Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

La última milla de Duque

Difícil tarea analizar con cabeza fría la actual situación. Sentimientos encontrados entorpecen la mirada. Lo máximo a que puede aspirarse es a poner algunas piezas del rompecabezas. Y tal vez no casan divinamente; solo son conjeturas.

Para bien del país, creo en apostarle a que el gobierno mejore en su última milla. (Me refiero a la etapa final de su periodo. Cerrar bien lo que pudo haber comenzado bien o mal, ya no importa). Esta crisis ofrece al presidente una oportunidad de aprendizaje y resolución si dirige con más pragmatismo que ideología. He aquí un ejercicio de retroalimentación no solicitada.

Empiezo anotando los nocivos acercamientos a los hechos por parte de los protagonistas centrales. El gobierno solo ve terroristas; los manifestantes solo ven policías desenfrenados; los medios de comunicación, muertos y abusos policiales. Eso empaña el juicio y la imaginación de salidas.

Indudablemente el gobierno hizo una deficiente interpretación del momento. Subestimó las advertencias (de gremios, centros de pensamiento, sindicatos, partidos) que señalaban que era el peor momento para presentar un audaz proyecto de reforma tributaria. El palo no está para cucharas. Este desconocimiento es desconcertante sabiendo que el programa diario de televisión es mantenido por el presidente con el argumento de que es su forma de estar en contacto directo con el país. Pues bien, no le permitió tomar el pulso de la gente ni desplegar una efectiva pedagogía de la reforma. Fue una lamentable estrategia de comunicación. Quizá porque es de una sola vía: del gobierno hacia afuera, no encaminada a escuchar sino a informar, es una puesta en escena de un coro de alabanzas mutuas entre funcionarios. Primera gran lección: a cambiar la forma de conexión con el país. A cerrar la boca, afinar el oído y abrir el corazón.

Tampoco es afortunado ver al contradictor como enemigo, y abstenerse de cualquier gesto de reconocimiento de su estatus. Esta administración se ha negado a reunirse con estudiantes, indígenas y comités de paro. Ha tratado de ahogar su voz en conversaciones nacionales —multitudinarias, dilatadas y complejísimas—. El costo de tal actitud es enorme: La Minga no olvida que nunca fue recibida por el presidente; y ahora hay mucha desconfianza con la efectividad del nuevo diálogo nacional. El no-reconocimiento del antagonista es la negación de su identidad y existencia. Y es un gesto que lastima al otro. Estratégicamente es equivocado insistir en este ninguneo: en sus alocuciones de estos días el presidente evita hacer referencia al paro y a sus promotores; solo habla de terroristas; y en la agenda de reuniones, el comité de paro no fue el primero. Como si no hubiera prisa. Otra cosa para aprender: se deben reconocer los contradictores y conversar con ellos. 

Asociada con lo anterior está la liturgia de que quienes protestan hacen parte de una conspiración internacional o de bandas criminales. Es posible que haya algo de cierto pero faltan piezas. Hay angustias no rastreadas por el gobierno. Una profunda inconformidad social que la reforma tributaria detonó. Y esto envenena el diálogo social. Conviene superar la paranoia sin dejar de estar alertas.

Por el lado de los manifestantes debe aceptarse la justicia de su inconformidad. Pobreza y desempleo históricos agudizados con la pandemia. Paradójicamente, la intención de la reforma fiscal era beneficiarlos. En teoría, apuntaba a una gran transferencia de recursos de la clase media-media y media-alta a los más pobres; eso sí, sin tocar a los más ricos y a las empresas. Y  quienes salieron a oponerse fueron los beneficiarios. Nadie entendió. Sin duda, las habilidades pedagógicas y persuasivas del presidente requieren revisión hacia el futuro. 

No obstante lo dicho, resalta el desdén de los líderes del paro con dos furias que indirectamente desencadenaron: los contagios y la aparición de vándalos de todo tipo. Es como si no tuvieran que ver con sus decisiones. Del covid, todo está dicho. De lo segundo, hemos asistido a este inusitado desmadre. Es una destrucción a gran escala, bien coordinada, que ha generado sentimientos de rabia y miedo en muchos ciudadanos, y ahora piden mano dura contra sus autores y por ahí mismo contra los que protestan pacíficamente, a quienes consideran cómplices. Comprensibles pero peligrosas tales reacciones. Sin dejar de ver en los desmanes una expresión de resentimiento social acumulado, no hay que caer en la ingenuidad de creer que eso es todo. Detrás hay también mafias, disidentes, pandillas, infiltrados, a los que se suman redes criminales de saqueadores fuera del control de los dirigentes del paro.

Por otra parte, a mi juicio, el papel de los medios de comunicación ha sido desafortunado. Han afectado las protestas al destacar los actos vandálicos por encima de sus motivaciones; además, porque han contribuido con la deslegitimación de la policía, sin ninguna consideración. No pueden negarse sus abusos, pero han descalificado por igual todas sus intervenciones, incluso aquellas contra grupos conformados no precisamente por ángeles inermes.

Para cerrar esta reflexión en caliente quiero plantear el desacierto de la expresión presidencial «los buenos somos más», dirigida a desacreditar a manifestantes y vándalos. La creación de esta nueva tribu de los buenos es bastante cuestionable. ¿Son malos, entonces, quienes reclaman y se alteran? Acaso no hay amables vecinos, cultos y decentes, que al pisar un estadio se transforman en hinchas furibundos y peligrosos? La maldad es situacional. Los ambientes de marginación y exclusión incuban emociones tristes, y más los recargados de ira y adrenalina como una movilización de protesta. No nos apresuremos a auto proclamarnos como los buenos. Ya tenemos suficientes divisiones. La vida da muchas vueltas y en una de ellas sale a flote nuestra propia maldad. Otro aprendizaje útil para la última milla.

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