Las preguntas sobre los valores (…) 

son realmente preguntas sobre el bienestar …

SAM HARRIS (neurocientífico y filósofo)

Cada día aparece un nuevo escándalo de corrupción en este gobierno. Los carrostanques para llevar agua a la Guajira, las ollas comunitarias, los contratos irregulares otorgados en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), los supuestos sobornos entregados por la consejera para las Regiones a los presidentes del Senado y Cámara para que movieran las reformas del gobierno; y la lista sigue.

El presidente ha sacado el cuerpo hasta donde la cintura le da: que se trata de una conspiración para expulsarlo del poder; que son esquemas de corrupción heredados de periodos anteriores; que lo han traicionado. Pero no pudo más: por fin aceptó su responsabilidad política y administrativa, porque los funcionarios involucrados fueron nombrados por él mismo. 

Aún así, es necesario un sinceramiento porque de lo contrario jamás se pondrá remedio a esta epidemia de corrupción que carcome el país. Hay que sobreponerse al odio a Petro y al temor a la izquierda. Debe reconocerse que la corrupción ni se la inventó este gobierno ni se incrementó en su periodo

Colombia ocupa desde hace varios años una posición muy abajo en el escalafón internacional que mide el Índice de percepción de corrupción, según la ONG Transparencia Internacional. De 100 posibles puntos que la miden, escasamente llegamos a 40. O sea, seamos realistas y razonables. La corrupción en Colombia se ha convertido en un modo de vida para muchas personas; en un propósito casi general de quienes se dedican al ejercicio profesional de la política.  

Es un fenómeno tan extendido que sus autores carecen de mínimos estándares de consideración. No ven problema en robarse los dineros destinados a alimentar niños desnutridos; ni en hacer puentes y diques defectuosos —sin importar si eso pone en peligro la vida de millones de personas— con tal de quedarse con parte de los recursos destinados para esas obras. Donde hay dinero público caen como aves de rapiña ante un cadáver. Y en la esfera privada el descaro es igual. Hace pocos años se descubrió en Barranquilla que muchachos de un colegio de élite pagaban a otros jóvenes para que los suplantaran en los exámenes del ICFES. Pretendían asegurar su ingreso a universidades y convertirse en los futuros médicos, abogados e ingenieros que necesita el país. 

Hay macro corrupción: tipo Odebrecht y Centros Poblados, que conforman verdaderas conspiraciones de muy alto tumerqué; hay micro corrupción: la del agente de tránsito que cada noche llega a su casa con dinero extra en sus bolsillos, producto de las coimas que recogió entre infractores. 

Cabe, entonces, hacerse la pregunta del millón. ¿Qué explica esta predisposición tan poderosa del colombiano hacia la mala conducta? Porque no es un fenómeno aislado, ni se trata de ovejas descarriadas. Hay corruptos de todos los estratos, todas las universidades, todos los partidos, todas las etnias y géneros; todos los días cae uno más. 

Por desgracia no hay investigaciones empíricas que permitan estudiar la mentalidad del individuo corrupto. ¿Por qué lo hace? ¿Qué lo indujo a hacerlo? ¿Qué le dice a sus padres, hijos y amigos sobre el dinero adicional que gasta? ¿Qué se dice a sí mismo cuando piensa en el origen de su riqueza? ¿Cuál es la tipología del corrupto?

Por esta ausencia de investigaciones, los análisis y las soluciones se quedan cortas. Solo cabe especular sobre el problema. 

Hay una fractura moral. El mundo ofrece muchas oportunidades de comportarse mal, de violar normas, de desear los bienes ajenos. Los muros éticos que protegen a los individuos de faltar a las reglas son bajos y débiles, mal construidos Los estamos saltando en masa. Producto sin duda de la deficiente educación recibida en la casa (dígase padres) y en la escuela (dígase maestros), de los malos ejemplos que modelan el comportamiento social (dígase dirigentes e ídolos). 

Tampoco los muros éticos de las instituciones (públicas y privadas) son altos y bien levantados. Procesos administrativos tan engorrosos que promueven los atajos irregulares. Ausencia de códigos de conducta para los funcionarios que incentiven el buen comportamiento. Y liderazgos débiles, ejercidos sin un lineamiento claro para sus subordinados acerca del imperativo de lograr resultados con buenas prácticas. 

La codicia propia de esta era del enriquecimiento rápido y el consumo desaforado exige de la gente y las organizaciones vigorosas murallas éticas. Aquí no las tenemos. La idea de Mockus de que los dineros públicos son sagrados no pegó en el país. 

Pero hay más. Dudo mucho que en Finlandia, Nueva Zelandia y Suecia —los países que ocupan los primeros lugares en la percepción de corrupción— todos los ciudadanos sean un dechado de virtudes. Allá también debe haber codiciosos y personas moralmente despreciables. Pero se abstienen de cometer actos que vayan contra las reglas porque es alta la probabilidad de ser capturados y sancionados, y es seguro el repudio social. Por eso el mal ciudadano colombiano apenas pone un pie en Miami se transforma en una persona ejemplar. Ocurre el milagro de la conversión. ¿Por qué? Porque sabe que sería denunciado por otros ciudadanos, apresado por las autoridades y sancionado por los jueces sin dilación. No ocurre lo mismo aquí. Ni cultura ciudadana de la legalidad, ni Policía efectiva ni una justicia presta. 

El presidente tiene razón cuando habla de la herencia que recibió. No obstante, como jefe del Estado no le queda más remedio que ponerse al frente del problema. De víctima a protagonista. Posesionarse como líder del equipo. Con juicio y disciplina. Asistir a las reuniones de sus colaboradores, observar cómo trabajan, hacer seguimiento a la ejecución de las políticas públicas cuyos presupuestos puedan correr el riesgo de desaguarse por las grietas de las coimas. Ser más profesional en el nombramiento de colaboradores. 

El andamiaje de corrupción que se ha tomado muchas entidades deslegitima al Estado ante los ojos de la gente y estimula el incumplimiento de normas. El mal ejemplo de un padre y de un maestro, la desidia de las autoridades, ídolos populares indignos, la insuficiente gestión de los líderes son la génesis de una cultura de corrupción.

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