Hundiendo teclas

Publicado el Carlos Mario Vallejo

Invocación a Graham Greene y John Keneddy Toole

Bocetos: Mauricio Franco ( artista gráfico caldense) Imagen: Jeff Ruiz Rave (escritor y dibujante manizaleño)

Graham: no quiero esperar al año entrante que cumplas 30 años para escribirte. Hace 29 nos dejaste, sin alcanzar los 87. Charlaste con las enfermeras que te cuidaban hasta el final de tus días, tan amablemente como Thomas Fowler, el protagonista de El americano impasible, tu novela más celebre. Yo también me hubiera esperanzado, si te hubiera leído antes de tu muerte, en que te hubieran concedido el premio Nobel por el que optabas contra los otros G.G. (Günter Grass y Gabriel García). Ahora estoy leyendo Nuestro G.G. en La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez, una novela en la que te ficcionan; allí apareces enamorándote y prostituyéndote con una bella travesti cubano. Pero en el 91 apenas tenía yo cuatro años.

Opino igual que tu amigo Gabriel García (cuya casa queda a 15 horas en bus de la mía): creo que eres mejor que él, y que tu novela fundamental es El factor humano.

John: he hablado bastante de ti. A cada lector que veo le intento embutir La conjura de los necios a como dé lugar. Te suicidaste cuando me faltaban 18 años por nacer. Si quiero ser escritor es por ti. He leído toda tu obra (osea dos libros, ja ja). Creo que La biblia de neón también es inmensa, como La conjura, su hermana mayor. Aunque La conjura y la crítica la invisibilicen. Maldigo al editor Robert Gottlieb, quien te rechazó el libro y sigue diciendo que aún hoy lo haría. Ya no quiero ser crítico ni inteligente como Gottlieb. Solo quiero alcanzar así sea una molécula de tu sensibilidad y chocarrería.

Graham y John:

A mí también me gustaría escribir cosas en las que volcara toda mi energía, pero no veo desde cuando esto me será posible. Ya lo saben: con mi pereza. Una vez más he gastado toda la que pude quedándome tumbado en redes sociales, sin poder pasar a la órbita de Word.

Incluso antes de empezar este párrafo, creo haber acumulado la cantidad suficiente de modorra para al menos una hora más de asueto. Vivo aterrorizado ante las ansias de leer y escribir, las cuales solo superan el vivo, vivo deseo de volver a dormirme o distraerme, cosas que emprendo con gran determinación.

Se preguntarán por qué no hablo más de sus libros. De la mamá de Ignatius rompiendo el piso con un baile ridículo; de Buller, el perro de Castle, ocupando siempre demasiado espacio; de Ignatius, dando estocadas al policía Mancuso con el tenedor de sacar las salchichas de su carrito de hotdogs; de la precisión sentimental con que describes, Graham, la grieta que se abre entre Castle y su exesposa Sarah, él en Moscú y ella en Londres; del epistolario, John, entre Myrna Minkof e Ignatius, que esperé con la devoción de un onanista, página tras página…

Sí, sé lo que les prometí. Que tras aquel acto iniciático de mi primera lectura de El factor humano y La conjura de los necios, firmé sobre piedra mi decisión de abocarme a letras como si no hubiera un mañana. Y releerlos al menos semestralmente para mantener vivo el fuego de nuestra comunión. Promesa incumplida. Llevo años sin regresar a ustedes: y sus fotos se ajan en la pared de mi cuarto, sujetas con amarillenta cinta adhesiva.

Bueno, tal vez sí lea un poco sobre ustedes, pero no a ustedes. Me mortifico con los lectores profesionales. Que César Aira lee 7 horas diarias y escribe libros en meses a la manera de Jaime Bayly. Que Rubem Fonseca escribió durante décadas de tres a seis de la mañana y leyó a razón de cien páginas por hora sin por eso dejar su puesto de ejecutivo de una empresa y padre de familia. Que Gabriel García se levantaba desde los sueños, despertado por esa ignición de un párrafo, frase, cuartilla reveladores. Que, al menos, Affonso Romano de Santanna escribió un poema sobre no escribir poemas. Que reconoció perder tres poemas a la semana “por dejadez o distracción”, que hace poco uno llamó su atención y “negligente, fingí no verlo … por soberbia, por tal vez no aceptar lo que yo mismo me ofrezco”.

Al menos puedo quejarme con un amigo.  Wilson Escobar Ramírez, el crítico de teatro, me ha consolado con pesarosa suficiencia. “Ah, sí, descuida. Hay gente a la que le rinde mucho. Bien por ellos”. Y se escurrió.

Ad portas de mis 33 años, me siento tan viejo como si uno del club de los 27 hubiera osado excederse esas seis unidades.  Pero la pusilanimidad me impide dispararme o meterme el montón de pastillas.

Me gusta el olor de cierto esmog de automóviles: ¿será el mismo con el que te ahogaste, John, en tu auto estacionado en ese descampado de Nueva Orleans? ¿Llegaré a la edad, Graham, de ese viejo ojiazul de la foto adherida a mi pared, que revisa una pila de libros en una librería de usados en Londres?

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