Fui en familia a ver Perfect Days en su estreno. Al salir de la sala, era la única persona que no se mostraba emocionada. Las demás estaban tan conmovidas que sus palabras eran de elogios para Wenders, para Koji Yakusho y, por supuesto, para los baños de Tokio. En ese momento, no entendía mi desazón. Caminé de regreso a casa con una sensación de angustia indescriptible; había algo en ese filme majestuoso que no entendía, en ese protagonista tan bello e idílico que me molestaba. En los días siguientes, cada vez que pensaba en la película, esa angustia volvía y me engullía. ¿No la había entendido? ¿Cómo no iba a ser una película para un espectador como yo si, entre otras cosas, realiza un homenaje profundo y conmovedor a la fotografía analógica, a las librerías de viejo y a la música rock de los años 60? Sus imágenes de los amaneceres de Tokio me conmovían hasta la médula, y ese sonido envolvente que las acompañaba me aguaba el ojo, pero ¿por qué su historia no me satisfacía?

Hasta que escuché, por el azar del algoritmo, las palabras de Leila Guerriero, en su podcast de la Cadena Ser, que tituló tan bien: Días no tan perfectos, donde manifiesta una desazón parecida a la mía respecto a la película, y gracias a ella pude aclarar mis ideas. Nos dice, a propósito del estilo de vida de Hirayama, que “esa rutina no es el disfrute de lo simple, sino una máscara, la coraza de una defensa solipsista: el hombre, al ser interceptado por el factor humano, se astilla”. Y se hizo la luz. Ella me ayudó a entender que la película está hecha para un determinado público donde no encajo, que se trata de una película para pocos, ¿para gente sana, tal vez?

Por más que Hirayama nos muestre una rutina contemplativa, y por más que el director mismo, en entrevistas, salga a decir que su película es una invitación a la sencillez, este personaje representa males que muchas personas en el mundo padecemos: el aislamiento voluntario, la búsqueda de la soledad y la imposibilidad del llanto, esa fallida necesidad de llorar y las palabras que se ahogan en la garganta y se quedan allí, pudriéndonos por dentro, sin remedio.

Quisiera estar del lado de quienes ven en Perfect Days un llamado a vivir en la contemplación, a vivir una vida austera entre libros y películas analógicas, entre modestos jardines, pero lamentablemente estoy del lado de quienes adoptamos ese estilo de vida, hace ya muchos años, como una medida para protegernos del mundo. Como una renuncia a la vida, dentro de la vida misma, y lamentamos esa decisión segundo a segundo, sin que haya nada qué hacer.

Por último, algunas cuestiones que me dejaron un sinsabor sobre el filme: el capital cultural de Hirayama no habría sido posible sin su familia adinerada, de modo que en la película nos sugieren que él renunció a ella, y prefiere vivir en un barrio pobre, con modestia, pero es innegable que su inclinación por llevar esa misma vida no habría sido posible sin su familia, sin su hermana, quien aparece en una única escena, y es quien se encarga de los cuidados del padre enfermo.

Hasta ahí llega la fábula, porque la realidad es que por más que queramos vivir como Hirayama, tendremos que dedicarnos a ser profesores, empleados de call centers o lavar baños. A estar en aulas, cubículos o baños llenos de mierda. De mierda hedionda, de mierda de verdad y no de la inmaculada apariencia de los baños de Tokio Toilet, que, dicho sea de paso, no son lo general en Japón, sino un cúmulo de diecisiete inodoros públicos diseñados por arquitectos de renombre en Shibuya, un distrito de la capital, quienes llamaron al director alemán, y le pagaron, muchísimo dinero, tanto como para mantener de por vida a un sinfín de Hirayamas, para que produjera el comercial más bonito del mundo.

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