
El deseo es uno de los motores de la acción y la piedra de toque de los instintos: a través de este se configura el placer y la dicha, ya no como fuente de perversiones, sino como puerta abierta a la libertad. Nietszsche planteaba que el orden eclesiástico reprimía los instintos del ser humano dejándolo asido a los caprichos o deseos de los demás. En una mirada previa, podemos evidenciar que las religiones han sido, históricamente, represoras del deseo: el mantener un estado quieto de comportamientos y pensamientos requiere el mutismo de los instintos.
A pesar de que la filosofía ilustrada y racionalista pretendió la separación de las creencias u opiniones del conocimiento científico (en oposición a la doxa), el proceso de secularización no fue completo debido a la creación de Estados-Nación donde la influencia de la Iglesia era igualmente determinante. De tal suerte que, tanto ilustrados como instituciones religiosas, promovieron el ocultismo de las emociones y las reacciones humanas del deber ser del comportamiento humano. El positivismo científico (ideológico) y la moral cristiana establecieron parámetros de conducta en los que las pasiones no eran ni un saber seguro ni un buen consejero espiritual.
La moral es una restricción a la naturaleza humana. Pero no cualquier tipo de sistema normativo de conducta, sino aquel regido desde el virtuosismo cristiano. La religión se convierte, en este sentido, en un medio para la reproducción de relaciones de poder que han opacado los sentimientos, el deseo y la pasión de varias generaciones; tal como lo menciona Foucault en La verdad y las formas jurídicas, la fe se usa como instrumento de dominación. Nietszche plantea:
“En todas las épocas (la Iglesia) ha puesto el peso de la disciplina al servicio del exterminio (de la sensualidad, del orgullo, del deseo de dominar, de poseer y de vengarse). Mas atacar la pasión de raíz es atacar la raíz de la vida”.
Las traducciones que hace el cristianismo de lo que trata de ocultar son dicientes: si se habla de sensualidad esta tiene una nueva significación como el amor; si se formula la libertad, esta se configura en el libre albedrío. Ambas reconfiguraciones cargan con un intercambio del sentido inicial, destronando la parte más humana, sensible y natural de las personas: el amor cristiano no duda en mancillar los afectos ajenos a su doctrina moral y el libre albedrío es una falacia facultativa que está ceñida a los linderos del pecado.
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Tal vez un problema en el que se ha visto inmersa la represión del deseo es que no es universal; su pretensión es nada más que eso: un intento, un objetivo, más no una condición. En cambio, el instinto humano irracional sí es parte de la naturaleza, y su aceptación no solo puede generar libertad, sino también otra aproximación al conocimiento científico y a la comprensión del otro.
Una disciplina –o mejor un oficio, una vocación, una expresión– que puede exponer lo que significa la universalidad es la literatura. El canon de la literatura universal no tiene límite, y además de ambicioso, es un proyecto en veces difuso y distorsionable. ¿Qué se entiende por universal? ¿Cuáles son las características de un relato capaz de consagrarse imperecedero sin una restricción fronteriza?
En El buen soldado, Ford Madox Ford, construye una historia alrededor de un amante silente que, a pesar de sus infracciones a la fidelidad, se erige como un respetable militar que conserva su buena imagen en los límites formales de la tradición anglicana. Curiosamente, su cómplice más leal es su esposa, quien en virtud de asegurar su bienestar económico y su posición social, reprime un deseo en doble sentido: el de su inquietud por la infidelidad propia, y el de permitirse la iracundia de un divorcio escandaloso.
Conocemos a los esposos a través de otra pareja: el narrador de la historia y su mujer enferma del corazón, ambos católicos norteamericanos. Todos coinciden en Nauheim, ciudad alemana de tradición balsámica para los males del centro del cuerpo; los enfermos son Edward, el reputado soldado y Florence, la mujer del narrador. La dolencia afecta a tal punto a la muchacha que una pequeña exaltación podría desvanecerla en los brazos de la pasión como verdugo. No hay metáfora mejor lograda de la especulación y de lo que se hace para frenar el deseo, para contenerlo, dejando las verdaderas razones a un lado.
Más que las consecuencias de la pasión en el cuerpo, los personajes mantienen en secreto sus deseos y engaños debido a las costumbres religiosas y culturales. El matrimonio era una institución social inquebrantable que debía mantenerse atada a pesar de los deslices de la sensualidad. La represión del deseo se manifestaba como una forma de mantener el orden establecido, a pesar del respeto por el otro y de la libertad e incluso del amor. Los cotilleos y las posiciones sociales merecían mayor atención que la decisión y necesidad de amar a alguien diferente.
“La verdadera violencia del deseo, el fuego real de una pasión largamente sostenida, que consuma el alma de un hombre, es el deseo de identificarse con la mujer que ama. Desea ver con los mismos ojos, tocar con el mismo sentido del tacto, oír con los mismos oídos, anular su identidad, ser envuelto y protegido. Porque, dígase lo que se diga sobre las relaciones entre los sexos, no hay un hombre que ame a una mujer que no desee ir a ella para renovar su propio valor, para resolver sus propias dificultades. Y ése será el vero auténtico de su deseo. Todos tenemos miedo, estamos solos, necesitamos recibir del exterior nuestro derecho a existir”. El buen soldado. Página 130.
El narrador masculino puede evitar la unificación de los sexos, pero es una cuestión natural: tanto hombre como mujer existen en cuanto desean, en cuanto aceptan sus instintos. El contexto social de la novela hace recaer en el hombre la encrucijada entre deseo y religión, que no obstante se hace extensiva a la mujer que oculta o ignora los amoríos de su marido y que a su vez mantiene a raya sus ensoñaciones eróticas. Estar entre la espada y la pared, del amor y de las tradiciones es una cuestión que aqueja a Edward, el buen soldado, y a su esposa Leonora por igual.
A muchísimos kilómetros de distancia, viviendo un contexto socio-cultural propio de la colonización, la novela En diciembre llegaban las brisas, de la colombiana Marvel Moreno, nos muestra un tratamiento menos clásico en lo narrativo, pero similar en la idea que atraviesa el relato que se ubica en la Barranquilla de mediados del siglo XX. La narradora, que parece un alterego de la autora radicada en Francia, cuenta a modo de reminiscencias, las experiencias de la adolescencia de tres de sus amigas, las cuales son la forma de construir la costumbre, aristocracia y arribismo de los estratos barranquilleros de entonces.
Al igual que en El buen soldado, la fe es trascendental en los movimientos y decisiones que toman los personajes; enfrentados a la palestra pública de la élite, las jóvenes muchachas se ven sometidas al dominio machista, a la vergüenza sobre el sexo y a la virtud de las jovencitas “de bien”. La narradora da buena cuenta de que esas experiencias ajenas se convirtieron su propio desarraigo y en sus auténticos sufrimientos; como si a pesar de haber sido independiente en el pensamiento, quedara en la memoria el recordatorio de la represión de la libertad y de los improperios injustos contra sus amigas de juventud. Ellas, nobles y virtuosas, obedientes y apacibles, se mantenían en el canon que les ofrecía la tradición, pues cualquier otra cosa era censurada socialmente.
“(…) sabía por experiencia propia que cuando los blancos se ponían a amar rondaba en el aire la tragedia; incapaces como eran de aceptar las cosas más simples de la vida y tan dados a complicarlas con ideas completamente ajenas al súbito, mágico, efímero deseo de acostarse junto a alguien y reír y tocar y dejarse tocar hasta que el cuerpo se prendía como un fogón y la sangre estallaba en burbujas de alivio” En diciembre llegaban las brisas. Página 60.
“Durante el resto del tiempo las siete hermanas correteaban por los descuidados jardines entre los prados sin podar, o jugaban al tenis o a la pelota en un rincón donde los árboles frutales se habían secado desde hacía mucho tiempo. Pintaban acuarelas, bordaban, copiaban poemas en sus álbumes. Una vez a la semana asistían a misa, una vez a la semana iban al confesionario acompañadas por su vieja nodriza. Eran felices, debido a que nunca habían conocido otra vida.” El buen soldado. Página 152.
Esa otra existencia vedada, esa emancipación amainada es el punto central de los relatos; la atadura a la diferencia de clases, a los vestigios de la segregación racial, a la imposibilidad de autodeterminarse.
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La universalidad es una cualidad que se le atribuye a las grandes novelas, a aquellas capaces de seguir diciendo algo a pesar de los años; pero sobretodo, a las palabras e historias sin espacio fijo, sin temporalidad estática. Una narración es universal si logra abordar un fenómeno humano, un problema del espíritu o una alharaca discursiva, de manera creativa sin las limitaciones fronterizas. El tema del deseo es el mismo, por cuanto las personas se han visto largamente desprovistas de sus instintos en virtud de un credo o de una racionalidad insensible;
Más allá del contexto socio-cultural (que cada novela trata a su manera) las preguntas que se hacen son semejantes: ¿No sería mejor construir una sociedad con menos credos y mayor libertad para decidir y autodeterminarse? ¿Será que la anulación del deseo realmente produce paz y quietud en los instintos, o es más bien un aplazamiento, una bomba de tiempo? ¿Será justo que los hombres estén mejor posicionados en esas tradiciones eclesiásticas, para disponer de su buen nombre en desmedro de la dignidad de las mujeres?
Una novela no otorga al lector soluciones o respuestas categóricas, más bien lo conduce a través de múltiples preguntas. La universalidad de la obra también implica la relevancia global de las inquietudes; nos invitan a reflexionar sobre el estado de cosas de la represión del deseo en los estados, en la sociedad y en los círculos religiosos. Como sugeríamos al iniciar este texto, los instintos no desaparecen, simplemente se disfrazan: se crea un velo que opaca las consecuencias de las restricciones y convicciones ciegas en las tradiciones o costumbres. La literatura puede llevarnos a descubrir ese ocultamiento, a emancipar el pensamiento y a entender más profundamente la disyuntiva entre libertad y restricción.
“Al principio no había sido el verbo, decía su abuela, porque antes del verbo había habido la acción y antes de la acción el deseo”.
En diciembre llegaban las brisas.
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