Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Hablamos como somos, somos como hablamos

El primer paso no te lleva adonde quieres ir,  

pero te saca de dónde estás.

Anónimo

Para terminar en punta este año difícil nada mejor que hacerlo con un buen libro a la mano. Esta creencia me lleva a recomendar El poder de las palabras del prestigioso neurocientífico Mariano Sigman (2022). A partir de sus propios experimentos y basado en una juiciosa revisión del estado del arte de su especialidad, el autor afirma que es posible vivir mejor (que es quizás lo que significa vivir sabroso), si  modificamos nuestra manera de hablar. Propone cambiar las palabras, transformar las conversaciones y aprender a gestionar las emociones con la poderosa herramienta del lenguaje. 

Sigman acepta que su tesis suena a libro de autoayuda. Y no se avergüenza de ello; por el contrario, reivindica el hecho de que todo buen libro es de autoayuda, opinión que comparto: una buena lectura nos hace mejores porque siembra preguntas y abre panoramas. Por lo demás este libro no prescribe recetas ni propone soluciones mágicas.

Entremos en el contenido. Con palabras describimos el mundo tal como lo percibimos y damos cuenta de todo aquello que experimentamos. A lo que cabe agregar que cuando las pronunciamos desencadenan hechos: despiertan entusiasmo, rompen una negociación, consolidan una alianza. Con palabras intentamos clarificar un sentimiento y sentar una posición sobre un tema. Con ellas nos acercamos o nos distanciamos. Esta es la cara vinculante de su poderío. 

Sin embargo, hay otra faceta que no siempre es agradable reconocer: esa descripción de la realidad o esa emoción que deseamos expresar son indefectiblemente parciales; pueden estar equivocadas o ser imprecisas, debido a que la mirada que desplegamos sobre nuestro mundo interno y externo está sesgada por los sentidos, la cultura, la predisposición. Nadie tiene una mirada biónica sobre nada. Cada quien tan solo es un observador miope del mundo desde su pedestal; otras personas están en lo mismo y observan cosas distintas. Aceptar la posibilidad de error y la tendencia dañina a permanecer plantados en las viejas creencias hace necesario dar el paso siguiente: la conversación. 

Las buenas conversaciones son el escenario ideal para corregir errores, pulir nuestros argumentos, encontrar la sensatez, mostrar las emociones hasta develar sus matices, soñar colectivamente. Una buena conversación ayuda a saber más y pensar mejor si no se realiza para convencer y confrontar. Sin embargo, como lo demuestra Sigman, para que ello ocurra es indispensable que dichas conversaciones se lleven a cabo en grupos de tamaño razonable, que todos los participantes puedan hablar y estén dispuestos a escuchar, y quizás lo más importante, creer que tanto los otros como nosotros mismos podemos cambiar de opinión. En un ambiente así hasta los más polarizados llegan a acuerdos. Incluso en el campo organizacional, las conversaciones tienen un poder mágico para imaginar futuros, diseñar estrategias, impulsar el desempeño, y mucho más. 

Por el contrario, una conversación masiva difícilmente supera el nivel de gritería, pocos escuchan, los más persistentes con sus argumentos arrastran la opinión de los demás, y la diversidad, que es la gran riqueza del grupo, se pierde.

(Tenemos un ejemplo a la mano. Los 47 Diálogos Regionales Vinculantes convocados por el gobierno como muestra de democracia participativa. Se inscriben 10000 o 15000 personas, asisten 1500 o 2000, el presidente llega tarde, pronuncia un largo discurso y se retira, y los organizadores quedan recolectando de alguna forma un extenso rosario de peticiones y quejas que deben incluirse en el Plan Nacional de Desarrollo de 120 páginas. Además del valor simbólico que tienen estos actos para reforzar la idea de que al pueblo se le escucha, una conversación con este diseño puede ser, como mínimo, decepcionante para la gente, y es una mala aplicación del diálogo transformador). 

Luego de las palabras y la conversación, viene el tercer gran tema del libro: la gestión de las emociones. Contrariamente a lo que dictamina el sentido común, las emociones no comienzan en la mente sino en el cuerpo, ya que son un conjunto de fenómenos fisiológicos y conductuales que surgen como reacción al entorno. El cerebro lee dichos fenómenos,  asigna un término a las sensaciones y evoca el significado que ya hemos aprendido (quizás esa es la razón por la cual deducimos el estado de ánimo de una persona con solo verla). Lo denominamos alegría, enojo, celos. Y para bien o para mal quedamos entrampados en la definición pregrabada; los gestos y conductas se adecúan a las palabras, y nos cierran otras posibilidades de acción.

Y ahí aparece la tesis de Sigman: se gestionan las emociones mediante la resignificación de ellas, poniéndoles nombres menos pixelados, más precisos y matizados. Al hacerlo, vinculamos otros circuitos cerebrales, estimulamos novedosas conexiones e interpretaciones. Construimos otros relatos para modular la rabia, la alegría o la desconfianza. Se entiende así por qué en cuestión de minutos en una montaña rusa pasamos del miedo al vértigo y al placer. El cuerpo vive lo mismo pero «ordenamos» al cerebro otra mirada; alentamos una nueva interpretación de aquello que estamos viviendo de tal forma que podamos cambiar la experiencia emocional y probar otras reacciones. Acudiendo a diferentes palabras superamos los límites del paisaje que vemos, de lo que sentimos y cómo nos lo explicamos. No se trata de esconder la emoción sino de resignificarla para ponerla a nuestro servicio y no al contrario. Obviamente este proceso no es automático: son requeridos disciplina, ensayo y error. Ni es tan simple como lo estoy exponiendo. Hay individuos, y países enteros, en los que predominan determinadas disposiciones emocionales que gobiernan férreamente su mundo privado y colectivo. Por ejemplo, un colombiano cultiva con desvelo la viveza, un argentino habita en la desconfianza total y un norteamericano soporta la dictadura del optimismo; y con esos filtros le dan color a sus vidas.

En síntesis, este científico defiende con buenos argumentos el potencial de las palabras para transformar la vida personal y social. Dicho lo anterior, un buen deseo para el 2023 es que sostengamos mejores conversaciones con nosotros mismos y con los demás.

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