
Este territorio tiene un encanto que embruja, seguramente en uno de mis viajes por mares, ríos y esteros se me apareció La Tunda, desde entonces no puedo sacar de mi mente y de mi corazón al Pacífico nariñense. Vivo entundado por los gratos recuerdos de su gente maravillosa, trabajadora, amistosa y festiva. En mis oídos aún retumban los sonidos que marcan ese territorio, las voces de los amigos para recordarme que ahí yo era uno más entre ellos; las voces de los pobladores que visitábamos que, sin conocerme, me ofrecieron su tiempo y su espacio; las voces de los manglares que aún me siguen hablando y contando historias que me siguen manteniendo allá.
Desconozco si Aurelio Arturo, el célebre poeta nariñense, recorrió o conoció nuestro Pacífico nariñense, a veces me da por creer que sí, quizá en los muslos de su nodriza, que le alarga los cabellos, pudo conocer la historia contada y cantada en arrullos y nanas, por eso escribió: “Te hablo también: entre maderas, entre resinas, / entre millares de hojas inquietas, de una sola hoja: / pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia, / hoja sola en que vibran los vientos que corrieron / por los bellos países donde el verde es de todos los colores, / los vientos que cantaron por los países de Colombia”, es ese el olor de resinas que uno percibe cuando entra o sale de Salahonda, de los esteros que son caminos de esas finas maderas.
Quizá por el Telembí o por el Mataje me divisó la Madre de Agua y me mantiene en su pensamiento, esperamos no haber caído en su tentación y haberle hecho algún mal a alguien. ¡El agua!, este territorio es el país del agua, que brota a borbollones y circula rauda por donde uno va. Mis retinas no han olvidado las gotas que se condensan trémulas en las hojas del rio Ñambí, lugar en donde se elevan hasta el cielo, en territorio Awá, para bendecir a los dioses y purificar a los hombres. O en las fuertes ollas que forma el alto Patía para llegar a Tortugo Magaly, distante vereda de Magüi Payán, donde todo lo verde es posible. O en la placidez del estero Mariano, donde se forman hermosos espejos de agua, donde el cielo y la tierra, en un planeta de agua, son uno solo.
Por las noches, cuando cierro los ojos, parece que veo al Riviel, y no me deja salir de allá, parece que veo una lucecita azul, que me lleva de Iscuandé a Tumaco, y cuando creo que he terminado el viaje, un cierto encanto por volver se posesiona de mí, y así me la paso de noche en noche. Quizá es este dios inquieto el que no me deja ir, tal y como atrapó al lanchero que, después de haber parado para disfrutar de los delfines que nos perseguían para llegar a Mosquera por fuera, como dicen allá y bien aprendí, me contó que a él lo tuvo encantado toda una noche, hasta que sus oraciones enseñadas por su abuela y la frase mágica que le aprendió al abuelo, “Andate a la punta de un cuerno y sobre vos candela”, lo liberaron y pudo irse. Yo no quiero irme, que el Riviel me siga manteniendo de un lado a otro. ¡Qué importa!
En el Charco, sobre el Mataje, por la Vuelta del Mero, en tierra de Eperaras Siapidaras, me atrapó el corazón la Cucuragua, por eso siento estas ganas de volver, de dejarle por las noches el carbón, para espiarla y volverla a ver. Y recuerdo entonces que cuando se viaja de noche, algo mágico hay en el aire, se divisa únicamente los fogones que forman el hogar, en cuyo derredor está la familia alimentando sus propias tradiciones, tan ricas y hermosas, que quienes las escuchamos no podemos jamás olvidarlas. A veces también vuelve el eco del cununo, pero especialmente el de la marimba, que termina por volver todo un verdadero encantamiento, donde la chonta ejerce todos sus poderes y, estoy seguro, jamás nos dejará ir.
También me da por pensar que soy un alma en pena, y que no soy ya de este mundo, que navego por el río Nerete, para llegar a Amarales, y de ahí retornar a La Tola en el Marabelí, hermoso barco que lleva todas las almas que van muriendo, y yo no se si gritar ¡Presente! o ¡Ausente! Lo cierto es que, cuando siento ganas de una piangua, de un encocado o de un tapao, me siento más vivo que nunca, entonces los suculentos platos se vuelven a presentar en mi mesa; ahí el pusandao, hecho con carne serrana, traída de la fría Túquerres, que junto con el pollo, el plátano, la yuca y la chillangua, forman una exquisitez que nadie se resiste a no aceptar. Ahí sé que estoy vivo.
Y vuelvo entonces a estar ahí, en medio de esas playas que se extienden por todo el horizonte, bellísimas, con sus arenas tostadas por el sol, haciéndole un honor a toda la gente que ahí se baña, que ahí pesca y que ahí vive. En El Morro, El Bajito, Amarales, Playa Grande, Playa Vieja, La Playa, Bazán, en fin, todos los municipios costeros tienen sus lugares de diversión, donde se hace el paseo de olla, se preparan ricos platos con pescado fresco y frutos de la tierra y el mar. Nunca me sentí un turista, y a veces es mejor que no lleguen. Así se disfruta la cotidianidad del día sin aditamentos, sin artificios. Ahí fui feliz, y sigo siéndolo, cada que evoco esos horizontes que no me dejan ir.
Por el Telembí llegamos a San José, cabecera de Roberto Payán, atravesando y cogiendo la carretera llegamos también a Magüi Payán, y sobre sus aguas se vierte majestuosamente la célebre Barbacoas, en oro y leyendas también cantada, ciudad que atrajo la atención de los españoles desde su llegada, ya que de voz de Cuaiqueres y Sindaguas, escuchaban que sus habitantes tenían sus casas con pilotes de oro y que comían en tazones del material sagrado, regalo de sus dioses. Ahí muchos también se entundaron, atraídos por el oro, la riqueza y la fama. Pero muchos ignoraban que el hechizo consistía en quedarse ahí para gozar de su fortuna, o salir y perder todo, como les pasó a muchos. A sus minas llegaron los primeros hombres y mujeres procedentes del África, al hermoso territorio y lo hicieron suyo, metódica e inteligentemente disfrazaron sus dioses tutelares con las imágenes cristianas, ahí sus rezos fueron ataviados de décimas hispánicas y, aún hoy, se sigue dando culto a los dioses que nunca se abandonaron.
El Duende, el Quejador de Agua, el Descabezado, han echado todos sus conjuros para que yo siga atrapado en ese Pacífico que amo, desde Bajo Pusbí, llegando por el río Mataje, hasta Bagrero, llegando por el estero Chachajo, por Sanabria y la Guayacana, desde Chambú, donde ya todo empieza a ser diferente. Ahí me embrujó su cultura, manifiesta en música y tradiciones ancestrales, su historia que se cuenta saboreando biche o curado, su maravillosa gente que vive ratificando día a día su propia identidad.
Yo insisto que ahí me atrapó La Tunda, con su pierna de raíz, que muchos ven como un molinillo, y que representa la permanencia en un lugar, como los viejos árboles que se clavan a la tierra, como las palmas de naidi o coco, que crecen hasta topar el cielo, pero nunca han dejado la tierra. Y yo, aquí, no quiero compadres que vengan a sacarme, sino que vengan a quedarse conmigo, para pedirle a los santos, a los espantos, a dioses propios y ajenos, que nos permitan seguir siendo felices en este Pacífico que amamos.