Tal vez el poeta presentía que tendría que morir después de escribir un libro como Manos Ineptas.

Lo que la muerte ha olvidado
A su paso, yo lo escribo…
Carlos Héctor Trejos Reyes
No se puede hablar de la poesía de Carlos Héctor Trejos Reyes sin hablar de muerte. Su desaparición prematura lo encanta, vistiéndole de misterio, pero no es siquiera necesario tener noticia de su destino para que sea su obra la que encante y atraiga. Tal vez como él mismo lo quiso, hasta hoy, salvo sus amigos empecinados en la memoria, su nombre ha estado oculto de los ojos de los lectores, aunque sus poemas estén sin lugar a dudas a la altura de la mejor lírica colombiana.
A pesar de todo, su obra aprendió a defenderse sola en el país y a presentarse a sí misma sin necesidad de la intervención de su artífice. Pero, ¿en qué radica su especialidad? En que el tema del amor, ese afluente raquítico emergido de la moda y promocionado por la empresa editorial, para Trejos Reyes carecía de importancia. Podría decirse que era un existencialista que recurría al arte poético para filosofar, no sobre la finalidad de su vida, sino de la vida en general, lo que le produjo una exquisita inclinación hacia la herejía, el desapego del mundo y de los placeres del cuerpo, yéndose detrás de la muerte por la impotencia de no encontrar más que preguntas.
Y si el poeta murió, no fue voluntariamente, sino por una enfermedad cruel: no de la hipoglicemia mezclada con el alcohol, sino la de haber escrito una obra invocadora de la muerte cuya llegada sería la única reivindicación de la vida. Tal vez presentía que tendría que morir después de escribir un libro como Manos Ineptas (1995), porque no podría estar vivo siendo el responsable de una obra cuya única justificación era el suicidio. Y si no se justifica una obra así, esta se haría justificar a cualquier precio, valiéndose de las armas de la culpa y del inconsciente.
En la contraportada de la edición referida, Mario Escobar Velázquez insinúa lo que pudiera ser la revelación que hizo de Trejos merecedor del Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia:
Muy difícilmente hubiera podido creer, antes del libro Manos Ineptas, de Carlos Héctor Trejos Reyes, que pudiera hacerse poesía verdadera y honda sin una sola palabra untada de belleza o de bondad o de optimismo o de salud o de cielo o de esperanza o de verde.
Y es que el poeta estaba acorralado. Se sabía perdedor de un juego creado por él mismo cuando escribió el primer verso de su vida. Se admitía perseguido por la obstinación de ser consecuente:
Podrías ayudarme cuando te diga
Que me siento mal.
Que algo me amenaza sin saber por qué.
Que alguien día y noche
Busca decapitarme con su espada.
Podrías ayudarme si te digo
Que no confío en nada,
Porque todo me acorrala y del laberinto
En el que pensé burlar a quien me fustiga
Sólo me queda una pared
En donde apoyar la cabeza.
Me podrías ayudar si te digo
Que soy esa espada y esa pared.
(Entre la espada y la pared. Pág. 41).
Además, su pueblo era una cárcel para él. Los encierros continuos para la escritura solo le dejaban una salida: morir. Había viajado a Manizales por dos años, ciudad también pequeña para sus ideales, y había regresado a Riosucio para siempre, a la cuna precaria que le escondía el papel para escribir y al amor que no le correspondía. Como nos deja ver en su poema La ciudad homicida, no solo el lenguaje lo recluía:
Esta ciudad me matará de todos modos.
Llevo sus calles como una infección
Que entró por mis pasos lentamente
Y ahora impiden darme a la fuga.
Conozco las fronteras donde tal vez
Me esperen mejores vientos, pero,
Es imposible zafarme de las miradas
De la gente, que esperan mi suicidio
De un momento a otro,
Y no quiero que sean
El nudo corredizo de mi soga,
No se lo merecen.
Me he dado desde hace tiempo a olvidar,
Olvidar las casas, los rostros de mis vecinos,
Ese maldito cielo siempre encima de mi cabeza
Y los barrotes estáticos de los montes
Que me encierran como a un raro animal.
Pero, nada cambia ahí adelante.
Siguen atormentándome con su presencia.
Yo también agrego mi cuota de tormento
Al verme en el espejo
Cuánto quisiera ver otro en él y no a mí,
Otro que se pasee en mi lugar
Por esta ciudad que me va matando
En cada esquina.
(Pág. 45).
Carlos Héctor Trejos es, en Colombia, una de las voces poéticas más consecuentes de los últimos tiempos. No perteneció a ningún círculo. Es, quizás, el poeta más personal de finales de milenio y, aunque pueda comparársele con Rimbaud, y haya quienes le adjudiquen el título de vanguardista, no va a dejar de ser por muchísimo tiempo el exponente de la autenticidad de nuestra poesía, pues se dedicó con meticulosidad y encierro a escribirla. Hizo de ella su único amor; negó a los dioses, a los amigos y a la familia para adorarla. Es apenas justo que su trabajo merezca la crítica y la difusión pero, ante todo, el respeto de una posteridad incapaz de imitarlo.
Poemas de Manos ineptas*, Carlos Héctor Trejos Reyes
La oveja negra
Madre:
Tu hijo quiso ser
Lo más humano posible,
Para que no pensaras
Que se te había descarriado.
Todo lo intentó. Siempre creyó
Que no merecías recibir de pago un soñador.
Pero mira, pudieron más sus visiones,
No concretó la verdad.
Para él su piel aunque diferente,
Le pareció normal.
Perdónalo, tal vez no quiso vivir
Y tú le decías una y otra vez
Que recapacitara.
Que no perdiera la vida en tonterías.
Él te desobedecía siempre
Apostándolo todo a los sueños.
(Pág. 55).
Trampas
La poesía tal vez la deba
A mis años de infancia.
Yo de pequeño, en vez de cazar pájaros,
Construía jaulas para atrapar nubes.
Las observaba en el cielo
Y me parecían aves más exóticas;
Porque podían de un momento a otro
Transformarse en más animales
O tomar diferentes formas.
Ahora que sé que no hay musas o hadas
Construyo palabras, para atrapar del aire
Lo que dice el silencio.
(Pág. 19).
Nueva profecía
Sólo los malditos sobrevivirán,
Porque ellos son, al mismo tiempo,
El incendio y la mano que tira el fósforo.
De nada servirá otro diluvio.
Todo será quemado.
No habrá quién escuche súplicas
Sólo los blasfemos serán salvados.
Quienes porten aureolas serán perseguidos
Y no tendrán paz en ninguna parte.
Su cielo, su Paraíso, se les habrá transformado
En un montón de cenizas,
En un bosque de humo.
De nada les servirá vomitar
Sus consabidos responsos, sus oraciones.
La verdad estaba al revés
Y fueron ellos los que se equivocaron.
La consigna será: “Muerte a los bienaventurados”.
Yo, siempre fui señalado por ellos
Como un condenado; bailaré en medio del fuego
Al verlos caer de sus tronos
Y estas palabras que pronuncio
Arderán más que antes.
(Pág. 25).
Manos ineptas
Me acuerdo que alguien decía
Que en nuestras propias manos está el fin.
Yo busco las mías y me desconsuelo
Al ver lo que hacen.
Me dan pena. Son tan ineptas
Que hasta para consumar mi vida
No atinan en el blanco.
Ni siquiera saben empuñar un cuchillo.
Si jamás han acariciado un rostro,
Cómo pedirles que me dejen acariciar la muerte.
Son unas inútiles; semejan aburridas alumnas
Esperando el dictado; porque sólo para eso sirven
Para escribir palabras y voltear páginas.
Dichoso me sentiría si tuviera
Mis manos metidas en el fuego,
Pero para mi mala suerte
Las llevo metidas en la poesía.
(Pág. 35).
De: Poesía de la muerte y muerte de la poesía.
Albeiro Montoya Guiral
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* Trejos Reyes, Carlos Héctor. Manos ineptas. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 1995.