«La fiesta del chivo» es una novela realista de Vargas Llosa que cuenta la historia de Rafael Trujillo, el grotesco dictador de Santo Domingo, apodado El Chivo. Tan todopoderoso era que ordenó colocar un cartel en todas las iglesias que decía: «Dios en el cielo, Trujillo en la Tierra». Por su parte, el dictador de la novela «El otoño del patriarca», de García Márquez, inspirado en todos los de su especie en América Latina, cuando pregunta qué hora es le responden la que usted quiera. A estos extremos pueden llegar algunos cuando se convierten por cualquier razón en poderosos.
Nunca se puede estar completamente seguro de los efectos colaterales que el poder suscita en una persona. Porque la imaginación más desatada es incapaz de anticipar lo que haría en esa situación: o desnudar el verdadero «yo» que tiene agazapado en su alma o transformarlo en otro que ni su propia madre podría reconocer. Abraham Lincoln decía que «Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder».
La Universidad de Stanford llevó a cabo en 1971 un controvertido experimento social. Su propósito consistía en estudiar los cambios que el contexto produce en el comportamiento. Para ello recrearon una cárcel en el propio campus universitario y reclutaron 24 estudiantes después de someterlos a pruebas físicas y psicológicas. Aleatoriamente les asignaron los roles de guardianes y reclusos. Cuando habían transcurrido solo 24 horas los guardias comenzaron a abusar psicológicamente de los presos, quienes a su vez se volvieron sumisos. La sola asignación de dichos roles provocó estos comportamientos. Al sexto día el experimento se suspendió pese a que estaba previsto que durara dos semanas. La conclusión del estudio fue que el poder puede cambiar el carácter de una persona o mostrar lo peor del mismo.
Otros experimentos de la psicología social han probado que ciertos individuos investidos de poder modifican sus valores y prioridades. Escogen la mejor tajada de una torta y el lugar más alto en una escalera; transgreden con más frecuencia las reglas del tránsito. Imponen símbolos que evidencien su posición dominante: una silla más alta, un saludo o venia especial de los demás, un título, una alfombra roja, un séquito de edecanes, aduladores, consejeros y escoltas; magnifican sus pequeños logros hasta considerarlos hitos históricos sin antecedentes.
El tema en cuestión alcanza cimas impensables. La vivencia de un rol de poder genera en la persona cambios cognitivos. Acolitado por su corte, el poderoso empieza a percibir una realidad alternativa, que solo está en su imaginación. Ve un océano azul donde los demás ven un lago extinguido. Ocurre lo que su delirio de soberbia determina que ha ocurrido, y que considera que legitima y afianza su posición. Incluso pierde capacidad para ponerse en los zapatos de otros y entender sus posiciones y emociones. Para algunos especialistas en el tema, el acceso al poder puede causar lesiones equiparables a un traumatismo craneal.
En Colombia no hemos sido ajenos a este tipo de fenómenos. Guardando las proporciones, pueden observarse efectos similares a los descritos en sujetos como Uribe, Santos, Duque y, por supuesto, Petro. Todos estos personajes han sido poseídos en diferentes momentos e intensidad variable por el narcisismo.
De Uribe se puede decir que acumuló tanto poder que logró convencernos de que sin él no había futuro y logró una reforma constitucional que permitió su reelección, para lo que no dudó en usar las estrategias más vergonzosas e ilegales. No obstante, su popularidad aumentó vertiginosamente. Santos se sintió tan poderoso que osó contradecir a Uribe y dio un vuelco total a la estrategia de paz, que le trajo su ansiado reconocimiento del Premio Nobel.
Duque es un caso deplorable. Muestra todos los síntomas malignos de la enfermedad del poder y la gloria. Venido de una trayectoria profesional anodina, de súbito llegó a la Presidencia en hombros de Uribe. Se convirtió paulatinamente en objeto de estudio para la psicología política. Sobresalen en él los efectos anotados al principio: el acceso al poder sacó a flote su carácter presumido y taimado hasta transformarlo en un desconocido, incluso para su protector; y padeció el traumatismo de sus habilidades sociales y cognitivas. Un par de evidencias. La aparición en televisión durante 200 días continuos en la pandemia, en donde oficiaba de animador, entrevistador y entrevistado, y gestor de todo lo bueno que estuviera ocurriendo. (Nunca se sabrá si esta sobredosis fue uno de los muchos detonantes del gran estallido social de 2021). Otra: el discurso de instalación del nuevo Congreso el 20 de julio. Hasta el despistado Rodolfo Hernández manifestó que parecía estar hablando de Suiza o Dinamarca. Muchos coincidieron en la sospecha sobre el «trauma craneal» del presidente, típico de los poderosos confinados en sus palacios. El poder y la gloria hicieron trizas el alma de Duque.
Vamos a la figura del momento: Petro. Hasta ahora lo que sabemos de cómo lo afectan el poder y el anhelo de gloria lo conocimos durante su alcaldía y la reciente campaña. Cuando fue destituido, convocó durante varias semanas a simpatizantes en la Plaza de Bolívar. Pero su discurso no lo pronunciaba para esos ciudadanos solidarios que soportaban frío y lluvia. No. Sus destinatarios —lo recalcaba— eran América y el Mundo; nada de discursos pueblerinos. Y en su campaña el tono fue similar. Quiere movilizar a la humanidad para terminar la era de los combustibles fósiles y detener el calentamiento global. No importa que en el camino devaste las finanzas públicas. Sus ímpetus de grandeza no caben en la geografía nacional. Malos presagios ahora que por fin llegó al poder con esa incontrolable necesidad de gloria. Confiemos en que no le ocurra lo mismo que a Duque: luz en la calle (en el campo internacional), oscuridad en la casa (en el campo nacional).
Parece, pues, que algunas mutaciones de chivos pelechan por estas tierras.