Jorge Humberto Correa es un enamorado de los libros, de la salsa y de la aventura. Por casualidades de la vida, juntó sus tres pasiones en San José del Guaviare, a donde llegó por primera vez en 2010, invitado por el Ministerio de Cultura y el escritor Roberto Burgos Cantor, para dictar un taller sobre historia de la afrocolombianidad a niños y jóvenes de la región.

Dos años después sintió el llamado de la selva y aceptó la propuesta de monseñor Francisco Antonio Nieto para oficiar como Coordinador General de Educación Contratada. Así, pasó de los trancones bogotanos y la comodidad de un “colegio estrato 14” a navegar por los ríos Guaviare, Guayabero, Vaupés e Inírida para visitar las 50 sedes educativas a su cargo (cuatro de ellas indígenas), como parte del convenio entre la Gobernación y la Diócesis de San José del Guaviare. Eso significa “controlar que hasta el último centavo del contrato se invierta, que los profes estén bien pagos y a tiempo, que las escuelitas no se caigan, que los niños tengan materiales de estudio y que se le brinde formación al profesorado”.

Si bien todas las escuelas están ubicadas en los únicos cuatro municipios del departamento (Calamar, El Retorno, Miraflores y San José del Guaviare), son 55 mil kilómetros cuadrados de extensión (casi dos veces el tamaño de Bélgica), un territorio intrincado y de difícil acceso en épocas de lluvia, lo que ocurre buena parte del año. La travesía implica viajar en lancha a motor y hacer transbordo en canoa para atravesar los raudales, casi como hacer rafting. El más largo de estos viajes puede tomar cuatro días. Se come y se duerme a bordo. A las veredas más cercanas a San José se llega en motocicleta, a veces por caminos de trocha. En la ciudad él se desplaza en bicicleta.

“Para tener una idea de las enormes distancias, baste decir que si Cartagena está a mil kilómetros por tierra desde Bogotá, a Santacruz, la escuelita más alejada, se llega después de 910 kilómetros partiendo de San José”, me cuenta este licenciado en Filosofía, formado por jesuitas. El recorrido de ida y regreso, dice, requiere seis tambores de gasolina, cada tambor de 60 galones, es decir 360 galones, en una región donde el combustible es costoso: hasta $26 mil por galón.

El sacrificio de un viaje agotador encuentra su recompensa en los rostros de felicidad que lo reciben en cada vereda. A lo largo del año se reúne con 75 profesores, cinco rectores y, claro, los estudiantes. Entonces, el librero de la selva desembarca con su cantina plástica (timbo), que en lugar de leche llega repleta de libros donados, además de sus cosas personales. Quiere formar una comunidad de lectores entre los lugareños.

La escuelita Santacruz es la más alejada; ubicada en el resguardo Morichal Viejo tiene apenas doce alumnos y un profesor, los trece indígenas. Desde allí se emprende el regreso hacia San José, a través del río Inírida, para visitar las otras 11 escuelas del municipio de El Retorno, tras una travesía de 20 días.

En otro periplo, a través del río Vaupés, se llega al municipio de Miraflores, donde hay dos escuelas, Yavilla II y Bajo Tacunema, con 23 estudiantes, entre indígenas y colonos. “Toca llevar motosierra para abrirse paso, porque se corre el riesgo de quedar atascado en algún caño por los árboles caídos”, cuenta Humberto, un bugueño, de familia caldense y bogotano por adopción desde los cuatro años.

De tanto ir y venir, el paisaje amazónico lo embrujó. A sus cincuenta y pocos años, se siente como Mowgli, el niño del Libro de la Selva, fascinado con tanta belleza, allí donde las horas se cuentan en tiempo de calma y silencio, menos en invierno cuando caen rayos y centellas mientras se camina por entre la espesa vegetación, sin más enemigos que el jején y el comején, benignos ellos.   

Le brillan los ojos al describir este paraíso inacabable e inabarcable: la Ciudad de Piedra con sus formaciones rocosas y pozos naturales de extraordinaria belleza que hacen parte del llamado Escudo Guayanés, (las rocas más antiguas de Colombia, con 1.300 millones de años y 800 metros de altura); esculturas rupestres de hace siete mil años o el majestuoso río Guaviare, por cuyas aguas saltan alegres los bufeos, el delfín rosado.

También ha sido testigo del daño grave que causa  la deforestación para privilegiar la ganadería,  aparte de que el hombre sigue imponiendo sus propias leyes yendo detrás del dinero.  

“Eso lo ha permeado todo, hasta la educación. No se educa para ser mejor persona, mejor vecino, mejor padre o hijo, sino para tener plata, incluso para chicanear frente a los demás y mostrarse más fuerte, por decirlo en términos muy colombianos”.

El librero de la selva cree que los libros pueden ayudar a derrotar esa mentalidad. “La lectura cambia la interioridad de las personas. Es también una labor espiritual, y esa espiritualidad genera una relación distinta con el entorno, más amigable, ayuda a recuperar la confianza entre seres humanos”.

La explotación de recursos le ha hecho daño a estos territorios. Durante la Colonia vinieron por la quina, después por el caucho (finales del siglo XIX y principios del XX), continuaron con el tráfico de pieles de felinos y las plumas de garza, y después fue la bonanza cocalera (años 80), mermada por la sustitución de los cultivos ilícitos. Desde la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016, se vive un nuevo boom, el del ecoturismo, que, me dice Jorge Humberto, podría traer nuevas amenazas.  

La historia de Bambo-leo

El librero de la selva hace lo que puede con lo que tiene. Parte de su propia experiencia como lector. “Al principio, leía por mero divertimento para salirme de la realidad, pero luego entendí la lectura como la posibilidad de pensar la vida de una manera distinta”.

“Si la gente asume el gusto por la lectura, la sociedad y la cultura van a transformarse, poquito a poco, porque este es un trabajo que dura toda la vida”: Jorge Humberto Correa, librero colombiano.  

Ya instalado en San José, junto con su novia María Alejandra se les ocurrió otra locura: querían conseguir una canoa, llenarla de libros e irse selva adentro en busca de lectores. Tenían las ganas más no el dinero que implica semejante quijotada.  El sueño quedó en remojo pero surgió otra idea: En 2022, con otras personas hicieron la primera feria del libro, con la participación del Taller de Escritores de San José, una ciudad de unos 52 mil habitantes, con tan buen resultado, por la acogida entre jóvenes y adolescentes, que la repitieron el año siguiente. La edición 2024 se realizará del 11 al 14 de julio en homenaje al centenario de La Vorágine.

Sintieron, sin embargo, que una feria al año era insuficiente. En una noche de música y tragos volvieron a soñar despiertos y esta vez el sueño tuvo alas: la primera librería de la selva, “Bambo-leo”, que así figura en el primer directorio digital de librerías de Colombia, publicado por la Cámara Colombiana del Libro.

La cosa empezó así: Hernando Albán, un amigo cachaco, llegó en 1998 a San José y hace diez años transformó una casa deteriorada en un verdadero templo de la salsa; fue este salsómano consumado quien les cedió un rinconcito dentro del bar Melodías para crear la librería.

De sus bibliotecas personales, la pareja juntó los primeros 180 libros: desde literatura colombiana, incluidos los cuentos, crónicas y mitos en lengua indígena, pasando por la Literatura infantil (Ivar Da Coll, Irene Vasco, Antony Brown o Yolanda Reyes), hasta filosofía clásica griega y contemporánea.

La librería sigue creciendo y ya forma parte de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, ACLI.

Bambo-leo es un lugar sui generis por estar dentro de un bar de salsa que además tiene una panadería especializada en pan de masa madre.  A cada espacio lo identifica el color de las paredes; de ahí su doble lema: “Libros en su salsa” y “Libres en su salsa”.

“Al principio dudamos, por el riesgo que corren los libros al estar expuestos a la humedad y los hongos, incluso a los murciélagos que son visitantes asiduos, pero cuando vimos a los bailadores acercarse intrigados, sudorosos y con cerveza en mano, supimos que hacíamos lo correcto”.

Luego crearon las jornadas de lectura en voz alta, “Une tu voz a mi voz”, los días miércoles. Comenzaron leyendo Tokio Blues del japonés Haruki Murakami y este año le rinden tributo a José Eustasio Rivera. “Queremos que nativos y visitantes le pierdan el miedo a la lectura”.

Jorge Humberto lo tiene claro: hay que empezar por los niños, y por eso quieren ampliar la oferta de literatura infantil y juvenil. En sus propias palabras me cuenta lo que dijo David Perkins, profesor de Harvard, en el ensayo La Escuela Inteligente: “Si un niño desde su temprana infancia no ve a sus adultos cercanos leyendo, así sea el periódico, una revista o las instrucciones de cómo funciona una guadaña, jamás entenderá la utilidad de la lectura”.

La librería existe gracias a que cada uno tiene su propio trabajo. Mientras él, un educador con 25 años en el oficio, sale al encuentro de un mundo indómito, ella –una cucuteña radicada en Villavicencio- trabaja como psicopedagoga en asuntos sociales ligados al conflicto armado. “Nosotros –dice él- le aportamos a la librería con la ilusión de que a la vuelta de uno o dos años sea auto-sostenible. Es decir, que los libros se vendan y nos den para conseguir más, y poder más adelante formar a un par de muchachos como libreros”.

En el corazón de este librero late la ilusión del primer día: la de irse jungla adentro con su compañera de vida en busca de lectores para que el hábito de leer sea la nueva ley de la selva que guíe el espíritu de los hombres.

Quienes deseen donar libros, puede escribir a [email protected]

Fotografía: Cortesía Sebastián Arias.  

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