Desde hace años Colombia viene ocupando el podio entre los países más felices del mundo. Sin embargo, en la reciente medición del Indice Mundial de Felicidad de la ONU, aparecemos en el puesto 52 entre 157. Los (supuestamente) aburridos —y hermosos, tranquilos, seguros, educados, prósperos, saludables, organizados, relajados, democráticos— países escandinavos dominan la tabla de puntuación. Incluso, en nuestra zona geográfica, nos superan Costa Rica, Uruguay, México, Panamá y Chile. Pareciera como si la pandemia hubiera pasado su factura. Algunos analistas están acongojados; otros están de plácemes porque al fin sale a flote la verdad o la bobada; otros no estamos seguros de lo que está pasando.
¿Qué se entiende por felicidad? ¿Cuáles variables se consideran para medirla o inferirla? ¿A quiénes les preguntan? ¿Acaso será una campaña de desprestigio contra el gobierno?
Para empezar hay que aceptar que los términos felicidad, alegría y bienestar son usados indistintamente por parte de investigadores y encuestados.
Savater propone diferenciar la alegría de la felicidad. La primera es un estado de ánimo, una especie de actitud con vocación de permanencia. No es posible determinar con certeza la razón fáctica que la produce; es como una manera de ser y estar en la vida. Aún en malos momentos. Algo así como «la tonalidad global de toda una vida» (J.P. Margot). En cambio, la felicidad se asemeja a un relámpago, cuya causa podemos identificar y se desvanece paulatinamente. Es un estado exagerado.
Daniel Kahneman, psicólogo, premio Nobel de economía 2002, introduce otras distinciones conceptuales. Sostiene que cuando las personas responden la encuesta asumen una de dos posiciones: contestan desde un «yo que recuerda» o desde un «yo que experimenta». En el primer caso pueden estar haciendo un rápido balance general (cómo ha sido su vida hasta ahora); en el segundo, hacen referencia a un momento reciente del cual evocan con claridad los motivos de su sensación (la emoción de un encuentro con alguien querido o la liberación de endorfinas al hacer deporte).
Para la Ciencia de la Felicidad —no se sorprendan: existe esta disciplina en el mundo académico—, no hay que hilar tan fino. La gente explica los motivos de sus respuestas a la encuesta y los investigadores cruzan la información con variables socio demográficas (edad, género, ubicación, ingresos, educación, estado civil, actividades y emociones, etc.), sacan conclusiones, diseñan las fórmulas de la felicidad y aconsejan políticas públicas. (Después, estos hallazgos son explotados por los escritores de libros de crecimiento personal, gracias a cuyas ventas se hacen millonarios. Esos sí han descubierto un camino, no hacia la felicidad, sino a la prosperidad que consuela mucho).
Estas investigaciones arrojan un resultado singular. Que el 10 % de la felicidad depende de las circunstancias, el 40 % de actividades deliberadas (sentimientos, pensamientos, conductas) y el 50 % de la genética (S. Lyubomirsky). En otros términos, es algo cuya responsabilidad recae en esencia en los individuos; lo importante es tener un propósito en la vida, estar cerca de la familia y disponer de una red de amistades. Otros, incluso, sugieren que es suficiente con tener días de buen sol, buena música y comida.
Las conclusiones eximen de responsabilidad a los estados sobre la felicidad o la alegría de los ciudadanos. Las reduce a un asunto privado, ignorando que se han dejado en manos de las leyes del mercado asuntos vitales (salud, educación, pensión), descartando la contribución de la búsqueda del bien común y el disfrute de libertad como partes de la dicha de existir. Y los gobiernos, encantados de no sentirse apurados de rendir cuentas y diseñar políticas públicas al respecto.
Retomando el estudio que nos bajó del curubito de la felicidad mundial, se encuentra cierta lógica en la clasificación. Las variables medidas hacen referencia al bienestar, causante directo o indirecto de aquella sensación: PIB per cápita, redes sociales de apoyo, esperanza de vida, niveles de libertad, generosidad y baja corrupción. Y los países triunfantes ofrecen este exuberante menú. Colombia… no tanto.
Entonces, confundido, uno se pregunta: si las variables anotadas no son las más destacadas de Colombia, qué explica la frecuencia con la cual aparecíamos como uno de los pueblos más felices de la tierra?
Siguiendo la distinción entre felicidad y alegría que propone Savater, una respuesta tentativa es que somos alegres empedernidos —mejor dicho, gocetas—. Porque en todo lo malo vemos el lado bueno o cómico. «La alegría es a pesar de lo que hay, no merced a lo que hay», como afirma el mismo filósofo. Ante un mal gobierno preferimos, más que protestar, pensar en que faltan pocos meses para terminar su periodo; ante un atraco, celebramos que no nos peguen un tiro; donde comen dos, comen tres; la selección de fútbol es nuestra fuente primordial de alegrías y tristezas colectivas. De hecho, ese espíritu ha contribuido a la propagación del covid: no hay nada que nos detenga para reunirnos apretadamente a celebrar la vida aunque tentemos la muerte. Nos matamos por vivir, como decía García Márquez.
Quiero pensar que no es una patología cultural. La alegría, en vez de las armas, es nuestro mecanismo de defensa personal. No es suficiente para ganar el mundial de felicidad pero sí para seguir adelante con cordura en nuestra desgastante realidad.