Están de moda los grandes fondos de ciclismo en bicicleta en Colombia, eventos deportivos de alta exigencia física que cautivan a más aficionados, semiprofesionales y profesionales. Miles de personas pagan por ‘sufrir’ durante recorridos que pueden tomar más de siete horas. Este es un breve recuento de mi última participación en el Gran Fondo Nueva York, versión Colombia 2016.
Bogotá, abril de 2016. Miles de personas habían concurrido a esta cita con el fin de medir fuerzas en los trazados de 100 kilómetros, el medio fondo, y 140 kilómetros, el Gran Fondo. Era la segunda vez que participaba en Gran Fondo Nueva York, Colombia. Al igual que la primera, el día estaba frío y con evidentes signos de lluvias incontenibles, en el transcurso de la mañana.
La partida se dio como lo habían establecido los organizadores del evento: el domingo 10 de abril, a las 7 a.m. Una fila gruesa y abultada de ciclistas procedentes de varias regiones de Colombia y de otros países como México, Brasil, Italia y España, entre otros, protagonizaron un arranque lento por las calles principales del municipio de La Calera.
En comparación con mi experiencia del año anterior, oportunidad en la que me gasté 5 horas y 20 minutos en el recorrido, en esta ocasión, mis nervios estaban bajo control. Otros eventos de igual magnitud (La Ruta Colombia), y el entrenamiento disciplinado de los últimos meses, me daban la confianza de una muy posible destacable actuación en mi categoría amateur de 18 a 40 años.
Rápidamente adelanté a decenas de participantes que avanzaban sin prisa por las primeras cuestas del recorrido. En el Alto de Arepas (saliendo de La Calera), mi paso coincidió con el de un buen amigo, que me puso rueda hasta el municipio de Guasca. Su ritmo fuerte en el ascenso a Guasquita, se imponía sobre otros aficionados que iban quedando atrás sin remedio. Yo mismo me vi obligado a bajarle a la intensidad, calculando que la loma dura era La Cuchilla, un trayecto de más de 15 kilómetros, cuya altura alcanzaba los 3400 metros sobre el nivel del mar.
Luego de nuestra separación, pues el buen amigo seguía la ruta del medio fondo, y en el momento de tomar la variante para iniciar la subida al páramo de Guasca, sucedió lo que jamás pensé que me sucedería en un evento de esta categoría: un pinchazo. El fatal destino se hacía presente y entre incrédulo y apesadumbrado, me bajé de la bicicleta para confirmar la veracidad de esa mala hora. ¡sí!!!! Había pinchado la llanta trasera.
Sin más remedio que asumir la cruda realidad, empecé la maniobra muchas veces practicada de quitar la llanta, sacar el neumático y buscar el orificio por donde se escapaba el aire. Pero esta no iba a ser una pinchada normal, pues vaya sorpresa, en mi kit de despinche no aparecieron las palas metálicas que sirven para desencajar las corazas, las cuales cargo todos los días sin falta en mi rutina de ciclista urbano. En ese instante desolador y lleno de lluvia, sólo contaba con el pegante, unos cuantos parches y el inflador que de poco o nada me servían para conjurar el daño.

Con la bicicleta patas arriba al lado de la vía, miraba pasar sin remedio, todos aquellos ciclistas que había dejado a mi paso algunos minutos atrás, unos con actitud competitiva, otros con pinta de turistas y otros que iban de paseo, todos, todos pasaban, mientras yo revoleteaba buscando un destornillador u otra herramienta para sacar la manguera e iniciar el trabajo de ingeniería del despinche. La verdad no tuve tiempo de reprocharme por no llevar un neumático de repuesto, pues nunca ha sido mi costumbre.
Cuando había pasado una eternidad, un hombre se apareció con el tan anhelado destornillador. Pasaban y pasaban ciclistas. Saqué el neumático, lo inflé para sentir o escuchar la fuga de aire, una acción fallida. Por fortuna, la lluvia había creados sus charcos, en uno de los cuales probé el tubular que no dudó en mostrar el punto de su herida. Por un instante se me pasó por la cabeza renunciar a la competencia, pues ni a palo cumpliría mi meta personal de parar el cronómetro por debajo de las cinco horas.
Había llegado al punto más alto del desespero: renunciar o no renunciar, esa era la cuestión. Aquel enojoso instante, lleno de impotencia, carente de asistencia técnica en un evento tan costoso, era como una prueba dentro de la prueba, una especie de examen que me habían tendido los dioses más exigentes del universo. Bueno, no los dioses, pero si el engranaje imparable de las circunstancias.
En esas breves milésimas de segundo, recordé la plata invertida en la inscripción, las luchas que había dado para cambiar el horario de trabajo, todas esas madrugadas en las que había destilado sudor del bueno recorriendo lomas y valles, la travesía Bogotá – La Guajira (1600 kilómetros), la plata invertida en la asesoría profesional (entrenador), la plata invertida en un pulsómetro y las mil y una batallas para mantener una disciplina inquebrantable ante los coqueteos de la vida nocturna y licenciosa. Sin lugar a dudas, había llegado a un momento de profundidad existencial.
Los mecánicos del evento aparecieron a ponerle 100 libras de aire a la delgada llanta, cuando yo acomodaba el inflador para devolverle la ‘vida’ a la rueda. Me alcancé a imaginar los dioses exigentes del universo haciendo sus apuestas por mi derrota. Imaginé al inexorable engranaje de las circunstancias saboreándose los dedos, ante una renuncia a la que al final no di paso.
Esa actitud tan personal que me caracteriza de seguir a pesar de presentir el error y el fracaso, como irse de frente contra un muro y no hacer nada para evitarlo, esa terca voluntad, me puso de nuevo a pedalear al lado del último ciclista dominguero que había esperado el final de tanta algarabía para hacer su recorrido matutino.
Ahora, el camino estaba despejado a mis anchas y era yo contra mi otro yo y otros yoes que hablan dentro de mí. Los pedalazos me fueron impulsando por la carretera asfaltada y curva del páramo de Guasca. Poco a poco, a media que me iba profundizando en la niebla de la montaña, dejaba rezagados a decenas de escarabajos.
Con el ardor en las piernas, el pecho ardiente por la falta de oxígeno y una frecuencia cardíaca que en vez de aumentar, disminuía (¿por el frio?), coroné el famoso puerto de montaña, el cual descendí como alma que lleva el diablo y sin medir consecuencias. En mi mente volvió a nacer el deseo de parar el cronómetro por debajo de las cinco horas. ¡Había vuelto a nacer!!!
Entre los municipios de Guasca y Guatavita, pasé los barrizales cual pistas de velódromo. Entre Guatavita y Sesquilé, seguí recuperando muchas posiciones, especialmente, en aquellas subidas cortas y repetitivas (repechos) que muelen las piernas más entrenadas. En algunos momentos, sentado, en otros, parado en pedales; el plato grande, el plato pequeño; moviendo los piñones, sin descanso, así, con alma y sombrero, hice el retorno por la misma vía, hasta La Calera, donde estaba la ansiada meta.
Por su puesto, los ganadores ya habían almorzado y esperaban impacientes el momento de la premiación. La medalla de finalizador, la oculté entre un bolsillo y emprendí el regreso a Bogotá en el vehículo de otro amigo que también había participado en el Gran Fondo, eso sí, con una destacada actuación. Él, con la rodilla izquierda inflamada por la sobrecarga física, con nauseas, dolor de cabeza y lleno de barro hasta la coronilla, me preguntó: ¿mopri, por qué será que nos gusta esto?
Nota: Mi tiempo oficial fue 5 horas y 06 minutos, mientras que en la cronoescalda de la temible Cuchilla, hice mi mejor registro: 46 minutos. Ahora con la cabeza fría, pienso que definitivamente mi victoria consistió en superar el pinchazo.
Por: César Augusto Penagos Collazos
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