Quizá el agnóstico sufre más que el creyente cuando un ser querido muere, hay una especie de resistencia racional que nos indica que hasta ahí llega el camino, de tal manera que ese más allá supuesto no nos interesa; pero, quien lo creyera, también asalta la pulsión de creer que, quizá, algún día existirá un feliz reencuentro, una mirada cósmica sin tiempo y espacio donde, como en un panóptico, se aprecie todo sin limite alguno. El día 3 de octubre murió mi amigo Norman Díaz, abogado de profesión, a quien cariñosamente todos llamábamos Dr. Díaz, como un reconocimiento a su sabiduría no solamente en su ejercicio laboral, sino en todo el entramado de la cotidianidad que exige prudencia y experiencia para poder dar ejemplo no solamente desde la palabra, sino más bien en continuas acciones.

Alejado de toda petulancia y de toda puerilidad, vivió su vida conforme a los postulados que le impregnó su hogar en la caldense Anserma, lugar enclavado en los Andes centrales colombianos, donde la arriería y la aventura antioqueña conquistó con su trabajo y empeño esas difíciles cordilleras, creando así un carácter austero, aunque también orgulloso. Buscando su progreso y el de los suyos, emprendió viaje a Bogotá, ciudad que durante gran parte del siglo XX se convirtió en asidero de soñadores que, como él, buscaban los medios para lograr mejorar las condiciones raizales. Fue así como, según nos lo relataba, entró a estudiar derecho en la Universidad Libre en medio de toda clase de carencias, para finalmente ver coronados sus esfuerzos con el título que le permitiría acceder a mejores oportunidades.

Fruto precisamente de ese trabajo honrado y de la austeridad propia de los hombres de su generación, logró posesionarse como el profesional íntegro, acento que siempre lo caracterizó, sumado a un sentimiento social que fue más acción que mero discurso. En Bogotá constituyó su hogar y junto con su esposa formaron una familia donde el respeto y el amor son una constancia. Familiar generoso, jamás olvidó sus propios orígenes y ayudó de todas formas y manera a la familia que le siguió los pasos hasta la capital colombiana.

Mi hermana Carmencita llegó a esa familia mediante el casamiento con Santiago Díaz Castro, ahí fue y sigue siendo acogida con profundo amor y con sentido cariño, particularmente de su suegro, el Dr. Díaz, quien desde el primer momento la trató como a una hija más. Viendo ideas afines y sentimientos comunes, tan pronto nos presentaron hubo una maravillosa empatía, desde entonces nuestro trato fue el de “Camaradas”, al mejor estilo del viejo y utópico socialismo. No había reunión o encuentro en donde no buscara al “Camarada”, para conversar y tratar de arreglar al país, hablando de las propuestas de cambio que veíamos en algunos personajes colombianos, de la guerra fratricida que nos sigue consumiendo, de las desigualdades sociales, de las injusticias diarias, en fin, de esos elementos en los cuales convergíamos con parecido convencimiento.

Como los “tovarisch” rusos, discurría nuestra fraternidad y nuestros anhelos comunes de un mundo mejor, condenando los exabruptos de los perpetuadores en el poder y condenando en coro los enviciamientos de una casta política donde el centro era un eufemismo y lo democrático una burla a los millones de victimas del conflicto colombiano; desde la sabiduría que dan tanto los años como el estudio, el Dr. Díaz condenaba enfáticamente las órdenes emanadas desde el ubérrimo para desconocer la justicia e imponer toda clase de desmanes contra la dignidad de esa propia Justicia que sin empacho se abrogaban algunos.

Esas eran las conversaciones sostenidas con “mi Camarada”, así discurrían las reuniones en medio del festín, él con su cigarrillo y yo con una copa, como siguiendo un orden jamás establecido por quienes encuentran afinidades de ideas y de sentimientos. Quien lo creyera, vísperas del día de Francisco de Asís, el gran socialista católico del medioevo, partió mi buen amigo el Dr. Díaz, no pude estar presente en sus exequias, la noticia de su muerte me sorprendió en medio de las montañas nariñenses, allá en Sotomayor, lugar donde repasé nuestra sincera amistad.

Pervivirá en nuestro recuerdo con la gratitud que brota de quien aprecia las enseñanzas y la sincera amistad, no queda sino enviar un grande abrazo de solidaridad a su esposa doña Bertica Castro, a sus hijos Norman, Luzandra, Walter, Giovanny, a sus nietos, hermanos y demás familiares, y en particular a mi cuñado Santiago, a mis sobrinas Juana y Manuela, y a mi adorada hermana Carmencita.

Paz no solamente en su tumba, sino en este mundo transido de dolor y en esta Colombia siempre esperanzadora.

J. Mauricio Chaves-Bustos

Bogotá, octubre 18 de 2023

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