
Ahí está la profesora. Las malas lenguas decían que su costumbre de llevar una pequeña flor de cañagria en el cabello era algo subversivo; sin importarnos lo que esto pueda inspirar quisimos que también la llevara en su velorio, para recordarla contenta, tal como aparecía sonriendo todas las mañanas. No quisimos quitarle los zapatos que usó desde que la vimos por primera vez, unos zapatos de tela azul que parecían acompañarla inclusive al dormir. Las personas que se hacen querer suelen no quitarse los zapatos jamás. Se comprometen con algo y con algo se mueren. Con los zapatos de siempre los matan. Contra toda estadística saben matar a las personas que usan zapatos azules. Es un método simple: nadie en la comunidad sería capaz de faltar al velorio de esta clase de personas; viven en la escuela, un lugar estratégico para echarse un discurso de presentación. Por lo general, tienen una jaula con dos turpiales al lado izquierdo de la ventana de su dormitorio que da a los cafetales. La profe. Matarla. Esperar el tiempo suficiente para que todos estemos reunidos, como ahora, imaginando cómo la habrán metido a ella y a sus ideas en un ataúd tan pequeño, y decir: qué pesar, señoras y señores, sean ustedes bienvenidos, no tuvimos otra opción, permítanos un momento. Reclamen una aguja capotera a la salida. Lo que vamos a decir no tardará.
Uno se pregunta quiénes son estos señores armados y por qué se persignan tanto al hablar, por qué prometen pavimento en los cafetales. Parecieran militares si no tuvieran cara de taladores de árboles, o al menos de peritos en la aserradura.
Alguien dice ¡carajo! Para mí que estos señores mataron a la profe solamente para reunirnos en la escuela, donde no quedaría nadie sin recibir sus amenazas. Nos van a comenzar a matar a los hijos porque son ladrones, una cosa inimaginable. Se van a venir a comer a los marranos y a molestar a las muchachas más bonitas bajo el palo de limón. Y otro agrega: usted es muy ingenuo, estos señores apenas quieren, con buenas intenciones, reemplazar al café –cuyo precio es una cosa muy vergonzosa– por nogales y cedros que aserrar, un negocio que si miramos bien nos conviene a todos o para qué son pues esas sierras que trajeron. Y el más inteligente señala, ninguno tiene la razón, estos señores son tan transparentes como el gobierno de Belisario Betancourt, alma sin pecado concebida; ante lo que el más torpe objeta que hay que desconfiar de ellos porque no hacen más que persignarse y supongo que Dios debe estar mamado de que le digamos que el Cielo puede ser lo que se nos antoje, quedando al descubierto su farsa. Un día de estos va a pedir asilo político en otro universo y, ¡qué mierda!, que la muerte me deje de patear, de una vez por todas, al perro: no me crea tan pendejo, pobre animalito, que se nos salga del rancho.
Se nos va a caer el bahareque, se nos va a ver de afuera la cama haciendo de cocina y de armario y de rincón para hacer el amor a pesar de todo, porque hacer el amor no debe faltar en una casa que se está cayendo porque se le metió la muerte y, lo más obsceno, qué vamos a hacer cuando se sepa que las gallinas están durmiendo con el niño, le van a pegar el frío de la tierra y él les va a contagiar su llanto de modo que nadie podrá comérselas y hasta el río las va a escupir.
Ahí está la profesora. Debió hacernos caso cuando le dijimos que ella no estaba exenta de morir al levantarse, con un puñado de arroz, a saludar a los turpiales. Fue muy terca para creer que una bala no podría matarla aun si le rompiera la frente endureciéndole el cerebro. Como si una persona con pies vestidos de azul no pudiera ser asesinada en una mañana de sábado, el día más hermoso del mundo. ¿Cuándo se ha visto?
Quisiéramos –para qué negarlo– calzarnos sus zapatos, pero coincidimos en que nos será de mayor ayuda que cada uno se ponga los suyos y muera con ellos, y empiece a incitarle los perros a la lluvia, y vaya hasta los barrancos a arriarle la madre a la tristeza y la nostalgia a los recolectores hacia otras montañas. Los recolectores tristes no cantan. Se nos perdió la cuenta del tiempo que lleva el cafetal en silencio. Necesitan otras montañas. Todos necesitamos otras montañas, pues todos somos recolectores. Se nos perdió la cuenta del tiempo que llevamos sin despertar porque no hemos dormido. Eso de que nos vayan a matar a los hijos, además el olor de sexo mezclado con azahar y hortensias más los chillidos que vienen del patio no dejan dormir a nadie.
El mundo tiene un tubo roto en la mitad de la cabeza. Si al menos la muerte y la lluvia atacaran por separado… Tal vez lo mejor será ponernos de una vez por todas la ropa que nos gustaría llevar cuando muriéramos, celebrar el fin de las angustias que no llegará nunca; hacer el amor como si se trata de la última vez, uno no sabe; decirle a las muchachas –ya perdió el sentido esperar– vayan y acuéstense con quienes quieran antes de que vengan a molestar a las que faltan bajo el palo de limón. No habrá futuro: no habrá un matrimonio al que llegar vírgenes, ni una virginidad que llevar al matrimonio. Ni siquiera va a haber una muerte. Habrá algo oscuro, chapaleando en el mundo que tiene un hueco en la mitad de la cabeza, por donde se entra un agua triste que nos inunda.
Tal vez lo mejor será guardar en la mochila un puñado de tostadura con que hacerse un café en el camino, un bulto de maíz porque un desayuno sin arepas, cuando uno se está muriendo, es una cosa muy deprimente, y salir hacia ninguna parte, donde sin lugar a dudas no debe estar lloviendo ni han venido unos señores a aserrar, que a juzgar por sus uniformes pueden ser militares. Ni está la muy pendenciera de la muerte pisoteándonos el jardín y pateándonos al perrito, maldita sea, cuando sabemos que no le ha hecho nada; ni amanecemos aburriendo a Dios con tanta quejadera y, ¿por qué no?, haciéndole pensar en dejar de trabajar para el gobierno y buscar una vejez honesta. Ni tenemos patas de piedra arácnida en nuestras manos, ni en las espaldas desnudas de las mujeres, revolviéndose todavía por efecto del veneno, reclamando su cuerpo macheteado. Ni hay carne de gallina que tendríamos que comer aunque supiera a llanto de niño, ni mucho menos, claro está, una mujer muerta con una flor de cañagria en el cabello y unos zapatos sin ninguna salpicadura de la maldita esperanza.