En contra

Publicado el Daniel Ferreira

La biografía de los objetos

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Las construcciones de Gaudí emulan la arquitectura de los insectos.  Por fuera parecen cuevas de cavernícola y por dentro laberintos de Escher, trampas sin salida. Conozco una familia con una obra de arte en la sala de la casa bogotana. Algunos miembros tienen la ilusión de probar algún día que es un auténtico jarrón de Gaudí que trajo su ancestro, la bisabuela, expulsada de España en plena guerra civil. La mujer que vio fusilar al marido tragó las joyas más valiosas, tomó el jarrón y abordó un barco en el puerto de Valencia para nunca volver a España. Después de escarbar las heces en el barco para limpiar las alhajas y depositarlas dentro del jarrón, vendió las joyas a la entrada del puerto de Barranquilla. Entonces el jarrón de Gaudí se convirtió en lo más valioso de su vida, porque la conectaba con el pasado y habría de acompañarla en el centro de mesa del comedor hasta el final, en una mansión ocre vecina a la casa de Jose Asunción Silva de La candelaria. Antes de morir la antepasada legó el jarrón a su hija, que lo conservó en una mansión espectral hecha por el marido arquitecto en el norte de Bogotá y a su vez esta hija lo legó a la nieta antes de morir en un apartamento de Suba en los años setenta.

Sin poner en duda que pueda ser un auténtico Gaudí, he visto ese jarrón dos veces tratando de entender si es solo ornamental o tenía un uso práctico además de escondite de joyas.

Está hecho con fragmentos de loza rota pegados con una argamasa pesada y endurecida de color oliváceo que parece una mezcla de arcilla con polvo de oro. Son aproximadamente 72 fragmentos ensamblados unos con otros. Cada fragmento hace de juego al mosaico con las escenas que suelen estar plasmadas en la loza y la porcelana fina. En uno, de azul rey y fondo pastel, veo palmas a la orilla del mar, como un motivo del trópico o el malecón de Cuba. En otro, de porcelana roja italiana, veo la fachada de una casa de mampostería colonial o la fachada de un ayuntamiento. En el siguiente un arabesco de azulejos árabes. En el de más allá un fragmento de cerezos rosas que podría ser loza china. En el lado opuesto granadas y cruces de esos colores que se usan en el decorado talavera. En otro, un invierno japonés. En el siguiente una fuente de piedra española. Todas las teselas están incrustadas delicadamente y respetando la curva de la argamasa.

Aunque en la familia lo llaman jarrón, en realidad no es jarrón porque tiene dos bocas: una reducida con un agujero escanciador y protuberancia de seno y otra cóncava como para poner un vertidor o vertir desde ahí. De ser jarrón no cabría más que una sola flor. Entre las dos bocas sobresale un aza de argolla gruesa y dura como un cuerno de rinoceronte. Si sacudes la pieza percibes el rastro de algo de metal que yace por dentro. He tratado de descubrir qué resuena por el agujero más grande de sus dos bocas y al parecer es un reloj de valor agregado que quien introdujo no pudo después extraer. Habría que romper el objeto para sacar el otro objeto, pese a que la intuición diga que si entró por el agujero más ancho por ahí mismo debe salir, pero se necesita presión y pericia. Y es que una vez dentro no hay como manipular el reloj para que quepa, salvo con alguna herramienta delicada de filigrana. El interior debe ser como esas construcciones enigmáticas que pueden verse en libros de arte dedicados a Gaudí.

También he olfateado su interior y parece tener el pasado de Valencia y la guerra civil y salitre del exilio contenido. ¿Aquel que haya hecho esa pieza buscaba funcionalidad o un ornamento pesado para ubicar en el centro de una mansión espectral? Por su peso (casi kilo y medio) debía ser un engorro transportarlo y lleno de líquido sería muy pesado. Por el tamaño y resistencia del aza superior podría mantenerse sostenido de ahí.

Desisto de imaginar su uso. Pienso en la viuda que debió traer abrazado ese objeto hasta Colombia como un náufrago abrazado a un madero. Pienso en por qué no trató de venderlo, y acaso sea porque los regalos que te han hecho no deben venderse o traerán mala suerte. Pienso en los rincones en los que ha estado porque no combina con los amoblados de madera ni los apartamentos de ladrillo desnudo de Bogotá. Imagino dónde resaltaría su figura colorida, mosaico entre mosaicos. Pienso en cuánto puede valer una pieza tan extraña de ser constatado que sea un auténtico Gaudí. Pienso en el desamparo de las obras maestras que no encuentran sitio en el mundo. Pienso que el arte no necesita ser útil ni funcional. Con que sea bello basta. Pienso en la ruta que hizo para salir del taller y en todo lo que ha sido testigo hasta llegar a ocupar ese anaquel de una sala de estar de una casa de Bogotá en 90 años. Pienso que es un objeto sin biografía. Pienso en la historia que se podría narrar tomando como protagonista un objeto y sus circunstancias, pienso en las historias de los humanos asociadas a sus objetos.

Pienso finalmente que es un ánfora adornada con la tesela de los mosaicos árabes. Como las ánforas repletas de orina que usaban los mercaderes para transportar orina de Hispania hasta las casas romanas donde la orina ácida era comprada a peso de oro porque servía para proteger los dientes en una época en que un diente valía más que un diamante. Pienso en que la boca del ánfora es perfecta para orinar y la boca más pequeña es perfecta para beber. Pienso que si fuera así la obra mostraría una vez más el sentido del humor de Gaudí.

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