La Sinfonía del Pedal

Publicado el César Augusto Penagos Collazos

Los demonios de un ciclista madrugador

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La alarma suena a las 3:30 de la madrugada y la estridencia de su timbre me indica que llegó la hora de la verdad: levantarme para salir a montar en bicicleta. Aún con las luces apagadas y dándome un tiempito de gracia – los famosos cinco minutos- pienso en el frío feroz que afuera intimida a habitantes de calle, guardias de vigilancia, vendedores ambulantes, y todos los que trabajan y se divierten, cuando el sol está al otro lado del mundo.

Me despego de la cama de un brinco, porque de la cama hay que desprenderse así, de sopetón, incluso cuando vamos a hacer lo que más nos gusta. Prendo la luz y miro el reloj: han pasado cinco minutos en efecto; aún estoy a tiempo. Antes de ir al baño, entro a la cocina y pongo a asar tres plátanos maduros, mi alimento predilecto, que no toma más de 20 minutos en estar listo para echármelo a la muela.

Me miro al espejo y trato de no dejarme atormentar por esa cara patética de los recién levantados. Me pongo el bicicletero, la camiseta de un gran fondo que corrí hace algún tiempo, y cuando ya estoy listo para hacer el café con el que voy a bajar los plátanos, aparece mi mamá a su hora acostumbrada, a las 4 a.m., y suelta una frase demoledora: “está lloviendo”.

Las mamás suelen poner en el dedo en la llaga y a veces lo hacen con cierta intención no tan santa. Ella sabe que ese comentario hará trizas mis planes de salir ‘otra vez’ a joderme la existencia, dando pedal en los alrededores de Bogotá. En otra ocasión, muy a las cuatro de la mañana, salió de su cuarto y con urgencia me contó un sueño: “…usted se había caído de la bicicleta…”. Ella no supo, pera esa mañana estuve preocupado durante los 100 kilómetros recorridos, esperando a ver a qué hora me iba de bruces, por aquello de que las palabras de las mamás son premonitorias.

Con la resignación del caso, abro la ventana y veo que en verdad está lloviendo. He encontrado la excusa perfecta para no salir y dormir como la gente normal, hasta las seis o las siete de la mañana. Como un guerrero derrotado, iba a decir, como un niño regañado, me voy desvistiendo, primero me quito las mangas, luego la camiseta del gran fondo que corrí hace algún tiempo, me bajo las tirantas del bicicletero y me siento pensativo en el borde de la cama. ¿será que escampa? Entonces, me levanto y sacó mi brazo derecho por la ventana para medir el peso de las gotas. A decir verdad, es una llovizna.

Nuevamente sentado en el borde de la cama, con los codos clavados en las piernas, me tomo la cabeza con las manos y me recrimino por la falta de compromiso conmigo mismo. ¿se va a dejar derrotar por esas chispitas? ¿es una excusa para quedarse a dormir y llenarse de pereza hoy y mañana y todos los días que amanezca igual o parecido? Así no va a progresar como aficionado mijo…(esí habla la voz de mi voluntad).

Toda esa sarta de autoreproches me levantan y me empujan a la ventana, otra vez, saco el brazo para medir el peso de las gotas y me digo que la lavada no será tan severa como me la imagino y que cuando llegue al oficina y me ponga la ropa del trabajo, olvidaré todo el sufrimiento de ir mojado hasta la coronilla, en esta tierra de páramo. Entonces, lentamente, me vuelto a poner las mangas, me subo las tirantas, me pongo la camiseta, voy a la concina y empiezo a engullir aquellos plátanos dorados que me darán la energía para soportar el ritmo, durante las dos o tres horas siguientes. Mi mamá me mira de reojo y me dice que no ha parado de llover, pues ella está segura de que me echaré para atrás.

En el más absoluto silencio pienso que debo protegerme de todos los ataques externos que siempre querrán hacerme desfallecer, especialmente a esta hora del día. A pesar de que en realidad sigue goteando, no es ningún invento, me insto a mantener la más acérrima independencia moral para hacer mi voluntad, pues hay tanto vínculo emocional con las mamás que sus apreciaciones pueden ser devastadoras. Aprecio sus sentimientos, hermosa ella, pero me decido por lo que yo quiero hacer.

Son las 4:20 a.m. y aún estoy a tiempo para salir de la casa e ir al encuentro con los otros aficionados al ciclismo que madrugan tanto como yo, o más, con quienes regularmente doy la famosa vuelta a la sabana: el recorrido empieza en la autopista norte con calle 134, giramos a la derecha hacia Sopó, pasamos por La Calera, y finalmente, subimos Patios, vía que conecta con la carrera séptima.

Soportando el frío intenso de esta madrugada y con chispitas de agua en el rostro, empiezo a pedalear con cierta resignación, pues no es fácil exigirse tanto todos los días. Podría vivir tranquilo como la mayoría de la gente que se ciñe a sus obligaciones y hace únicamente lo imprescindible; son sabios. Pero bueno, algunos escogemos los caminos más difíciles, porque en nuestro interior hay algo que nos empuja hacia lo valeroso, épico o poético.

Han pasado pocos minutos desde que salí de la casa y para mi grata sorpresa, me doy cuenta de que llovía exclusivamente en el barrio donde vivo. Tal vez, ni siquiera es preciso decir que llovía en ese barrio, sino que una extraviada nube, había roto en llanto sobre el tejado de mi morada. De repente, sale el sol.

Por: César Augusto Penagos Collazos

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