Arnoldo Palacios(Foto: Columna Abierta)
Arnoldo Palacios (Foto: Columna Abierta)

 

En 2009 recibí una invitación del maestro Vicente Pérez Silva,  un domingo de un mes que ya no recuerdo, el día anterior me había dicho que asistiera, que era muy importante porque había sorpresas en su apartamento ubicado en los cerros bogotanos. Insistió en que llegara temprano, tipo 11 am, lo cual cumplí a cabalidad. Al entrar, como es costumbre en él, las viandas y los licores estaban servidos a granel, todo listo para recibir a unos invitados muy especiales, según me lo refería. Pasado el mediodía, suena el citófono y anuncian a Héctor Orjuela, profesor de la Universidad de California, uno de los más juiciosos estudiosos de la literatura colombiana, y de quien hace poco había leído su ensayo sobre “El desierto prodigioso y prodigio del desierto” de Pedro Solís y Valenzuela, considerada por él la primera novela hispanoamericana. A punto de ser la una de la tarde, otra vez el citófono, anuncian al maestro Arnoldo Palacios, autor de “Las estrellas son negras”, y no se porque extraña razón hubo una empatía inmediata con él, a tal punto que en una esquina de la sala tuve la fortuna de escuchar de su propia voz lo que ya había dicho de sí mismo y de su vida en escritos y entrevistas.

Hablaba del Chocó como si jamás hubiese salido de ahí, de sus ríos, de sus selvas, pero por sobre todo de la gente que seguía viviendo lo que Irra vivió en día y medio en su novela, la pobreza que se convierte en duda constante frente a un futuro que no se concibe promisorio, aunque debo anotar que no noté en sus palabras un fatalismo inquebrantable, sino todo lo contrario, la posibilidad de que Irra despertara en sus paisanos una conciencia para lograr hacer del Chocó, del Pacífico en general, un escenario posibiltante de dignidad. Cada palabra era acompañada por gestos armoniosos, aunque su cuerpo se notaba desgastado y, aunque las muletas por ese momento reposaban en un rincón, parecía sostenerse difícilmente en el lugar en que se encontraba, y siempre generosa esa riza tan característica en él, reflejo de una inocencia que jamás quiso perder, la del hombre sabio y prudente de sus propios logros.

Me contó como su padre debió llevarlo casi que cargado hasta la lancha que lo conduciría de su natal Cértegui, esto porque una poliomielitis lo había afectado desde los dos años, hasta Quibdó, donde continuó sus estudios, tenía entonces 15 años. Pero sabía que su destino no estaba ahí, de tal manera que su familia hizo todo lo posible para que viajara a Bogotá, en donde pudo continuar sus estudios en el Externado Nacional Camilo Torres, donde se graduó de bachiller. Inquieto por el mundo literario, había encontrado en el colegio un rector que prácticamente lo adoptó, el filólogo y humanista José María Restrepo Millán, quizá uno de los primeros lectores de sus obras. Luego de graduarse, intentó estudiar derecho en la Universidad Libre, pero abandonó los estudios por las letras, y en una estrecha pensión, donde campeaba la pobreza, hasta el punto de bautizarla jocosamente “Gandhi”, compartió charlas y lecturas con Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo, Enrique Buenaventura y Manuel Mejía Vallejo, todos reconocidos escritores y artistas colombianos.

El 8 de abril de 1948 puso punto final a su primera novela, tenía entonces 24 años de edad, ignoraba por completo que un día después sería incendiada media ciudad y que su obra se convertiría en cenizas; pero aparece aquí la fuerza de su espíritu, y animado por sus amigos, se impele a reescribirla, lo cual logra en tres semanas de absoluto encierro. En mayo de 1949 se publicaría la primera edición de “Las estrellas son negras”, hoy hay 6 ediciones de la misma, y aunque publicada modestamente por editorial Iqueima, según notas de prensa y referencias, ésta tuvo una importante recepción, sobre todo porque narraba de manera sencilla, en un lenguaje coloquial en algunos apartes y profundo y detenido en otros, la vida de un habitante de su propia tierra, con un estilo realista que rompía con el molde costumbrista de entonces.

Pero el mundo lo llamaba, y finalmente opta por una beca para estudiar en la Sorbona de París, abandonando Bogotá, siendo recibido en Cartagena por el propio García Márquez, a quien había conocido un año antes, para emprender el viaje que lo conduciría a su propio destino. Se emocionaba cuando contaba que casi un año después, un carro se detuvo y descendió de él una persona que le preguntó por su condición física, ya que las muletas le dificultaban la movilidad. Se trataba nada más ni nada menos que del director del Instituto de Poliomielitis, quien lo sometió a unas cirugías, auspiciadas por el Instituto y por algunos de sus amigos que hicieron una colecta en Bogotá para cubrir los gastos de hospitalización.

En Francia conoció los movimientos reivindicatorios de las colonias europeas en África que buscaban su independencia, así mismo los movimientos antillanos de afros que defendían su tradición y su cultura, sumándose a ellos, el espectro cultural y social se le amplió, hasta el punto de representar a Colombia en el Congreso de La Paz llevado a cabo en Polonia en 1950. Para entonces existía la llamada Cortina de Hierro, auspiciada por Rusia, teniendo la oportunidad de recorrer varios de estos países, lo que le granjeó problemas y perdió la beca en la Sorbona.

En esa tarde dominical, como diría Aurelio Arturo, “hablamos con cordiales palabras / y tomamos, tal vez en exceso, copas de alegres vinos”, en un momento me coge del brazo y me dice que en 1988 lo condecoraron con la Cruz de Boyacá, y casi que susurrando me dice: “Pero esa medalla no viene con cheque, es solo el latón”, una metáfora del trato que en el país se le da a sus artistas y escritores. Ese día y en otras oportunidades estaba acompañado siempre de su sobrina, la profesora Sayly Duque Palacios, quien amorosamente le prodigaba toda serie de cuidados y atenciones.

Primera edición (1949)
Primera edición (1949)

 

Nos volvimos a ver en otra ocasión en la Biblioteca Nacional de Colombia, ahí junto con el profesor Andrés Torres Guerrero, tuvimos otra interesante charla al son de los vinos que se ofrecen en los eventos culturales, con una memoria prodigiosa nos narraba las lecturas que hacía de escritores en varios idiomas, de sus escrituras que estaban inéditas, de sus  proyectos y de su amado Chocó, al cual jamás olvidó.

El 12 de noviembre de 2015 me enteré de su fallecimiento en Bogotá, realmente yo pensaba que estaba en París, y me dolió profundamente no haberlo contactado más para seguir hablando de su vida, de sus trabajos. Ahora, cuando viajo al Pacífico , encuentro a amigos afrocolombianos, noto el interés por leer a Arnoldo Palacios, por conocer más de su vida y de su obra, hay un interés creciente que debe permitir alimentar ese canon literario colombiano, tan lleno de vacíos, propios de momentos históricos donde la cultura y la literatura eran peculio de unos pocos, de tal manera que esperamos que este Centenario llene ese vacío frente a la obra de uno de los más grandes escritores afrocolombianos, que las obras publicadas en otros idiomas sean vertidas al español, que las obras inéditas por fin vean la luz, y que estén lejos los Bogotazos que vuelven cenizas las obras, y que se prodiguen los escritores como Palacios que vencieron al mundo en su lucha constante por crear.

 

Obras publicadas en español:

Las estrellas son negras: 1949, Bogotá, Iqueima; 1971, Bogotá, Revista Colombiana; 1998, Bogotá, Ministerio de Cultura; 2007, Bogotá, Intermedio; 2010, Bogotá, Ministerio de Cultura; 2021, Bogotá, Editorial Planeta.

La Selva y la Lluvia: 1958, Moscú, Editorial Progreso; 2010, Bogotá, Intermedio Editores.

Buscando mi madredediós: 2009, Cali, Universidad del Valle; 2019, Bogotá, Editorial Planeta.

Cuando yo empezaba: 2009, Bogotá, San Librario; 2014, Bogotá, IDARTES y Ministerio de Cultura; 2022, Bogotá, Isla de Libros.

El señor Ecce Homo (cuento) 2016, Cali, Litocolor.

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