El reciente libro de Mauricio García Villegas —El país de las emociones tristes— invita a reflexionar acerca del origen de ellas en Colombia. Ocurre así debido a sus poderosas hipótesis para explicar por qué
«… hemos tenido demasiados conflictos que se habrían podido resolver pero que terminaron en una guerra; demasiados proyectos necesarios que se habrían podido llevar a cabo pero que acabaron extraviados en las disputas entre facciones; … demasiados líderes sensatos que se embrollaron en sus mezquindades; … en síntesis, demasiadas buenas ideas estropeadas por malas emociones». (1)
Las emociones son predisposiciones para la acción y actúan como filtros para darle color y sabor a la percepción de la realidad. Eso lo sabe uno por haber leído, aunque fuera a escondidas durante el confinamiento, libros de autoayuda. Un individuo triste y pesimista tiene un menú reducido de cosas por hacer: no dan ganas. En cambio, otro instalado en la alegría y la confianza tiene un amplio panorama de conductas a seguir y deseos de conquistar el mundo. El primero seguramente evita crear vínculos; el segundo, fortalecido por la confianza, no vacila en coordinar acciones con otros para emprender proyectos. En suma, las emociones tienen efectos cognitivos: con rabia no es que se actúe sin pensar sino que se piensa mal.
Como las personas, los países tienen una emocionalidad que los afecta. De hecho, algunos estudiosos sostienen que no se puede comprender la evolución de las naciones sin considerar sus sentimientos colectivos. Una sociedad anida en las emociones tristes cuando nadie confía en nadie, cuando hecha la regla hecha la trampa, se halaga más al vivo que a quienes acatan las reglas, y se ve como enemigo a quien piensa distinto. En consecuencia, cierra sus alternativas para avanzar. Proyectos inacabados, normas para todo (autenticación de firmas, certificado de supervivencia), leyes para los menos avispados, efímeros propósitos comunes, judicialización de todo conflicto (hasta la cuota extraordinaria en un conjunto residencial muta en un pleito entre abogados).
Si todo lo anterior tiene sentido, es imperioso reflexionar acerca de las fuentes de tales emociones y las salidas que tenemos.
García Villegas explora sus causas históricas en el corazón de los colombianos. Se remonta a la España clásica de los siglos XVI y XVII y llega hasta nuestros días. Nos han ocurrido eventos indeseables, estamos rayados por una insana mentalidad católica (hasta los ateos y escépticos la practican), el Estado es pequeño, en fin. No somos desconfiados, ni egoístas, ni empedernidos incumplidores de normas por azar o por maldad. Pero tampoco estamos condenados por siempre a tales sinsabores existenciales.
Sin embargo, la gestión de los sentimientos no es un asunto trivial. A primera vista puede ser paradójico pero las emociones no son irracionales. Tienen origen en una previa valoración o juicio acerca de algo. A veces consciente, a veces inconsciente. La razón y los sentimientos no son dos entidades separadas; trabajan aliados. Conforman un bucle que se retroalimenta: ciertas ideas generan estados emocionales que suscitan otras ideas. Precisamente, en este proceso se encuentra la almendra del manejo de emociones.
Los colombianos somos buenos para ver en un atraco callejero la parte positiva: al menos sobreviví. Hasta en una enfermedad grave procuramos sentir confianza y buscamos el lado bueno. Nunca vemos el final en ninguna situación. Nos esforzamos hasta límites fantásticos por ver el vaso medio lleno. Ponemos en cintura las emociones primarias, inventamos un cuento verosímil para sobreponernos. Pues bien, la misma fórmula aplicada al ámbito privado serviría para la vida pública.
En otras palabras, si sentimos de alguna manera es porque pensamos de determinada forma. Al cambiar las valoraciones y juicios —ese conjunto de interpretaciones—, es posible que modifiquemos las emociones que nos suscitan los eventos. Como decían los antiguos, no son los hechos los que nos mortifican sino la mirada con la que los observamos.
Cobra valor, entonces, la tesis de Francisco de Roux en su libro La audacia de la paz imperfecta, cuando hace referencia al trauma social y cultural sufrido por Colombia a causa de la violencia. Advierte la ausencia de una narrativa distinta, de la necesidad de una resignificación de los acontecimientos que a la vez despierte esperanza, una emoción plácida. A ello poco han contribuido las élites políticas y económicas en unión de los medios de comunicación y las redes sociales. Incluso, a nosotros nos ha faltado esforzarnos más. Insistimos en movernos en lógicas de amigo-enemigo —Uribe es un matarife y Petro, Chávez resucitado—, y comunicarnos con un lenguaje bélico —en vez de debates hablamos de arremetidas en el Congreso—; a cambio de discutir los programas del otro preferimos meterle un balazo físico o moral.
Poner en duda las interpretaciones y juicios acerca de la realidad, reconocer los avances del país, superar el catastrofismo y las sobregeneralizaciones, ponerse los zapatos de quienes toman decisiones, abandonar «la idiotez de lo perfecto», volver a humanizar al contradictor, acatar las reglas para acceder al poder y recuperar la decencia, cultivar la moderación (que formula preguntas), y atemperar el radicalismo (que tiene todas las respuestas), son formas de hacernos cargo de nuestros arreglos emocionales: ese esquivo balance entre el egoísmo y el altruismo, entre las emociones tristes y las plácidas.
¿Suena a recomendación de libro de autoayuda? Sin duda. Pero eso no la convierte en una mala idea. Las emociones plácidas propuestas por el autor, al contrario de las tristes, abren posibilidades de acción y de buenos encuentros con los demás; crean esperanza. Que tal vez sea una forma de resetear el cerebro emocional y recomponer nuestra historia.
(1) El país de las emociones tristes: una explicación de los pesares de Colombia desde las emociones, las furias y los odios. Mauricio García Villegas. Editorial Planeta, 2020