Uno de los poetas más singulares de la historia occidental
Si fuéramos a hablar de un poeta sorprendente, sin duda sería de Oscar Wladislas de Lubicz Milosz (1877-1939). Fue lituano por elección y porque así lo quisieron los azares de la guerra; francés, porque al país de su amado Baudelaire lo llevaron los caminos, o a la manera de Cioran, quien creía que «una patria es una lengua y nada más». Políglota, viajero como Ashaverus, a cuya mustia estirpe pertenecía. Aristócrata sin fortuna, esotérico y al mismo tiempo místico. Cristiano ortodoxo y vidente. Reverencial y solitario: los últimos días de su vida los pasó en un Fontainebleau rural, en un castillo, rodeado de pájaros, tantos, que terminó pareciéndose a ellos. Sin servidumbre, sin amigos, en un aislamiento voluntario comparado con el de pocos, tal vez sí con el de su compañero espiritual: Robert Walser.
A la edad de 62 años lo empezó a aquejar un cáncer terrible, pero se lo llevó de este mundo un ataque al corazón. La obra que dejó fue soberbia: ensayos históricos, estudios místicos y una confección poética de alta factura que, por estar al margen de las vanguardias y de las pseudorevoluciones de su época, no fue tenida en cuenta en antologías y estudios. Por fortuna, sus palabras trascendieron y se encuentran por fuera de todo parangón. Sus poemas hablan de la infancia recuperada, de la música del sueño, de los queridos muertos que nos sobreviven. A continuación, una pequeña muestra.
Los muertos están ebrios…
Los muertos están ebrios de lluvia antigua y sucia
allá en el cementerio extraño de Lofoten.
El reloj del deshielo tabletea lejano
entre los ataúdes sórdidos de Lofoten.
Y gracias a las fosas que el entretiempo ahueca,
con fría carne humana los cuervos se han cebado,
y gracias al delgado viento con voz de niño,
dulce para los muertos es el sueño de Lofoten.
Ya no veré jamás, jamás sin duda,
ni la mar ni las tumbas de Lofoten,
y sin embargo hay algo en mí que me hace amar
ese rincón extremo y toda su congoja.
Suicidas, alejados y desaparecidos
del cementerio extraño de Lofoten
—¡qué raro y dulce suena su nombre en mi oído!—
decidme si es verdad que allí, que allí dormís.
Bien podrías contarme cosas más ocurrentes,
clarete que rebasas en mi copa de plata;
historias más amables o menos alocadas
y dejarme tranquilo con tu eterno Lofoten.
Que está haciendo buen tiempo y suave se desliza
en el hogar la voz del mes más melancólico.
¡Ah, los muertos, los muertos, aun los de Lofoten,
los muertos, en el fondo, lo están menos que yo!
En un país de infancia…
En un país de infancia vuelta a encontrar, llorando,
En una ciudad de latidos de corazones muertos,
(Arrullador estrépito de vuelos que comienzan
De aleteos de los pájaros de la muerte,
Chapotear de alas negras en el agua de muerte).
En un pasado fuera del tiempo, enfermo de encanto,
Los queridos ojos de luto del amor arden aún
Con suave fuego de mineral rojizo, con triste encanto;
En un país de infancia vuelta a encontrar, llorando…
—Pero sobre el vacío de todo llueve el día.
¿Por qué, por qué me sonreíste en la luz vieja
Y por qué y cómo me reconociste,
Extraña joven de arcangélicos párpados,
De risueños, azulados, suspirantes párpados,
Hiedra de noche de estío en la luna de las piedras;
Y por qué y cómo, sin haber conocido nunca
Ni mi cara, ni mi duelo, ni la miseria
De los días, me reconociste tan repentinamente
Tibia, musical, brumosa, pálida, querible,
Por quien morir en la noche grande de tus párpados?
—Pero sobre el vacío de todo llueve el día.
¿Qué palabras, qué músicas terriblemente viejas
Con tu presencia irreal tiemblan en mí,
Paloma obscura de los días lejos, tibia, bella,
Qué ecos de músicas en el sueño?
¿Debajo de qué frondas de soledad muy vieja,
En qué silencio, en qué melodía, en qué
Voz de niño enfermo volver a hallarte, oh bella,
Oh casta, oh música oída en sueños?
—Pero sobre el vacío de todo llueve el día.
La extranjera
Yo nada sé de tu pasado. Has debido soñarlo.
—Sí, has debido soñarlo, de seguro.
Solo vislumbro tu rostro en la irisación grisácea de la lluvia.
Noviembre sepulta el paisaje. Y mi vida.
Nada sé y nada quiero saber de tu pasado.
Tus ojos me hablan de brumosas ciudades últimas que no he de ver jamás
y cuyos nombres jamás oiré en tu voz.
Noviembre cae sobre mi alma. Y también sobre la llanura.
Yo te veo, oh desconocida, a través de un tiempo
Otro.
Son cosas, desde hace mucho muertas
—¡irremediablemente muertas!
músicas sofocadas, ajadas lujurias.
Podría asegurar que noviembre aguarda tras la puerta.
Veo además vivir en tu pecho aquello que tu corazón olvida.
Lejos, muy lejos de aquí está tu alma. Tu alma extranjera
es una noche de bruma,
de bruma y de llovizna sucia sobre los arrabales,
donde la vida tiene el color frío de la tierra,
donde hay hombres que morirán sin haber
conocido el amor.
Tú ya me has encontrado en otro tiempo,
¿recuerdas?
Sí, en un tiempo Otro, tristemente Otro,
en el país de los viejos libros y de las músicas antiguas,
en el azul crepúsculo de una mansión tranquila
con ventanas letárgicas.
El fantasma de los vocablos que ya no recuerdas
o que quizá no pronunciaste
da a tu distante presencia un sentido demasiado singular.
Yo descifro en el libro de tu silencio
tu historia muerta para siempre, aún para ti.
Mi desvaída razón es sólo un anhelo de lucidez,
un día de sol antiguo
sobre el sendero donde tu dicha se encontró con tu dolor.
Quizá todo esto no ha ocurrido jamás,
pero si yo te lo afirmase, tú te morirías de espanto.
Es cosa triste como día de invierno en los suburbios
donde transita la muerte de la ciudad,
como enfermedad y desconsuelo en una casa de prostitución,
como un ruido de pasos en una morada extraña,
como el vocablo “antaño” cuando cae la sombra sobre el mar.
Nada quiero saber de tu pasado. Veo extinguirse el día,
el último día sobre tu rostro, sobre tus manos.
Déjame ignorar dulcemente los senderos
donde supo el azar conducirte hasta mí.
Encuentro otra vez en tus ojos realidades de sueños,
de sueños soñados en un ya viejo tiempo
y visiones abiertas al sol de la vida.
En la penumbra envenenada de la lluvia
diríase que una eternidad concluye.
Yo reconozco en ti a seres misteriosos,
a viajeros con rumbo secreto
encontrados otrora en la bruma de las estaciones
donde todos los ruidos adquieren inflexiones de adioses.
Te vuelves otras veces para mí una atmósfera de feria
con sus luces lloronas y sus relentes
de enmohecimiento y vicio;
con su miseria y con el gozo enfermizo de sus músicas.
Recuerdos de nostálgicos garitos
mezclánse entonces al caos de mi enervamiento.
Si yo intentase salir, si solamente cerrase tras de mí la puerta,
dí, ¿qué harías?
Seria tal vez como si tus ojos no me hubiesen conocido jamás.
El ruido de mis pasos moriría sin eco en la calle
y únicamente podría advertir la noche en tus ventanas.
Es como si debieses abandonarme hoy,
en un de pronto y para siempre,
sin soñar en decirme de dónde vienes ni adónde vas.
Llueve sobre los grandes jardines desnudos;
mi alma está aterida;
noviembre sepulta el paisaje. Y mi vida.
El puente
Las hojas secas caen en el aire dormido.
Mira, corazón mío, lo que el otoño le ha hecho a tu isla querida:
¡Qué pálida está! ¡Qué huérfana de corazón tranquilo!
Suenan las campanas, suenan en San Luis de la Isla
Para la fucsia muerta del ama de la barcaza.
Con la cabeza gacha dos viejos caballos muy humildes, soñolientos toman
su último baño.
Un perrazo negro ladra y amenaza de lejos.
En el puente sólo estamos yo y mi niña:
Vestido desteñido, hombros endebles, rostro blanco,
Un ramo de flores en las manos
¡Oh mi niña! ¡Ese tiempo que viene!
¡Para ellos! ¡Para nosotros! ¡Oh mi niña!
¡Ese tiempo que viene!
Oscar Wladislas de Lubicz Milosz. Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. Presentación y selección de @amguiral