Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Una mujer feliz

Cecilia Faciolince era una mujer feliz. Es lo que se podía juzgar estando con ella; sin embargo, no se puede estar seguro de que esto se puede afirmar sobre nadie, pues es difícil definir en qué consiste la felicidad. Menos difícil es definir la alegría. Se puede afirmar que Cecilia era una de las personas más alegres que uno pueda conocer en la vida.

Los alegres saben que alegran a los que los rodean, los alegres dejan en la penumbra sus propios sufrimientos, los alegres son imprescindibles. Hay una forma de egoísmo en eso de pensar que los demás deben conocer y sufrir nuestras angustias. No es que la vida personal deba parecer perfecta, pero es hermoso proteger a los otros de nuestras penas. Borges confesó en una entrevista que se arrepentía de nunca haber sido capaz de mentirle a su madre cuando ella le preguntaba por el progreso de su ceguera. Él siempre le aseguró que su ceguera aumentaba. Borges sufría de retinitis pigmentosa. Algo lo impulsaba a imponer la cruel verdad sobre la felicidad de su madre.

Cecilia era una persona alegre y generosa. Voy a contar una anécdota que muestra su personalidad. La escribí para Catrecillo, hace mucho tiempo (Suegros en Navidad):

“Tenía que hacer una parada en el camino. Mi pareja se encontraba en la casa finca de su madre. Él había olvidado empacar la novela que estaba leyendo (teníamos la costumbre de separarnos en las fechas especiales, con la finalidad de estar con nuestras respectivas familias). Antes de meter el libro en el morral, abrí una página al azar y leí una frase subrayada con tinta de color café que decía: “Si nuestro afecto a los muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque morimos nosotros mismos”. Asentí con la cabeza, como si estuviera conversando con alguien, y cerré el libro.

Cuando llegué a la casa finca, mi suegra caminaba lentamente sobre el cascajo de la entrada. Me miró, mientras yo imaginaba sus pensamientos al verme llegar en un carro atestado de gente: que cinco personas le habíamos caído a almorzar de repente, que qué haría. Quise correr a explicarle que no, que solo estábamos de paso, cuando ella se acercó a darnos la bienvenida. Antes de que yo pudiera pronunciar una palabra, dijo (usando un tono de voz alto y entusiasta): ‘Querida qué es esta felicidad, bienvenidos todos a almorzar, es una maravilla tener compañía’. Me sonreí, me reí.  […] Alegría es en realidad una forma de generosidad, un tipo de compasión y de comprensión; una perspectiva de la vida menos inmediata, más distante; una perspectiva que reconoce lo efímeros y lo ínfimos que son los pequeños inconvenientes; más que nada, es una manera hermosa de amar”.

Cecilia era una verdadera feminista. Siempre fue independiente económica e intelectualmente. Hay que recordar que las mujeres de su generación se dedicaban casi exclusivamente al cuidado del hogar. Desde muy joven montó una empresa de administración de propiedad raíz que llegó a ser muy exitosa. Manejaba su plata, su tiempo, su auto, su vida. Estamos hablando de una mujer que este martes tenía 95 años.

Cecilia vivía con los pies en la tierra. Su reino era de este mundo. Estaba enterada de todo lo que pasaba. No se perdía los noticieros, y leyó el periódico hasta el último día de su vida. La situación del País siempre le preocupó. Tenía sus propias ideas sociales y políticas. En mi opinión, muy sensatas. Porque la sensatez, la cordura y el control de las emociones, incluyendo las que se necesitan para ser prudente, fueron otras de sus características más sobresalientes. Me doy cuenta de que si quisiera escribir sobre sus cualidades necesitaría un libro entero para contar quién fue esta mujer ejemplar. Esa es la palabra justa para hablar de ella: ejemplar.

Contaré caprichosamente sobre otros aspectos de su personalidad. Cecilia cocinaba muy bien. Escribió un libro de recetas de cocina que recomiendo: Recetas de mis amigas. Nunca dejó de impactarme el hecho de que a cada hijo (cinco) le festejara, con fiestas y comidas especiales, todas las fechas importantes: cumpleaños, grados, premios, etcétera. Sus banquetes no solo eran abundantes (como si siempre estuviera preparada para recibir más gente que la que había sido invitada), eran exquisitos. Ella dirigía y trabajaba en la cocina, incluso, empezaba desde varios días antes del evento para preparar todo lo que pudiera ser hecho con anticipación.

Le encantaba el arte de la culinaria. Las personas que saben cocinar son casi siempre generosas. La gente cocina para agradar a los demás, para darles felicidad, para compartir, para dar placer. Casi nadie cocina para sí mismo solamente. Cecilia era muy curiosa, siempre preguntaba cómo se hacía esto o aquello. Nunca degustó un plato sin copiar la receta en un cuaderno.

Ahora, algo más personal. Cuando la conocí hace veinticinco años o más, me gustó tanto su manera de ser, me pareció tan encantadora y tan inteligente, que le dije que quería ser su amiga, independientemente de los vínculos familiares que pudieran acercarnos o alejarnos. Ella me sonrió sin comprometerse. Ocurrieron muchos eventos disuasorios como para hacer atractiva mi propuesta; sin embargo, un día en el que yo estaba cumpliendo años, me llegó un regalo con una tarjeta escrita de su mano (una vez entre muchas veces, pues me dio muchos regalos). En esta me decía que ella recordaba mi propuesta y que ahora era ella quien me pedía que nos acercáramos más.

Hace pocos días fui a visitarla. Había querido hacerlo desde hacía tiempos, pero un miedo tonto me lo impedía. Yo sabía que ella estaba enferma y temía que no me reconociera, temía ser pesada o inoportuna. Me cogió la mano y me dijo que me quería, me dijo que habíamos sido amigas y lo seríamos por siempre. Yo también le dije que la quería. Antes de decir adiós, me dijo me haría una pregunta muy personal: que si yo todavía estaba enamorada de mi marido. Pensé en Borges, en la relación de él con su madre, y, a pesar de eso, contesté con la verdad y sin compasión.

Cecilia sabía vivir. Todos la adoraban, todos la adorábamos. Abro su libro de recetas y me prometo irlas ensayando todas, poco a poco. Para lograrlo se necesita una vida, una vida muy larga. Yo sé que ella conocía otras recetas: esas que conocen los alegres, seres tan definitivos, tan esenciales en nuestras vidas.

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