Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Los decretos no alimentan

Que no estaba pendiente de las noticias, respondió un empresario a la  pregunta de un periodista. Explicó que la mayoría de los anuncios de los gobiernos no afectan la vida de nadie y que en los medios y redes sociales se encienden debates que no sirven para nada. Es como si sus protagonistas (periodistas, panelistas, políticos, funcionarios y algunos ciudadanos indignados que no se despegan del radio y de twitter) gravitaran en otra dimensión.

Esta realidad, la distancia en tiempo y espacio que hay entre los anuncios y la vida real, está siendo comprobada durante esta crisis. Con rabia y desespero. El gobierno, por su lado, anuncia un abanico de políticas públicas de ayudas en efectivo y en especie a los más pobres, líneas de crédito a las empresas y garantías a la conservación del empleo. Por el otro, los hogares pobres y vulnerables advierten, con trapos rojos, que pasan hambre; los gremios, que los créditos no llegan; y los trabajadores, que fueron despedidos. Una compungida señora lo decía esta semana por Noticias Caracol Tv: «Tantas cosas hermosas que habla el presidente por la televisión, y nada».

Algo parecido ocurre con las medidas para apoyar el sistema de salud pública. Los funcionarios se vanaglorian ante el señor presidente, durante la puesta en escena de la alocución diaria, de los recursos que han asignado y las medidas que han tomado para proveer de elementos de bioseguridad, en tanto que en numerosos hospitales los médicos y enfermeras improvisan tapabocas con bolsas plásticas.

Al empresario citado no le falta razón. Entre las declaraciones bien publicitadas de los gobernantes y la mesa del comedor hay una distancia sideral. En la vida normal, los ciudadanos continúan con sus quehaceres, hasta cierto punto, sin concederle mayor importancia al desfase. Pero hoy, esta distancia puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. 

Sin embargo, no es solo por mala fe. Es un fenómeno corriente en los Estados, las empresas y las personas. Aunque los filósofos del lenguaje han afirmado que las palabras son actos, tienen un poder generativo y no solo descriptivo, el paso del dicho al hecho está mediado por un compromiso personal, social y ético, que implica nuevas conductas, disposición emocional y aprendizaje de nuevas cosas. Emprender acciones a partir de lo que se dice no es para nada tarea fácil.

Para las empresas, por su naturaleza imperfecta: niveles jerárquicos, interferencias en la comunicación, complejidad de procedimientos, disímiles interpretaciones por parte del equipo de trabajo, desgano burocrático, entre otros motivos. De ahí que deban supervisar y hacer seguimiento a sus operaciones para asegurarse de que sus planes se transformen en cosas concretas y resultados. 

Para las personas, entre varios motivos, porque tenemos un hábito pernicioso que sale a flote cuando chequeamos nuestras promesas del 31 de diciembre: nos fascina impresionar e impresionarnos con propósitos nobles y luego olvidarlos.

Y para los Estados, porque son focos de imperfección e ineficiencia, entre los que destaca el colombiano, acrecentado por una cabeza del Ejecutivo que se soslaya en la palabrería acartonada. De ahí que sea imperativo, en momentos críticos, hacer microgestión; pedir cuentas; llamar la atención a funcionarios ineficientes; vigilar con celo;  coordinar acciones; dominar la autosuficiencia y sobreponerse a la adulación institucional (si, señor presidente, como usted propuso señor presidente, tal como lo ordenó señor presidente…) todo para garantizar que los decretos se transformen en alimentos, en salario, en tapabocas y en capital de trabajo. Aquí hay una falencia protuberante en la gestión de la crisis covid. Y $3.500 millones invertidos en mejorar una imagen, una impresión, no la corrigen.

Lo anterior explica la brecha entre el verbo y la acción cuando suponemos la buena intención. No obstante, un patrón cultural muy colombiano es preguntarnos qué hay detrás de todo, qué intereses están ocultos, y aunque la mayoría de las veces estamos equivocados en esta psicosis persecutoria, en esta victimización espontánea y existencial que nos carcome, puede suceder. En el asunto en cuestión, no hay que descartar que haya algo adicional detrás.

Una respuesta hipotética es el lenguaje esquizoide. Decir algo y hacer otra cosa. Emitir declaraciones y no mover un dedo para volverlas realidad. La cual es una manía crónica de nuestra dirigencia política. Una manifestación de este fenómeno es la promulgación desenfrenada de leyes para reglamentar todo sin que cambie nada. Bien sea porque todos se desentienden de su aplicación o porque su impecable semántica no coincide con la realidad imperfecta que intenta reglar.  (De pronto eso explique que cada año en Colombia sea pertinente que se gradúen 14000 abogados y solo 4000 ingenieros y 400 sociólogos).

Si acortáramos la distancia entre las palabras y los hechos, quizás detendríamos la inverosímil mutación del virus en una asonada… Tal vez haríamos realidad los propósitos del 31 de diciembre.

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