En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Posverdad: Once días de noviembre

Holocausto Palacio de Justicia El espectador Archivo

Cinco numeraciones como cinco movimientos narran los 11 primeros días de noviembre de 1985. Cualquier texto puede convertirse en cine con solo numerarlo. La narración ocurre en el presente como en el cine. Hora tras hora transcurre la toma y retoma del palacio de justicia de Colombia. Momento a momento transcurre el deshielo y la erupción del volcán nevado del Ruiz y sobreviene la avalancha sobre Armero. Esos mismos 11 días resultan ser para Guille, el protagonista, que se entera de las dos tragedias nacionales desde su autoexilio en Europa, un salto en la conciencia. Esos mismos 11 días son para su padre, el magistrado Guillermo, del tribunal superior de Bogotá, el hado ineludible: sobrevive al holocausto del palacio para alcanzar a reconciliarse con el hijo y encontrar luego el destino trágico en el lodo de Armero.

La narración salta de las sensaciones a las emociones, de las reminiscencias a las despedidas, del remordimiento al perdón. Hay diálogos que son triálogos, porque ensamblan tres momentos de conversación entre interlocutores distintos en distintos tiempos y espacios. Hay momentos de personificaciones de personajes improbables como los pensamientos de la bala de una metralleta o las especulaciones del tanque que es llamado a la plaza principal para disparar contra el edificio en llamas donde están los rehenes, o momentos de intensidad telúrica como las descripciones minuciosas de las catedrales de hielos derritiéndose en las entrañas del volcán, o el perro que ladra en medio de la oscuridad ante el ruido de la avalancha que lo enmudece frente a la familia ensordecida que se salvará de morir en las laderas. Hay intertextos en que las noticias de la radio de la época se mezclan con las canciones de moda y con el interrogatorio en la sala de torturas que pusieron los cuerpos de seguridad del gobierno para pescar guerrilleros entre los rehenes liberados. El estilo de la narración es más notable que los hechos mismos.

El Palacio de Justicia, su toma y retoma, son un hecho riesgoso para la ficción por el peso que impone el expediente y el enorme registro documental. El archivo aplasta la invención y la condiciona. Hay obras de ficción sobre hechos históricos que son una estafa: escasamente alcanzan a ser el género de un drama. La toma y retoma han sido escarbados una y otra vez desde la ficción y desde la no ficción en la natural atracción que ejercen los hechos políticos que son puntos de quiebre en la vida de los pueblos. Los libros de no ficción se han extraviado en los vericuetos del expediente, al dar prioridad a los testimonios y en establecer la responsabilidad de los abusadores del poder. Hay un cierto fetichismo del testimonio como certificado de veracidad de los hechos. Pero cualquier testimonio puede ser controvertido. Los historiadores fantasean sobre el efecto del hecho en las políticas de paz de los gobiernos subsiguientes hasta el acuerdo tibio y parcial en medio del terrorismo de estado y el narcoterrorismo de  la constituyente de 1991. Pocos textos conozco que hayan logrado aproximarse, desde la ficción, a captar el efecto indeleble de un desastre político y la impotencia de un cataclismo natural. Esta novela lo logra no solo por su estilo impecable, sino porque aborda un arquetipo: la culpa colectiva. La culpa de ser los testigos pasivos de un tiempo de iniquidades y abusos. La culpa de haberlo visto pasar todo como espectáculo. La culpa de haber callado donde debíamos gritar. La culpa por haber permitido que fueran ellos los que nos gobernaran. La culpa de permitir que fueran ellos los que decidieran quién debía vivir o de morir, de permitirles dar las órdenes y la culpa de acatarlas. La culpa de haber permitido el delito atroz en nuestras narices y haber exonerado a los culpables. Once días de noviembre explica el origen de esa culpa: miedo y desidia. El miedo del victimizado y la apatía del testigo. Y la perfidia del perpetrador. El miedo provocado por la desmesura sin rostro de la agresión. La desmesura de los agresores del palacio obedecía a la lógica del aplastamiento. Se equivocaron los atacantes y los falsos libertadores. De esos días de noviembre jamás oiremos la confesión directa de los protagonistas porque hay un pacto de silencio. Porque sus contradictores, los guerrilleros y los magistrados retenidos en Palacio, murieron dentro o fueron torturados en las caballerizas. Los militares seguirán intentando descafeinar su papel de verdugos en libros de memorias, de eludir la justicia con el simulacro de la justicia militar y poniendo su cuota en la mesa de Memoria histórica para tergiversar el pasado.  Aunque la justicia los exonere, a las generaciones venideras no podrán engañarla, porque tendrán mejor perspectiva sobre el pasado y en el pasado sus actos están fijados con sangre. Nuestro miedo también será cuestionado, nuestra pasividad será imperdonable. El gobernante de turno no confesará haber salvado la democracia de la dictadura militar enrostrándose la responsabilidad por la desproporción de la fuerza de sus subalternos. El futuro nunca perdona. 

El estilo de esta ficción histórica bebe de las exploraciones de John Dos Passos sobre la relatividad del tiempo narrativo. Hay un presente nómico que es un ahora para siempre. La toma del palacio de justicia y la tragedia de Armero sepultado son dos hechos que ocurren uno tras otro para siempre en la historia del país. Lo que consigue Oscar Godoy al juntar el ruido de fondo de la ciudad interrumpido por las ráfagas, las cortinas de humo musical y futbolero de la radio y los secuestros perpetrados por el ejército es un bricolaje armónico que transmite el estupor de la época, que vuelve a refutar al perpetrador, que mide el clima de descomposición moral y cultural y sitúa al lector en un pasado detenido. La diferencia que separó a padre e hijo en esas vidas irreconciliables, se vuelve irrelevante ante la madurez en crudo que proporciona las dos calamidades.

La posverdad es un intento de normalización de un discurso dominante: fijar una verdad que satisfaga, pero no cuestione; que generalice, pero no individualice; que sea una explicación fácil y conveniente (a los detentadores del poder) para lavarse las manos en el porvenir. Pero el arte tergiversa ese tipo de verdades consensuadas. Todos tienen derecho a elucubrar sobre un acontecer colectivo pero no a cambiarlo. Este libro elucubra, pero no lo cambia. La osadía guerrillera que hizo temeraria la toma sigue siendo el mismo error táctico que se convierte en pretexto para el holocausto. La retoma sigue siendo, en este libro, la desproporción militar y el aplastamiento de una rama del poder público (posible mediante la desobediencia de las fuerzas militares al gobierno democrático y a la constitución). El silencio de los medios será cómplice para siempre. El libro está tan bien narrado que hace innecesario el contexto. El libro individualiza el drama colectivo en unos cuantos sujetos. Es una alegoría que se centra en esas emociones manoseadas por la adrenalina de los castigos espectaculares. Lo conmovedor es la manera en que el autor domina narrativamente el dolor y el miedo para no caer en el patetismo, sino para trasmitir la emoción primordial del holocausto: el estupor. El montaje en yuxtaposiciones consigue que el lector cuestione con su propia ética los hechos que está construyendo al leer. No hay manera de escapar al juicio ético con esa estética: al examinar los hechos desde la perspectiva de un sujeto sabemos lo que está bien y lo que está mal en las decisiones políticas por la manera que afectan al individuo. Al final, el protagonista se cura del odio con la doble tragedia ensañada en su padre. Lo cual resulta una metáfora alentadora, porque el país nunca se curó, ni cambió, ni exigió justicia, ni hizo el salto de conciencia que hace el protagonista. Preferimos sepultar el pasado bajo una gruesa capa de expedientes, de silencio y cenizas volcánicas.

Once días de noviembre, Oscar Godoy, primera edición: Ediciones El Huaco. Edición 2017 en Filbo: Ediciones desde abajo.

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