Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

El otoño del patriarca

 

Acaban de publicarse tres libros que muestran a Gabriel García Márquez en la cima y en el declive de su asombrosa vida. De pronto es una de esas manifestaciones del realismo mágico que tanto le fascinaban.

El primero, Dos soledades, es la versión escrita de dos conversaciones que sostuvieron, en septiembre de 1967, Mario Vargas Llosa y García Márquez en el auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería en Lima. Ambos, jóvenes, estaban en la cresta de la ola del reconocimiento público: el primero acababa de obtener el premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde y el segundo llevaba tres meses surfeando sobre el éxito inusitado y abrumador de Cien años de soledad. La fama recién se había posado en su cabeza, a decir de Tomás Eloy Martínez, justo en el momento en que él y su esposa ingresaron al teatro del Instituto Di Tella de Buenos Aires y fueron objeto de una espontánea ovación; «¡Bravo! Por su novela», le gritó una mujer. (Después el escritor desmentiría esta versión con una invención propia de su forma de ser: que él era famoso desde antes pero nadie sabía).

En el recinto no cabía un alma más. Los testigos evocan este encuentro de colosos como si se tratara de un terremoto. Que allí comenzó el boom de la literatura latinoamericana; y se habló por vez primera de realismo mágico para identificar esa forma de contar las historias más inverosímiles poniendo cara de palo como se acostumbra en Latinoamérica, tal como las había escuchado García Márquez en el mundo donde se crió. 

Estrictamente no fue un diálogo. En realidad, el peruano, que era el invitado de honor y jugaba de local, en un gesto de admiración y curiosidad intelectual se convirtió en un perspicaz entrevistador del colombiano, bregando a desentrañar sus mecanismos creativos. Según Juan Gabriel Vásquez, autor del prólogo, leer esta conversación le ahorraría a cualquier escritor principiante muchas horas de talleres y universidad en su proceso formativo. 

Es maravilloso observar a García Márquez en la plenitud de sus facultades como escritor, acicalado por el súbito prestigio de su libro, iniciando su ascenso al panteón de la literatura universal. Declarando la urgencia de escribir la gran novela de Latinoamérica, en donde todos los países puedan identificarse; defendiendo la necesidad de transformar el lenguaje y la forma de narrar para dar cuenta de una realidad que las novelas de antes no habían podido expresar. También defendiendo la salida socialista como la única alternativa para estos países subdesarrollados y explotados, en lo que los escritores debían asumir un compromiso a fondo. Estaba en su máximo esplendor de popularidad la revolución cubana. Algunas cosas que discutieron se las llevó el viento, no ocurrieron, o no fueron lo que creían, pero lo que quedó es patrimonio de la humanidad: dos escritores que ganaron el premio Nobel y dejaron un legado literario inconmensurable. 

La conversación puso en evidencia la diferencia de sus caracteres. Un García Márquez que no sabe ni quiere descubrir el proceso mediante el cual crea sus novelas; lo quiere dejar en manos del instinto, al simple placer de contar una buena historia, porque teme que estropee su forma de escribir. Por el otro lado, un Vargas Llosa riguroso, metódico, que se esfuerza por racionalizar el acto creativo. 

El segundo libro, García Márquez historia de un deicidio, es la reedición del profundo ensayo que le dedicara en 1971 Vargas Llosa a su gran amigo. Era la culminación de la búsqueda de la génesis del proceso creativo y de los demonios del escritor colombiano. Pocas veces se ha visto un gesto así de humildad y admiración de un escritor hacia otro. Para los expertos, es el estudio más profundo y meticuloso que se ha escrito sobre la obra de García Márquez. Fue la época en que la amistad que unía a estos dos autores era íntima, y exótica en el universo de egos y envidias de los escritores. (Ya se sabe que todo cambió el 12 de febrero de 1976 cuando Vargas Llosa le propinó un puñetazo en el ojo izquierdo, que rompió para siempre su vínculo, por razones aún desconocidas).

El tercero, Gabo y Mercedes: una despedida, escrito por Rodrigo García, el hijo mayor de García Márquez, rememora los últimos días de su papá. Es una bella crónica de homenaje final, de despedida de un hijo a su padre, tal vez para expresarle lo que no pudo en vida, preguntarle lo que nunca se atrevió, agradecerle todo. También para contarle al mundo que fue un esposo, padre, amigo y enfermo terminal como cualquiera otro. Humaniza aquel soberbio pontífice y nueva figura mundial del encuentro en Perú. De paso, nos recuerda que pese a la gloria, nada trajimos y nada nos llevamos, solo una sábana blanca como aquella con la que amortajan en la última hora el cuerpo del escritor. Que aquel hombre, capaz de recitar sin parar poesías del Siglo de Oro español durante cuarenta minutos mientras le hacían una tomografía, al final no recuerda a sus hijos pero agradece que olvida que se le están olvidando todas las cosas. Vive el presente, «no sabe que es mortal», como tampoco lo creía en aquel lejano 1967 en Lima.

Rodrigo García —digo yo— termina dejando claves del motivo por el cual nunca fue posible una reconciliación entre su padre y Vargas Llosa, después de haber tenido una amistad a prueba de caídas. Porque es una decisión que no concuerda con la nobleza y la caballerosidad legendarias de ambos. Sospecho que fue una imposición de Mercedes, la esposa de García Márquez. El bosquejo que leemos de su carácter marcial indica que en la casa no se movía una hoja sin su consentimiento, que era amable y rencorosa, fuerte y amorosa; quien por cualquier motivo ingresaba a su lista negra jamás salía. Ella dirigía con firmeza y acierto el mundo que el éxito de García Márquez les proporcionó. 

Así fue el otoño del patriarca, esta vez escrito por su hijo y protagonizado por el propio García Márquez.

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