Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Vida inteligente en otros planetas políticos

 

Es difícil hablar en forma apacible sobre Álvaro Uribe. Casi siempre se hace con animadversión o idolatría insanas. Además, lo que se dice es interpretado desde las mismas barricadas emocionales. No obstante, vale la pena ensayar una reflexión alejada de estas emociones. En este asunto, la tibieza es una virtud.

Muchas familias suspendieron hasta nueva orden sus almuerzos domingueros en las casas maternas por cuenta del tema Uribe. Igual ocurrió con amigos que vetaron en sus tertulias y chats el mismo asunto: el cariño de la amistad se diluye cuando surge el expresidente; todo está permitido —películas, libros, chismes de otros amigos a sus espaldas, separaciones, enfermedades—, menos hablar de él.

Y justo cuando estábamos recuperando la sensatez y restaurando los afectos se conoció la medida de arresto domiciliario emitida por la Corte. Retrocedimos. Todo aquel que esté de acuerdo con la medida es poco menos que sospechoso de ser aliado de las nuevas Farc y los magistrados son acusados de cosas más aberrantes (mafiosos, secuestradores). Vimos un video en el que un hombre con camiseta de la selección Colombia pidió que le trajeran el revólver del carro para finiquitar un altercado con otro que celebraba la detención.

Hay dos razones para pensar que la decisión de la Corte es contraproducente. Tiene una carga simbólica demasiado hiriente que ha reabierto estas viejas heridas. Y es ineficaz: no impedirá que el senador pueda obstruir la justicia, si intentara hacerlo, y menos después de recibir el (ilegal) apoyo incondicional del presidente Duque y del alto gobierno. ¡A sus órdenes, presidente! —se interpretó.

Un elemento a tener en cuenta en esta reflexión es dejar de creer que en los planetas uribista y no-uribista no hay vida inteligente. Nos dejamos arrastrar de la impresión que nos causan Gustavo Petro y Paloma Valencia y creemos erradamente que son representantes fidedignos de cada bando. No generalicemos.

Y enseguida aflora el poderoso vector de contagio de esta hostilidad: la falta de reconocimiento. A los uribistas les duele que sus opositores no le reconozcan nada bueno al expresidente. Que olviden que su gobierno derrotó el cerco de la guerrilla y que la diezmó y neutralizó parcialmente (sobre todo en las cabeceras municipales), y prácticamente la sentó en la mesa de negociación. Salvó la patria y eso lo hace equiparable a Simón Bolívar. Esto trajo como beneficio el aumento en la inversión, el crecimiento económico y el resurgimiento del orgullo patriótico. Permitió que algunos pudieran volver a sus fincas y otros salir a montar en bicicleta por los alrededores, incluso ir a misa. Que no es asunto menor. ¡Cómo olvidar esa especie de cuarentena a que nos tenían sometidos las pescas milagrosas! En suma, que tenemos una deuda de gratitud que no hemos sabido honrar.

Del otro lado, sin embargo, hay una petición parecida. Que debe reconocerse que el expresidente no reparó en los medios para alcanzar sus objetivos. Y cuando eso ocurre, para muchos, se pervierten los fines. Las chuzadas a la Corte y a todo aquel del que se sospechara que era crítico del gobierno, la proliferación de “falsos positivos” (ejecuciones extrajudiciales) para aumentar las cifras de guerrilleros caídos en combate, la protección de políticos que se aliaron con paramilitares para asesinar oponentes y ganar elecciones, la compra de votos mediante la yidispolítica en el Congreso para cambiar un articulito de la Constitución y permitir su reelección. No hay que olvidar tampoco que 11 de las 16 personas que constituían su círculo más cercano están condenados o están huyendo de la justicia (https://lasillavacia.com/los-buenos-muchachos-uribe-77852). Más otros cuantos actos cuestionables que arrojan sombras sobre las buenas intenciones.

Si cada facción echara un vistazo sereno al panorama completo podría concluir que no estamos en presencia de un hombre impoluto —el Gran Colombiano—, ni de un asesino en serie —el Matarife— sino de un político que arregló algunos problemas, empeoró otros, eludió viejos y creó nuevos. Al igual que sus antecesores y que sus sucesores. Que aseguró un pedestal en la historia del país a la vez que acumuló asuntos pendientes de aclarar con la justicia y con los colombianos. Que sus inocultables logros de un lado no lo eximen de rendir cuentas por el otro.

Permitamos que el veredicto de la historia emita su juicio (responsabilidad política) y que la justicia emita el suyo (culpabilidad penal). Mientras tanto, a nadie debería incomodar que algunos lo idolatren como a una divinidad y que otros no. No todos vamos al mismo templo y alumbramos los mismos santos. Y podemos continuar viviendo con esa diferencia de cultos. Pero es inaceptable estropear los vínculos familiares y las tertulias y chats con amigos por cuenta de esta celebridad política, y que desenfundemos pistolas para dirimir una discusión sobre ella. Que hayamos lumpenizado el debate público y menoscabado la legitimidad de las instituciones por cuenta de un desbocado espíritu tribal. Que consideremos que alguien está por encima de la Ley; o que sea culpable, sin haber sido vencido en juicio.

No se trata de una invitación a darnos un farisaico abrazo colectivo al modo seminario de crecimiento personal sino de encontrar mejores maneras de estar en desacuerdo. Sin embargo, no es simple. La política y la religión son dos temas espinosos para tratar en familia, entre amigos y en sociedad, y que  parece cifrar la beatificada figura de Uribe.

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