Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Una buena crisis

Todo parece indicar que la pandemia produjo una nueva división entre la gente. Los que creen que nada volverá a ser igual, los que creen que todo volverá a ser como antes, y los que no saben qué pasará. Lo grave es que a veces estas tres reacciones se dan intermitentemente en una misma persona. Hay días buenos, grises y otros francamente apocalípticos. En cada estado las personas se aferran a alguna señal de esperanza y emprenden acciones heroicas para aguantar el temporal. Sin embargo, es llamativo notar que por alguna razón —quizás de simple sobrevivencia—, se imponen reacciones emocionales similares.

Primero, están cegados por un optimismo casi delirante a juzgar por los vaticinios que se están haciendo acerca de cómo será el “nuevo normal”, espantoso nombre que ha tomado el futuro. Lo otro, es la obstinación en conservar las viejas costumbres, valores y creencias. Y por último, creen firmemente en el proverbio chino que sentencia que en toda crisis hay una oportunidad. (A esto último han contribuido, sin duda, las peroratas bienintencionadas de los funcionarios públicos y los motivadores profesionales que han vuelto frase de cajón un venerable proverbio).

Revisemos la situación.

El océano azul post pandemia que nos están pintando los pensadores ofrece un panorama ensoñador. Dicen: la pandemia es anticapitalista, adiós sistemas de salud privatizados (R. Solnit). Se rediseñarán los hogares y la conformación de parejas de tal forma que se hagan soportables los futuros confinamientos (E. Illouz). Construiremos las ciudades de 15 minutos: cerca el trabajo, el colegio, el supermercado, el cine (R. Sennet). Se impondrá la ropa informal, fuera tacones y maquillaje (V. Steele). Se extenderá la devoción por la Virgen de Chiquinquirá (I. Duque). Se masificará el trabajo flexible (firmas de consultoría). Lo deseable dejará el sitio a lo esencial, lo necesario y lo vital (S. Lessenich). Ha sido un tiempo de penitencia y arrepentimientos (sacerdotes). Aflorará un nuevo Contrato Social (C. Caballero). Y los vaticinios continúan…

Mejor no meter las manos al fuego por ninguno de estos suculentos pronósticos. Caminamos a ciegas. El virus es el que manda. Adicionalmente hay una razón más contundente que invita a la contención y es un punto de encuentro de todos: somos, en esencia, los mismos con las mismas. Basta con observar en la televisión a la gente de los países que han reabierto para verificar que su comportamiento no ha evolucionado significativamente: fuera del uso de tapabocas, la distancia social, el lavado de manos, fiestas clandestinas, poco más. Ni qué decir de los desmadres de aquí por una rebaja del IVA. Pese a las sobredosis de pedagogía, sanciones y vigilancia. Primero muertos que soltar la «vieja normalidad». Se deduce que estas prácticas, útiles para mitigar el contagio, son insuficientes para desmantelar la sociedad de consumo y consolidar la cuarta revolución industrial como algunos pregonan.

La buena intención de convertir la crisis en una oportunidad se choca con una pared: la fórmula no fue desarrollada por los chinos del proverbio ni la explican los funcionarios y los motivadores. Porque no es precisamente el producto de un acto de magia ni de pensar positivo. Para que la pandemia sea una real oportunidad de transformación se requieren más que frases de cajón, decretos de emergencia y la aplicación compulsiva de gel.

Los sicoterapeutas sostienen que en la superación de una crisis se pasa por dos fases ineludibles. La toma de conciencia y la aceptación de la responsabilidad personal. En lo primero ya estamos: después de cuatro meses de confinamiento, tal vez sin empleo, o trabajando desde casa, sin poder ir a un restaurante o al colegio, de tapabocas y gel impajaritables, sin que nos besuqueen a diestra y siniestra como buenos colombianos, es poco probable que alguien no se haya percatado de que algo grave está pasando. ¡Cuántos planes fueron aplazados, cuántas vidas se han perdido! Pero no es suficiente: el mundo está y estará lleno de tipos indeseables que son conscientes de serlo y no cambian. Hay que ir más allá.

Para llegar a la segunda fase, la responsabilidad personal para emprender cambios integrales, se interpone un campo minado de dudas. Esta es una conmoción global y sistémica de la cual no nos queda claro que seamos responsables y que posiblemente la humanidad será capaz de controlar. ¿O llegó para quedarse? ¿Recuperaremos nuestras vidas? ¿No será acaso prematuro introducir cambios definitivos sin estar seguros de que en un tiempo el peligro haya sido superado?

Dependiendo de la respuesta individual, esta etapa implica la revisión de lo que nos constituye: desde los pequeños hábitos (los saludos, la búsqueda de pareja, el estilo de trabajo), nuestra forma de abordar la vida (transporte, consumo, agite o contemplación), creencias y valores, prioridades (familia, dinero, viajes), sentido de la vida, y hasta quizás una nueva identidad como individuos y ciudadanos. Alfonso López Michelsen (1913-2007), un líder político de los que ya no vienen, dijo alguna vez: no hacemos lo que somos sino que somos lo que hacemos. Nada pasará si no hacemos algo. Esa es la varita mágica del cambio.

Aprovechando el empujón del virus y convirtiendo estas buenas intenciones en fuerzas sociales, culturales y políticas disruptivas, podrían cumplirse los maravillosos vaticinios que anotábamos.

¡Quién iba a sospechar que el COVID-19 era un agente no solo patógeno sino además subversivo!

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