
Ser o no ser… ni lo uno, ni lo otro.
Cioran
Hoy vengo a hablarles del destino. Mejor dicho, a cuestionarlo. Para ello quisiera evocar dos obras entrañables de la literatura y unas cuantas célebres y absurdas muertes. En Edipo Rey de Sófocles, su protagonista, como es sabido, en su afán de alejarse del parricidio y del incesto que le ha señalado el oráculo, termina encontrándose con estos cara a cara y consumándolos letra a letra. Para limpiar su culpa, a manera de sacrificio, el rey caído en desgracia les ofrece sus propios ojos a los dioses y se va al destierro.
De un modo similar al protagonista de esta tragedia, Esquilo, tal vez el precursor del género o dicho de otro modo uno de los exponentes más altos de la dramaturgia clásica, había visitado el Oráculo de Delfos con intriga por su futuro. Este es implacable: «Morirás aplastado por una casa», le dice. El trágico decide entonces, para evitarlo, del mismo modo en que Edipo decide alejarse de sus apócrifos padres para no agraviarlos, irse a vivir al campo, lejos de toda posibilidad de recibir el golpe definitivo del destino. Lo que ignoraba era que la adivinación hablaba en símbolos —siglos después también Macbeth interpretaría mal el designio de ser asesinado cuando los árboles caminaran—, pues un día en que descansaba al aire libre una casa le cayó desde la altura y lo mató. Una casa, sí, la de un animal tan místico como enigmático que a Zenón le quitaría el sueño: una tortuga que el quebrantahuesos dejó caer sobre la grande y calva cabeza del griego, al confundirla con una roca. Esta ave rapaz buscaba romper el caparazón, como era su costumbre, para alimentarse de la carne profanada, y presumo que lo consiguió.
En una versión tropical de la tragedia, con el objetivo de postular una idea del destino inexorable, Gabriel García Márquez crea un personaje edípico y, al mismo tiempo, trasgresor. Santiago Nasar, en Crónica de una muerte anunciada, sale de su casa por la mañana al encuentro de una muerte violenta en las manos de matarifes de los gemelos Vicario. Tanto los lectores, impotentes, como el pueblo en general, impasible —desde el título de la novela, pasando por las primeras páginas—, lo vemos hacer el recorrido previo al crimen y esperamos el encuentro final. Y allí está la trasgresión de García Márquez: su Edipo no está al tanto de su destino sino hasta minutos antes de que le abran, a puñal, su vientre y se encuentre en las manos el racimo de sus vísceras.
También, sin estar enterado de los pormenores de su final, el 25 de marzo de 1980, Roland Barthes, semiólogo francés de inmensa reputación, murió atropellado en París por el conductor de una furgoneta que había hecho caso omiso de la luz roja del semáforo: había irrespetado un signo. De haber sobrevivido, tal vez el escritor de La muerte del autor se habría reído de este curioso accidente y habría podido interpretar al automóvil como un signo opaco por la poca información que este dejó al huir del lugar.
Con las muertes de Esquilo y Barthes había querido cuestionar la idea del destino en tanto que sentencia divina inevitable, como aparece en la obra de Sófocles, y la idea de este como una confección propia o colectiva que responde a nuestros actos, o al azar, algo notorio en la novela del autor colombiano. Ahora quisiera despedir este texto evocando dos sucesos: el 15 de junio de 2017, una estudiante de enfermería se lanza desde el sexto piso de un hospital de Cali, pero su suicidio no es exitoso porque cae sobre una médica que estaba en la cafetería, quien muere de modo instantáneo. Quizá la estudiante, luego de ser investigada por homicidio culposo, ahora sea feliz —como Cioran— por haber descubierto que la caída es la mejor opción para curarse del inconveniente de haber nacido, aunque al saberlo es mejor no lanzarse. Así, el aforismo del autor rumano cobra mucho sentido cuando lo absurdo aparece para interrumpir una vida: «Ser o no ser… ni lo uno, ni lo otro».
El sábado 22 de septiembre de este año, un poeta colombiano fue asesinado en Palermo, Buenos Aires, por su arrendador que entró a medianoche a su habitación y lo encontró dormido con su gato. Los molió a palo. Cuando la policía le preguntó por qué lo había hecho, el hombre de mediana edad, que dormía en la habitación contigua con un perro ciego, y a quien nadie le solía ver en la calle, dijo: «Su modo de soñar me resultaba francamente insoportable».
¡Oh fatalidad! ¡Oh piadosa contingencia!
Twitter: www.twitter.com/amguiral
Facebook: www.facebook.com/AlbeiroMG/
Instagram: www.instagram.com/amguiral/