En este siglo digital, un sitio sin conexión a internet es tan exótico como uno sin agua y sin electricidad. Pocos padres les plantearían a sus hijos adolescentes pasar unas vacaciones en semejante asteroide.
Esto a propósito del documental El dilema social de las redes, en Netflix, que revela el poder ejercido por las redes sociales sobre la sicología, la economía y la política.
Recordemos que Facebook tiene 2.400 millones de fieles usuarios, YouTube 2.000, WhatsApp 1.600, Instagram 1.000 y Twitter 400. (Estiman en 300 millones el número de adictos a las drogas). Somos un planeta de adictos.
De acuerdo con los entrevistados, las universidades de élite de Estados Unidos imparten doctorados dedicados al estudio de nuestras vulnerabilidades síquicas para desarrollar formas de crear adicción a estas plataformas. Para ello, auscultan las grietas de nuestro cerebro reptiliano y el oscuro encanto del circuito de la dopamina. Pues bien, sus alumnos son los futuros ingenieros de las empresas de tecnología. Es como si existiera una universidad que graduara traficantes en el oficio de crear drogadictos.
Aquellos ingenieros diseñan aplicaciones y funcionalidades que buscan producir en el usuario el hábito de la conexión permanente, que emita y reciba likes (“me gusta”) sin descanso, y los requiera como el oxígeno, se contagie del síndrome «no-quiero-perderme-de-nada», que una cosa lo lleve a la otra y así hasta el insomnio. Y finalmente la cereza del pastel: que encuentre en las redes la (engañosa) satisfacción de dos necesidades humanas que responden a mandatos biológicos: el anhelo del reconocimiento y el ímpetu de la socialización. Obtener la mirada de otros y estar en contacto con ellos. Quien no está en las redes sociales no es nadie; tuiteo, luego existo. El frenesí de la cultura de la exposición pública.
Asistimos, pues, a la explotación industrial de la condición humana. Ese es el combustible que le da energía al capitalismo de la vigilancia (alguien siempre nos está mirando) y a la economía de la atención (que siempre nos mires). Sus precursores van tras el rastro del dinero. Nos conducen a una trampa feliz y perfecta: un imperativo humano de reconocimiento y socialización, combinado con un sistema económico presto a darnos gusto.
El método es simple: por cada click de los millones de usuarios hay una máquina registradora cobrando dinero, como una especie de tragamonedas alimentada con nuestras entrañas. Cada acceso, congratulación, foto del gato y la abuela, insulto, lugar donde cenaste, tiempo dedicado a una imagen, cada experiencia… todo monetizado sin compasión. Estas corporaciones organizan y mercadean nuestros datos, nos despellejan para amonedarnos. Llegan a conocernos más que nosotros mismos. Amazon detecta el embarazo de una mujer antes que su marido y el laboratorio. Gracias a sus atentos algoritmos nota sus cambios en el acceso a las redes, las dudas que consulta, percibe su ansiedad y dicha. De inmediato es sitiada con ofertas irresistibles de artículos y servicios para una mujer en su estado. Los gigantes tecnológicos desentierran, incluso, los miedos y expectativas y son capaces de pronosticar, con una alta probabilidad de acierto, cuáles propuestas políticas nos conmoverían. Y todo lo venden a comerciantes y políticos. Por estas razones los almacenes nos mandan ofertas personalizadas y los políticos nos hacen emberracar y polarizar contra otros porque conocen nuestros pavores. Se valen de nuestras miserias y sueños. Están en capacidad de predecir y moldear nuestros comportamientos.
El negocio es redondo. Crean al adicto, le proveen la droga y luego lo exponen a productos que comprará, emociones que sentirá e ideas que seguirá.
Podríamos concluir que somos víctimas de un complot corporativo. Y es muy tentador porque en este mundo en el que buscamos con desesperación una identidad, la de ser víctimas de algo es de las más rentables en reconocimiento. De ahí los esfuerzos para regular estas redes. Censurar contenidos. Invocar el autocontrol. Exigir que no se metan en política ni en nuestras alcobas. Separar la verdad de la mentira. Todo ello es plausible y urgente; sin embargo, es limitado y arriesgado. A ningún gobierno se le puede otorgar el poder de vigilar la información que recibe un ciudadano: a Trump le enfada que destapen sus mentiras; a otro más cercano le molesta que se nombren masacres y mingas. ¿Quién y con qué criterios decide lo que conviene conocer?
Podríamos, no obstante, decantarnos por dos cosas. Asumir el control de nuestras vidas como adultos críticos. Sacudirnos de la infantilización. Desconectarnos a voluntad, no desnudarnos públicamente, intuir las boberías, apagar las notificaciones. En fin, tomar el mando de los aparatos y de sus redes; buscar otras formas de reconocimiento y socialización. Nada fácil pero posible. ¿Y los niños y adolescentes? Los mismos que han engendrado el monstruo anticiparon su defensa personal: prohiben a sus hijos el acceso a redes sociales y los matriculan en escuelas sin internet. Los de los demás que se frieguen.
Lo otro es que se grave a estas plataformas por cada interacción de un usuario y que a éste se le abone dinero a su cuenta por cada click que contribuya con las ganancias del negocio. Que todos ganemos: impuestos y dividendos.
Desconfío de la voluntad de autorregulación de estos emporios y del poder disuasivo de una ética del diseño tecnológico. Las redes sociales son máquinas que sus fundadores e inversionistas ya no pueden apagar. Menos utópico —aunque no estoy seguro—, es pasar de víctimas a individuos responsables y constituirnos en socios de un reformulado capitalismo de datos.