Los hombres civilizados no son producto de una civilización, 

sino su causa.

Escolios, NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA

Se comenta que no hay muerto malo. Aún así, las reacciones inusitadamente unánimes que ha producido la muerte de Rodrigo Pardo invitan a detenerse porque, a mi juicio, hablan más de los colombianos que del propio fallecido. 

Pardo ejerció el periodismo en Semana, Revista Cambio 16, El Tiempo, Noticias RCN, medios de donde solía ser despedido; se dice que por su independencia. También fue embajador en Venezuela y Ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Samper Pizano, de cuyos escándalos salió absuelto; se dice que por su inocencia.

Repasemos los comentarios emitidos por todo tipo de personas. Un demócrata y defensor de la paz (Iván Cepeda). Intachable (Daniel Samper Ospina). Dejó un gran legado (Jose Manuel Acevedo). Harán falta su tranquilidad y ecuanimidad (Alfonso Prada). Persona buena y transparente (Yolanda Reyes). Un hombre impecable. Agudo, decente y bueno (Federico Gómez). Ya no contaremos con su voz reposada (Fidel Cano). …Un hombre bueno. No inteligente, tampoco brillante (aunque sí lo fue) (Laura Peralta, El Espectador). Combinaba el rigor y la ponderación, la modestia y la profundidad (Vladdo). No gritaba, no manoteaba, no ofendía (Enrique Santos Calderón). 

Suficiente ilustración. Era un buen tipo que se distinguía por su capacidad de análisis, su moderación, su respeto por los demás, que no perdía el control de sus emociones. Y no era perfecto: Semana recordó que siendo canciller ordenó la expulsión injusta de un italiano; y La W rememoró su participación en el gobierno del proceso 8000.

Pocas veces se presenta  la oportunidad en Colombia de alcanzar un consenso de semejantes proporciones frente a algo. En este caso, con relación a una persona y su trayectoria vital en el ámbito público como periodista y como funcionario. Pardo era un tipo a quien todos querían; y él no malquería a nadie. Llama la atención que las virtudes que de él se resaltan son bastante simples. Al menos en apariencia. Buenas maneras para sostener sus opiniones, disposición para escuchar las de los demás sin enfadarse y siempre intentando encontrar conexiones con las suyas. Premisas de una buena conversación. 

Quien lo expresó con mayor nitidez y buena onda fue Poncho Rentería: era el yerno ideal que uno quería para sus hijas. El que un padre muestra a sus hijos como modelo de persona. Es el tipo con el que todos quisieran encontrarse en cualquier sitio, tomar un café, discutir, forjar una relación, convivir en un edificio, conversar en X (Twitter), emprender un proyecto. Porque estamos seguros de que no insultaría o amenazaría, no nos descalificaría por nuestras ideas, nos expresaría su desacuerdo con tal decencia que terminaría seduciéndonos. El colombiano soñado.

Esta amplia coincidencia en la admiración por estas mansas virtudes, debería hacernos pensar en una cosa: si tanto apreciamos tales atributos en alguien, ¿por qué razón nos comportamos cada vez con mayor virulencia en sentido contrario? 

Claro que el ejemplo viene desde arriba. En su mayoría los líderes políticos, los activistas y los periodistas, que modelan comportamientos ante la sociedad, no cultivan estas cualidades. Por el contrario, actúan como agentes polarizadores. 

Empezando por el Presidente, sus funcionarios y simpatizantes, y siguiendo por la oposición política y mediática. A todo aquel que opine diferente se le tilda de neoliberal, derechista y vendido a los consorcios empresariales; o por el contrario, simpatizante de guerrilleros y admirador de Maduro y Ortega. O fachas o progresistas. Por ninguna parte hay interés en escuchar con empatía y mesura (es decir, con verdadero interés por lo que piensa y siente el otro); se invierte poco esfuerzo en buscar elementos comunes que faciliten la construcción de consensos; y es un hábito profundamente arraigado en la cultura nacional responder con rabia, insultos y gritos. Ni escuchamos a los otros, ni discutimos con decencia, ni tratamos de llegar a acuerdos. 

Y de ahí para abajo el ejemplo se multiplica en cualquier plática cotidiana, en interacciones en redes sociales. Lo cierto es que la conversación pública en Colombia es bastante precaria. Ruidosa, degradante, encabritada. Así se comportan los líderes de opinión y, por ósmosis, la gente. Y sin embargo, admiramos secretamente a quien se conduce por su vida de una forma diferente.

Esta esquizofrenia nacional tendría paliativos. Lo han planteado algunos antropólogos y psicólogos. De pronto ayudaría algo de educación sentimental. Un arreglo diferente de las emociones (sobre todo las tristes, como la rabia, el miedo y el resentimiento) y el cultivo de ciertas normas de cortesía. De tal forma que no seamos presas de nuestros emociones e instintos primarios ante la menor contrariedad; que nos ponga a salvo de que la primera reacción cuando surja una discrepancia sea el uso de la violencia física o verbal. Quizás así plantemos las semillas de una conversación en democracia. Un espacio donde podamos escucharnos sin encolerizarnos y en el cual las diferencias contribuyan a mejorar proyectos colectivos. 

Tal vez el legado de Pardo está resumido en unas palabras que retratan bien su gentileza. Las expresó en un reportaje para su revista cuando cubrió el reinado de belleza de Cartagena: «Como todo ser humano, ellas deben tener defectos y cualidades. Pero, a diferencia de los demás, todas son bellas. Lo curioso es que los comentarios con los que se les califica harían pensar que no están en un concurso de belleza, sino en un reinado de monstruos». 

No veía el mal en los demás; buscaba el bien. Tal vez a los colombianos, en esta cantina en la que sobrevivimos con las pistolas desenfundadas, nos haría bien no solo quererlo sino imitar a Pardo.

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