El gobierno avanza en tierra derecha hacia la aspersión de los cultivos ilícitos con glifosato. Emite decretos y configura poderes jurídicos para facilitar la ejecución de su plan: copando de aliados el Consejo de Estado, ordenando que toda tutela contra la Presidencia sea tramitada ante el mismo Consejo, y asegurándose de que las instituciones de control estén en manos amigas. Pocas veces se le ha visto una gestión tan eficiente en un tema. Sus contradictores lo acusan, en tanto, de desoír las investigaciones científicas que demuestran las inclemencias ambientales y los efectos cancerígenos de esta medida en las personas.
Todos recordamos las audiencias públicas de 2019 convocadas por la Corte Constitucional, donde se presentó una copiosa documentación científica para esclarecer la estrategia del gobierno y allegar elementos de juicio encaminados al diseño de una política pública previsiva. Se blandían, como espadas, sesudos estudios de cada lado. Cuadros sinópticos, estadísticas, encuestas, nombres de institutos extranjeros impronunciables; inclusive a Guillermo Botero, ministro de Defensa de turno, se le criticó su ignorancia acerca del costo de fumigación por hectárea.
Fue una batalla científica, ni más ni menos. Y equivocada e inútil por lo visto.
Hace poco Daniel Innerarity (El País, 12/04/2021) advirtió sobre la epistemologización —disculpen el término— de la política. En otras palabras, se refería a la inclinación a convertir la pugna política en un careo de conocimientos, reservado para expertos, descalificando a ciudadanos y políticos por ignorantes e incompetentes. La ciencia por encima de la política en asuntos sociales.
Y la crisis sanitaria mundial acentuó esta tendencia: los gobiernos se escudan en los epidemiólogos para tomar medidas de cualquier naturaleza, tengan o no relación con la salubridad. El autoritarismo ha mostrado su aguijón por las rendijas de las normas para mitigar contagios. Hasta ha servido para que el presidente Duque salga en todos los canales de televisión todos los días en un programa autolaudatorio, solo porque la OMS (¡expertos!) avaló tal práctica. Según Innerarity, «En muchos sectores de la sociedad se ha asentado la idea de que la ciencia se ha ido convirtiendo en una institución que decide sin legitimidad sobre lo técnicamente factible, lo económicamente provechoso y lo políticamente conveniente».
Volver al sentido original del ejercicio político es pertinente: o sea, la confrontación de intereses y valores; no de saberes. Reconocerlo no es devaluar la política. Retomar la erradicación mediante aspersión aérea con glifosato no significa que la ciencia perdió la batalla, ni que las pruebas mostradas por el presidente sean más poderosas. No. Se trata de una decisión política, no científica; es decir, basada en ciertas creencias.
El gobierno está haciendo una apuesta moral y política —no científica—. Puso sobre la mesa sus valores y su ideología. Y eso está bien. Así se desenturbia el panorama político. Algo similar sucede con los bombardeos a campamentos de paramilitares o disidencias de las Farc en donde se detecta con antelación la presencia de menores de edad: no es falta de corroboración sino una decisión a conciencia, una disposición política. Obedece a determinadas convicciones.
Corresponde a los ciudadanos emitir un juicio de las consecuencias de tales acciones. Sobretodo, porque la primera reacción gubernamental es tomar distancia cuando hay efectos impresentables. Esta actitud se denomina desconexión moral (Ricardo Nausa), que la caracteriza el esfuerzo por elaborar justificaciones a conductas dañinas. Y los gobernantes de ahora y de siempre y de todas partes son habilidosos para esta tarea. Lo hacen de varias formas.
Una, argumentan que se ejecutó con fines dignos: derrotar al narcotráfico, detener la masacre de líderes sociales. Dos, usan eufemismos al sostener que no es posible controlar los efectos colaterales: muerte de menores, contaminación de ríos, enfermar seres humanos. Tres, desplazan la responsabilidad: la culpa es de quienes cultivan coca o secuestran niños. Cuatro, minimizan los daños y deshumanizan a las víctimas: solo murió un adolescente, los falsos positivos no son 6.402 sino 2.248, esos niños son máquinas de guerra.
Conviene, en consecuencia, desmontar estas estratagemas de los funcionarios que buscan lavarse las manos. Develar y rechazar los valores y creencias inspiradores de este tipo de planes. Entre ellos: el menosprecio de la vida de los más pobres; el desentendimiento institucional por el medio ambiente; la obsesión por defender una concepción moralista de las drogas y complacer las demandas de Estados Unidos; la falta de imaginación estratégica y de voluntad política para ensayar otras alternativas (la sustitución de cultivos ha demostrado su eficacia pero exige un trabajo más arduo); la fatal determinación de solucionar problemas con base en diagnósticos simplistas acerca del origen de las violencias en el país (todo —absolutamente todo—, es fruto del narcotráfico). Y la cima del descaro: el fin justifica los medios.
Visto así, es mala idea subordinar el debate político-ético al científico. Al fin y al cabo las investigaciones de todo el mundo demuestran la alta probabilidad de los estropicios del glifosato. (Por probabilidades infinitamente menores de daños, algunos países han suspendido por momentos la aplicación de vacunas). Y el gobierno lo sabe.
Observo una escalofriante coincidencia entre la crisis del covid —se descubre la vacuna pero no hay para todos— y las pruebas contra la aspersión de campos y campesinos colombianos con el herbicida glifosato: un triunfo científico y un fracaso moral.