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El diccionario, remendado en su lomo con tela y cinta Tesa por mi mamá, pasó de sus manos a las más hace 22 años.

Soy de los que aún intentan preferir, cada vez con menos éxito, el diccionario físico. Sé que me ahorraría tiempo valioso yendo directo al DLE punto com, pero me pasa lo mismo que con el periódico impreso: no solo leo el artículo en cuestión: también consumo breves, notículas, columnas secundarias, y demás subsecciones de la sábana… “Yo leo hasta las esquelas”, como dice la salsa Y no hago más na’.

De modo que al hojear y ojear las páginas amarillentas de mi Larousse veinteañero, el añadido estriba en el hallazgo de voces inéditas, que aparecen de arriba abajo, a diestra y siniestra de la búsqueda inicial.

Como minero que rastrea su oro tierra adentro, me veo buceando largo rato las aguas profundas del idioma en mi ya vetusto diccionario Larousse.

Recuerdo que en el colegio, armado de una grapadora y montones de hojas arrancadas de los cuadernos de matemáticas, fabricaba talonarios que iba llenando con novedades extraídas de mi infaltable Larousse verde, si bien las olvidaba una vez transcritas. Pero fue Lichtenberg quien dijo: “Olvido la mayoría de cosas que he leído, como olvido lo que he comido; pero sé muy bien, no obstante, que ambas cosas contribuyen al mantenimiento de mi espíritu y de mi cuerpo». Mario Jursich, empedernido lector del diccionario, recordó el año pasado en Facebook sus primeros romances con el gran libro. “Su solo sonido —el de la palabra curricán: una red, un aparejo de pesca— me transportaba hasta lugares magníficos del diccionario”. Si Bertrand Russell consideraba esencial que se enseñara a los jóvenes el arte de leer el periódico “para promover la capacidad de pensar libremente”, también debería cultivárseles el de leer el diccionario.

Y sí que han contribuido (o enturbiado) mis textos las palabras que logran sobrenadar en el estanque del olvido. Ah, pero siempre me han aparecido, como ladrido de perro funerario, blandiendo bolillos policivos, los defensores del lenguaje sencillo: “Ah, lo suyo es puro grecoquimbayismo, germanespinosismo, guillermovalencianismo, frustrado rococó”. Y han llevado la razón: mi rebusque de palabras ha estribado en el envanecimiento. En buscar impregnarme del estilo de estos autores. Pero también, y principalmente, por honrar a mi entonces juvenil Larousse verde. En mi defensa, siempre he recorrido a leguleyadas idiomáticas: “no no, lo mío es simple democracia lexical: ¡Todas las palabras tienen derecho a aparecer!».

Este grueso diccionarito es el de toda la vida, si bien he tenido mejores. Mi hoy veinteañero hijo, ha sobrevivido con un injerto de tela en el lomo con el que mi madre volvió a unir las partes que se habían despegado, como suele pasar, a la altura de la letra eme. Esto fue hace 18 años, cuando el texto llevaba dos bajo mi custodia.

Feliz cumpleaños a mi viejo, leal y cada vez más amarillento diccionario básico Larousse.

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