Cuido, luego existo

IRENE VALLEJO

De la tragedia (o el milagro, para otros) de Los Andes se han filmado varias versiones. La más reciente, La sociedad de la nieve (2023, Netflix), dirigida por el español J. A. Bayona está compitiendo por los más importantes premios del cine mundial. Como tal vez se sepa, se trata del accidente aéreo de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya en octubre de 1972 con 40 pasajeros (jóvenes deportistas y familiares) y cinco tripulantes, de los cuales supervivieron 16 después de más de dos meses de penurias en las alturas desmesuradas de la cordillera de Los Andes, pese a haber sido dados por muertos y suspendida la búsqueda. 

Cómo sobrevivieron sin comida y sin abrigo, es la historia. Qué sentido tuvo para ellos y cuál puede tener para los espectadores este desgarrador suceso, es la pregunta que nos formula. 

La primera versión cinematográfica de este accidente se lanzó en 1976, Supervivientes de los Andes, en perspectiva mejicana, que fue un éxito de taquilla. Quizás porque magnificó los más escabrosos momentos de la historia real, hasta casi convertirla en una película de terror. En realidad solo hizo eco de la morbosidad con que los medios de comunicación cubrieron los hechos. Por supuesto, los que vivieron la experiencia descalificaron la película. Esta truculenta película no amerita ningún comentario en especial. Solo se detuvo en los aspectos que podrían seducir a los espectadores con una fórmula casi pornográfica —lo que comieron para mantenerse con vida— sin detenerse en el drama ético y moral que había detrás.

En 1993 se filmó Viven, versión norteamericana en modo Hollywood, que contó con la asesoría de Nando Parrado, uno de los que tuvo un papel central en el desenlace final. Esta versión optó por contar la infortunada experiencia como si fuera una aventura corriente. Dejó la impresión de que la salvación se logró gracias al heroísmo individual de Canessa y Parrado quienes caminaron 38 kilómetros durante diez días por esa majestuosa e inclemente cordillera hasta encontrar un campesino chileno. 

Apalancados en la película, algunos de los que salieron con vida del accidente se dedicaron a contar por todo el mundo su historia en seminarios y talleres de formación de dirigentes y de coaching para el desarrollo de equipos. Casi siempre se titulaban Liderazgo en tiempos de crisis. En forma legítima difundieron su experiencia para compartir lo que aprendieron en aquellas circunstancias y que podría ser útil en el campo organizacional.

A decir verdad, eran poderosas las lecciones que extraían de su experiencia. Un líder es aquel que asume riesgos, convoca a los demás, no titubea en momentos difíciles, siempre tiene la mejor solución, levanta el ánimo de sus seguidores y tiene claros el propósito y el camino para alcanzarlo. Muy en la onda de la concepción heroica del liderazgo típicamente norteamericana. Para superar momentos difíciles se requiere de alguien que tome las riendas y saque adelante al equipo. Por supuesto, tienen mucho sentido estos aprendizajes que transmitía la película y que testimoniaban los sobrevivientes. En encrucijadas complicadas anhelamos que aparezca una alma redentora que nos oriente. 

Pero había más en el fondo de este suceso.

En la imponente versión de 2023, La sociedad de la nieve, cambia la perspectiva para mirar este acontecimiento. Los hechos son los mismos: un equipo de jóvenes deportistas, la caída del avión en el corazón de Los Andes, la supervivencia de 16 de los 45 ocupantes, la cancelación de la búsqueda por parte de las autoridades, las avalanchas mortales, la ingesta antropófaga, las crisis de fe, los gestos de extremo altruismo, el dolor y el desánimo, el aprovechamiento de los recursos disponibles, las conversaciones trascendentes cuando la muerte acecha, la caminata final hacia un destino incierto. 

Sin embargo, el director escoge una alternativa más enriquecedora, basándose en el libro homónimo escrito por Pablo Pierce en 2008, en el cual cada protagonista tiene un capítulo para compartir su experiencia. Bayona, en vez de una interpretación heroico-individual, prefiere una donde todos y cada uno de los muchachos cumplió un rol determinante en esta odisea . Ya no se trata de un liderazgo individual sino colectivo y rotativo. Cada uno según sus capacidades (mejores piernas para caminar, conocimientos en medicina, menor o mayor religiosidad, más determinación, mejor sentido de orientación; hasta la entrega generosa de su vida para que otros vivan: «no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos») contribuye con la slavación del grupo. Muestra como en circunstancias tan extremas, contrario a lo que podría pensarse desde este siglo XXI desalmado, surgen las mejores expresiones de solidaridad y fraternidad para salvarse. Cada quien aporta sus fortalezas y compensa las debilidades de otros, en procura del bien común. 

Pero hay algo que trasciende más allá de las enseñanzas prosaicas ya comentadas. Desde el comienzo Numa, el narrador —uno de los fallecidos, que en un acierto creativo del director guía al espectador a lo largo de la historia, lo que le imprime un tono espiritual y reflexivo— reta al espectador a encontrarle un sentido a esta desgarradora experiencia. 

Solo por eso no es atrevido lanzar una impresión. Quizás, presenciar el florecimiento de un espíritu altruista en esta sociedad que se forma en la nieve, sea una invitación a abandonar el precepto «sálvese el que pueda» que predomina en nuestras culturas y cambiarlo por «salvémonos juntos», como única forma posible de enfrentar las amenazas que avanzan sobre la humanidad. Somos —como bellamente dice Irene Vallejo— el destino de los demás. 

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