Solo el 25 % de los estudiantes colombianos puede ejecutar tareas simples, «como comparar la distancia total a través de dos rutas alternas o convertir precios a una moneda diferente». «En cuanto a comprensión numérica, en los niveles 5 y 6 en los que se ubican quienes pueden resolver problemas complejos de matemáticas, solo el 1 % de los colombianos logra esa ubicación, frente al promedio de 9 % de los estudiantes del mundo». «En lectura, … el 51 % de la población adolescente es incapaz de identificar la idea principal en un texto medianamente largo, encontrar información basada en criterios explícitos y dar una opinión propia sobre el propósito y la forma de los textos cuando se les pide que lo hagan». Cuando se evalúa a los recién graduados de las facultades de Educación (los futuros maestros de los jóvenes), el panorama empeora. En lectura, matemáticas y competencias cívicas, el diagnóstico es lamentable. Un experto en el tema lo resume así: los jóvenes colombianos llegan a 9 grado sin saber leer y escribir.

En semejante situación es difícil pensar en desarrollo científico, innovación, productividad y competitividad. En prosperidad personal y colectiva. Es una falsa ilusión esperar buenos resultados en cualquier campo donde pretenda desempeñarse un joven con estas fallas en su formación: ingresar a una universidad de altos estándares, conseguir un empleo formal y satisfactorio, pensar críticamente.

Las soluciones ante esta problemática han sido de rutina. Desde hace varios años viene aumentando el presupuesto del Ministerio de Educación, el cual se consume en infraestructura, en movimientos en el escalafón de los profesores y en becas para posgrado de los mismos (que Fecode reclama como un éxito sindical). Inclusive se ha procurado rebajar la exigencia de condiciones de admisión en las universidades, con lo cual se pasaría de la meritocracia a la mediocracia académica. Petro acaba de anunciar la construcción de universidades en la Guajira, el Pacífico y en la selva. Poco se piensa en cómo se enseña, cómo se aprende y qué se enseña (modelo pedagógico y currículos, cómo superar los «procesos unidireccionales, verticales y memoriosos» de la educación de hoy). Mientras tanto, los niveles de competencias de los alumnos están estancados o retrocediendo.

En el campo económico, las empresas no pueden llenar sus vacantes por falta de mano de obra capacitada. La gente no está saliendo de la escuela con conocimientos y habilidades laborales.

Pero donde menos se esperaba salió a flote esta impreparación general: en  el actual gobierno. No logra llenar los puestos directivos del Estado con personas idóneas. Parecería que muchos expertos en los temas públicos no simpatizan con el Pacto Histórico y su utopía estatizadora. De ahí que se intente allanar el camino modificando los manuales de funciones con el objeto de reducir los requisitos para cubrir vacantes en altos cargos, en Comités Reguladores y Juntas Directivas de entidades públicas o semipúblicas. O imponiendo personas sin experiencia, conocimientos y habilidades de gerencia pública.

Del presidente y la vicepresidente, muchos tienen la impresión de que sus competencias son buenas en otros campos. Tal vez en el Congreso, en la agitación social, en la oposición sistemática. Han tenido dificultades en el paso de la palabra a la acción, de las ideas a la gestión. De la confrontación a la construcción de alianzas virtuosas con quienes piensan diferente. Ambos se quejan de que no los dejan gobernar, de la lentitud del Estado para actuar, de las normas y procesos institucionales. Se querellan con los contra pesos  (Congreso, Justicia, medios de comunicación, organizaciones civiles) y con los ciudadanos opuestos a sus proyectos. Denuncian a las élites porque frenan sus planes redentores. Olvidan algo elemental: los ciudadanos eligen gobernantes para que solucionen los problemas y no para que busquen culpables en el pasado. Seguramente han llegado a una conclusión evidente: no es tan fácil gobernar.

Es un hecho que la izquierda no ha formado a lo largo de su historia suficientes cuadros preparados para conducir el Estado. Sufre escasez de centros de pensamiento estratégico encaminados a diseñar soluciones concretas a los problemas del país; ha preferido promover los centros de pensamiento ideológico donde  discuten eternamente los males del neoliberalismo, la maldad de los empresarios, la perversión de los medios de comunicación, con énfasis en «la victimización como sustituta de la acción». La dirigencia y los activistas de izquierda están sobradamente entrenados para llevar la contraria a cualquier plan propuesto por los otros lados del espectro político; pero tienen pocas ideas de cómo llevar a cabo los propios. Saben cómo se gastarían los impuestos de los contribuyentes pero subestiman la creación de riqueza.

Y es una lástima. Se supone que la izquierda se distingue por su sensibilidad social, la búsqueda de la igualdad, la protección de los menos afortunados. Pero no basta con la actitud. Son necesarios los conocimientos y habilidades para dirigir el Estado y conseguir esos propósitos. Hasta ahora, la izquierda había disfrutado de la gabela de ser medida por sus intenciones y no por sus resultados. Con tan pobre gestión de este primer gobierno de izquierda, creo que eso cambiará.

* Estudio Internacional sobre Educación Cívica y Ciudadana (ICCS), realizado por la Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo (IEA).

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