Cuando se recurre a la memoria recovando sobre gavetas amontonadas en el cerebro con una mezcla de información, sentimientos, situaciones anómalas y placenteras dirigidas por un espíritu frustrado que va camino hacia una libertad sublimada por el tiempo, realizo que han pasado décadas. Para unas memorias escritas, grabadas y actuadas que sucedieron y participé en los años cincuenta, la más antigua, son exactamente cinco décadas, cuatro para los años sesenta, la época que marcó memorias impactantes y que fueron las regidoras del aprendizaje. Suena más fácil decir, ¡así es la vida!
Eso, hoy, me hace comparar entre cuando vivíamos en el siglo pasado, y pensábamos como iba a ser el futuro, el hoy, y analizando este hoy, mirando hacia el pasado, me encuentro enfrentando imágenes grabadas de actos humanos considerados como parte de la cultura, que ahora, solo se le puede definir como repugnantes. No sé si siguen vigentes todavía, pero en los sesenta, recuerdo dos ocasiones cuando dos familias diferentes y etapas de ese tiempo, se acercaron a mis padres ofreciendo en una de las ocasiones dos hijas, y en el otro, la otra familia, tres hijas. La primera vez en el principio de los sesenta, y el segundo caso, al final de esa década.
¿Era normal? Cuando extendí la visión expandiendo el círculo familiar alrededor de familiares, luego amistades y, por último, desconocidos, fue cuando entendí que entonces sí era común. Con varones, no viví la experiencia. Era parte de un comportamiento admitido y prácticamente un secreto en boca de todos, recibir esas niñas como ayudantes caseras, sin paga, a cambio de cama donde dormir y comida. Ese era primordialmente el pago del intercambio por el hecho de practicar esclavitud, parte de un culto que combinaba dos estratos sociales, el pudiente contra el impedido, en la década de los años sesenta, pleno siglo veinte, en un país considerado religioso, conservador (¿de costumbres?), un país que se afanaba y mucho más ahora de identificarse con ser un país culturizado con una libertad de expresión y un respeto al ciudadano.
La explotación era propia forma de una esclavitud porque se les controlaba el tiempo, la cantidad de comida que ingerían y el tiempo destinado a dormir. No vacaciones si no cuando la familia recibidora las tenía, no se les permitía entablar amistades fuera de la casa, y las visitas de una familia eran anuales, pero para pedir “los aguinaldos”; la otra familia nunca los visitó, pero las tres hermanas en un período de seis años fueron a visitarlos dos veces llevando algunos regalos y se les mandaba algo de dinero.
Se le festejaban sus cumpleaños, su poca ropa, la heredaban de dos o tres generaciones anteriores incluyendo los vestidos de baño, porque si la familia iba a un paseo o a la playa, ellas ayudaban un poco, pero se les daba tiempo para su propia distracción. Era una relación amo-esclavo-familiar.
Generalmente, tenían un horario como trabajadoras de la casa relacionado con la limpieza, unas a cocinar, otro tiempo para lavar la ropa, planchar, de ocho a diez horas de trabajo diario en total, y si se sentaban a mirar televisión, era también un “traeme esto o llévate eso.” Pero sí podían y miraban televisión en la noche unas dos o tres horas, así como las populares telenovelas.
Recordé una anécdota de una de esas noches mirando televisión con una de esas muchachas y como a las diez de la noche solo quedamos los dos. En una propaganda de una compañía de seguros de vida, aparecía una niña como de seis años meciéndose en un columpio. ¡Esa noche me comenta la muchacha, “! esa iñita tiene cogaje! Mececse en ese coumpio a ejta hora.”
En el párrafo anterior al pensar en como referirme sobre cualquiera de las niñas, no encontraba la palabra apropiada, porque, aunque la que usé “muchachas” que se refiere a una mujer en la adolescencia, y eso eran ellas, ese término también es denigrante y se refiere a la servidumbre de la casa, la clasificación culturo-social que distancia la humanidad entre sí formando barreras. No me arrepentí usar el término porque lo que escribía era acerca de unas niñas que crecieron en esclavitud en un hogar extraño al principio para ellas y que luego se convierte en un núcleo funcional dentro de ese sistema, esclavo-amo-familiar.
Otro pasaje que recordé es que una vez acompañé a mi padre a una de sus fincas que quedaba cerca a El Guamo, Bolívar. Había casa para nosotros la familia y casa para los trabajadores. (Me hace pensar de las películas estadounidenses de cuando se refieren a la época de la esclavitud.) En la noche nos sentamos en unos mecedores en la terraza de la casa de nosotros, y todos los trabajadores, como cinco más esposas y niños, se sentaron alrededor de nosotros. Por supuesto, como era el único radio portátil que había en la cercanía, que hasta unos vecinos nos visitaban para escuchar las radio novelas. Fácil, de treinta a cuarenta personas.
Al rato comenzó un tipo de desfile. Yo tenía como catorce o quince años, y las participantes estaban entre los trece a los veinte. Fueron como diez. La verdad, que hasta ahora que escribo este artículo, es que caigo en cuenta que el desfile era también para mi papá. ¿O era para mí solamente? ¿O para los dos? Esa era otra costumbre también en los campos con las hijas o familiares de los trabajadores de una finca ofreciendo como “novias”, queridas o lo que fuese a los hacendados. ¡Popular!
Pero hay algo más. No era solo los trabajos caseros, ya que la explotación sexual ocurría frecuentemente, y las muchachas, que estaban en plena pubertad, también participaban interactuando con sus ritos intercambiando manifestaciones sexuales de diferente categoría, incluyendo la culminación del coito. ¿Cómo explicar estas anomalías? Especialmente a mis hijos o nietos que desde pequeños han aprendido a repudiar un sistema feudal como obsoleto, ilegal, y más que todo, ¿inhumano?
Hace cinco décadas era natural para cualquier familia de los dos bandos, opresor y oprimido, aceptar ese intercambio. ¿Todavía existe? O será que no lo veo porque ¿ya no estoy involucrado en ese sistema? No me sorprendería en lo mínimo.
Desde el año 2016 vivo una parte del año en Barranquilla y la otra en Los Ángeles, California. En ambos lugares tengo quien me ayude en la casa, pero esa ha sido mi costumbre siempre. A mis hijos y a quien quiera escuchar predico que yo soy muy caro, aunque no esté ganando dinero, para contratarme para hacer los trabajos de la casa. Así no esté haciendo nada. Pago lo justo a cada quien, tanto en Los Ángeles como en Barranquilla. Ambas tienen tiempo trabajando conmigo, la de Los Ángeles quince años, la última, desde el 2016, cuando me radiqué temporalmente en Barranquilla. Equitativo, con respeto y sin ventajismo. Eso quiere decir que ya no pertenezco a ese núcleo.
Pero pensando bien, es posible que continúe existiendo. Este pueblo, porque eso es lo que es, continúa dominado por un obscurantismo patético, criminal, arrogante, e irrespetuoso en muchos de los vínculos de cada estrato. Las compañías financieras desfalcan a diario con sus empleados, se forman organizaciones de carácter conspiratorio interno donde uno a uno asocia a una nueva persona una vez descubra lo que de verdad pasa detrás del escenario de cada empresa. Es aceptado ser un “vivo” porque eso es lo que caracteriza ser “inteligente.” Y explotar a la gente, es un acto disfrazado bajo un manto de asistencia.
Los años pasaron, me radiqué en California, y de las muchachas lo último que oí como en el principio de los noventa es que dos se casaron, una crio a sus hijos, la otra regaló a los suyos, y las dos últimas nunca se casaron ni tuvieron hijos. Lo cierto es que, si me tropiezo con alguna de ellas, no las reconocería. Ahora lo único que vive es un recuerdo mixto con sentido de culpabilidad por no poder hacer nada con esas memorias que ahora son, solo un repudio a la naturaleza social de una época sumida en cultura colonial ocurrida en pleno siglo veinte en Colombia. ¿Ocurre todavía?