El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

El exilio de la belleza

La poesía se viste de campesino, de cerrajero, de padre o madre de familia. Las palabras empiezan a ser humanas: se pueden tocar, oler, poner en la mesa, desear y desvestir como un cuerpo que espera, tembloroso, la noche.

La Sangre de un Poeta - Jean Cocteau (1930)
Sangre de poeta – Jean Cocteau (1930).

Desde el instante en que un ser humano escoja la poesía como la ética de su vida, como la égida bajo la cual caminará sobre el mundo, no dejará de pensar en el lenguaje. En él buscará lo sagrado, en su origen la esencia del ser humano que es, al fin y al cabo, el origen de la poesía. Por lo mismo, no es descabellada la postura de Richard Rorty, en Contingencia, ironía y solidaridad, quien concibe al poeta «en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie». Porque, ¿quién más que un poeta para dotar de plurisignificación a la palabra? ¿Quién más que un poeta para hacer perdurar las lenguas, es decir, la cultura? La palabra lluvia, por ejemplo, vista a través de la ventana de la poesía, podría ser, entre otras cosas, una mujer que pasa rápidamente abriendo un paraguas, un caballo bajo un rancho de paja o, en el mejor de los casos, si el contemplador fuera Vicente Aleixandre, una cintura lista para estrecharse:

La Cintura no es rosa
No es ave. No son plumas.
La cintura es la lluvia,
fragilidad, gemido
que a ti se entrega. Ciñe
mortal, tú con tu brazo
un agua dulce, queja
de amor. Estrecha, estréchala…

Sombra del paraíso, Vicente Aleixandre.

Porque las metáforas, antes sentadas en los tronos de la poesía suntuosa, almidonadas como las ropas de los clérigos y los eruditos, hoy en día se extraen de las canteras de la cotidianidad. Escaparon del papel y se cruzaron con las especies del habla popular dando como resultado imágenes mestizas como nosotros mismos. La identidad del lenguaje es polígama como la nuestra, extraviada está como un ciego sin lazarillo. Asimismo, el poeta que por siglos había esperado la presencia de la musa al borde de su escritorio, empieza a dedicarse ya no tanto a la contemplación de su interioridad sino a ser un caminante observador de su entorno y un comparador incesante de este con otros, un flâneur –como diría Walter Benjamin sobre Baudelaire–, una figura inmanentemente urbana, con raíces, sin embargo, en los ociosos de la antigüedad, quien, debido a la desaparición de lo pastoril y al sepelio de los símbolos en desuso, no cuenta ya con interlocutores.

Así pues, sin desacralizarse, el oficio poético se viste de campesino, de cerrajero, de padre o madre de familia. Las palabras empiezan a ser humanas: se pueden tocar, oler, poner en la mesa, colgar y secar en la ventana de un cuarto piso, desear y desvestir como un cuerpo que espera, tembloroso, la noche. La rosa se populariza hasta el margen de venderse a millares en las calles. La podredumbre, lo deforme y lo inconexo toman su asiento en la estética, sin distinción de género ni color. La paloma deja de simbolizar la blancura y la paz, y se vuelve un huésped indeseado de las plazas y las páginas, casa de gusanos y moscas.

Aunque parezca increíble, la ciencia del lenguaje, en su proceso de consolidación, en su paso de lo tradicional a lo moderno, coincide con el camino de la poesía. Una y otra, en nuestra lengua, partieron de la cosmovisión griega hasta el punto de no ser capaces de cambiar de molde (aún hoy hay esquirlas de esas cadenas en lo que hablamos y escribimos, aunque con un poco más de libertad y capacidad de ruptura). He aquí, brevemente, una hagiografía de la poesía, que no desconoce que con ella: en sus alas y en su sangre, por ser su padre, el lenguaje erraba; antes de ser escrita por primera vez, ya iluminaba nuestros rostros. Alternativa humana para curar la frialdad que dejaba la ausencia de los dioses y para ahuyentar las fieras. Diálogo primitivo y estelar con la incertidumbre de existir sin una procedencia recordada. En la caverna, hombres y mujeres alrededor de las poéticas llamas asaban el amor. En los cultivos, los niños, poetas primigenios, jugaban a ser como los pájaros.

Con el paso del tiempo, y teniendo a mano el milagro de la escritura, fueron narradas las glorias de los pueblos, la valentía de hombres y mujeres que provocaban confrontaciones entre imperios. Cuando el poeta subía al lado del político y el sabio, la gente empezaba a encontrar respuestas acerca de cómo subir al cielo; entonces nació la filosofía y se propuso que, para el buen funcionamiento de la República, la belleza se fuera al exilio. Esta fue la instauración de la indigencia.

El mundo se quedó a oscuras. No hubo noticias de la poesía por muchísimo tiempo, hasta cuando un hombre, un día de los primeros años del Siglo XVII, despertó con la idea de escribir un poema sobre la locura. En un personaje de brazo potente –quizás para vengar su manquedad- puso todo su resentimiento contra la mezquindad de una época creyente en dragones y caballeros. Murió en la pobreza total, sin saber que su nombre suscitaría por siglos la admiración y el merecido elogio de estudiosos y amantes, tanto como para pensar que el humano, después de todo, no es un ser tan miserable.

Los años trajeron al mundo guerras, pestes, incendios y, de igual manera, descubrimientos trascendentales. Acabaron las monarquías y se fundaron dictaduras que perduran en nuestro tiempo. A los poetas los fusilaron, los mandaron a las cárceles, les pusieron mordazas, se refugiaron en el suicidio, murieron misteriosamente en las madrugadas de septiembre. Sin embargo, la poesía sobrevive.

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