En estos días se difundió por redes sociales la última foto que se conoce de Gerda Taro. Atendida por un médico húngaro, el doctor Kiszely. Agoniza en una cama. De boca y nariz escurre sangre. El médico limpia a Gerda Taro con un algodón. Un tanque le pasó por encima y la destripó. John Kiszley, hijo del doctor, compartió en twitter la fotografía. La biógrafa de Gerda Taro anunció que solo puede ser ella. Coincide la nariz y otros rasgos y el lugar y el propio Kiszely que figura en la lista de los médicos que sí estaban en la región de España donde ella murió en 1937. Gerda Taro se había inventado a Robert Capa, un seudónimo para su compañero Endre Ernö Friedmann, quien encarnó el mito y asumió el nombre y la leyenda. Tal vez Gerta Pohorylle (nombre real) tomó la foto más famosa de Capa, que resultó ser un montaje: en ella se ve a un soldado republicano en el momento que una bala le da en la cabeza. El negativo fue tomado en la cámara de Gerda Taro (formato recortado) y no en la de Friedmann (de 35 mm). Otras imágenes del mismo revelado prueban que era una secuencia ensayada (el mismo soldado republicano reaparece en otra posición y el entrenamiento de la miliciana en tacones hace que la guerra civil española parezca folclórica); la foto dicen, sospechamos, es una representación y no una escena de guerra. Pero otras fotografías de Gerda Taro muestran el horror verdadero de la guerra civil española. En algún momento de 1937 Gerda Taro escenificó algo que estaba pasando en la realidad. Lo hizo porque era la única porción del relato que le pertenecía, y no porque fuese mentira.
Anoche que veía a Juliete Binoche convertida en una moderna Gerda Taro en Mil veces buenas noches (Netflix) pensé en las fotografías de guerra y su función real. Esta película también es un horror simulado, con varias alternativas éticas de fondo. Mil veces buenas noches es la historia de una fotógrafa de guerra que entra en conflicto cuando su familia, esposo e hijas, le exigen que deje de arriesgar la vida por ese trabajo de fotorreportera de guerra y asuma su lugar de madre en una confortable casa irlandesa junto al mar. El conflicto familiar me parecía exagerado mientras avanzaba la historia, aunque es comprensible que a una madre y esposa se le reclame no ser lo uno ni lo otro. Pero el conflicto real me parece que es la función de la fotografía como evidencia del terror en el mundo y la doble moral de esa “responsabilidad”.
La doble moral de los fotógrafos de guerra que deben mostrar a Nueva York un fotorreportaje para que Naciones Unidas mande tropas a proteger a los refugiados en la frontera de Kenia debe ser una de las aberraciones profesionales del oficio. La pregunta que surge, imaginando una hipotética subjetividad del fotógrafo, no es qué fotografiamos sino para quiénes fotografiamos. Martin Parr en una entrevista dijo: “Hay una gran hipocresía en la fotografía humanitaria. Van a la guerra, a las zonas con hambruna, hacen sus fotos y sus retratados nunca las ven. Su elemento de explotación está clarísimo, igual o mayor que el mío. Pero camuflan su hipocresía bajo el argumento humanista del periodismo activista. Yo lo he visto mucho en Magnum: el subidón que sienten muchos compañeros al viajar a estos lugares desgraciados.” Y Susan Sontag cuestionó hace años la estetización de la violencia que vio en los trabajos de Sebastiao Salgado: No basta con captar el horror, también es necesario embellecerlo.
De nuevo el viejo argumento de las noticias de mundos salvajes que llegan a la metrópoli para sacudir a las buenas conciencias. El enfoque colonialista de las imágenes no resiste esta metáfora: según la película, la violencia la viven y se la reinventan todos los días en el tercer mundo, mientras el primer mundo mira obnubilado las bragas de Paris Hilton en horario AAA; es decir los pueblos de países poderosos ignoran lo importante que le ocurre a otros en otros lados del mundo. ¿Qué mostrarían los propios Palestinos, o los Afganos o los Sudaneses si tomaran sus propias fotos? ¿Qué sería lo importante para ellos en un escenario de guerra? ¿Qué relato organizarían con esas imágenes? ¿A quiénes les mostrarían sus fotos primero? ¿Qué pasa si el oprimido se hace consciente de la opresión al ver las fotos resultantes?
Durante la última escena, cuando el estar frente a una niña afgana (que está siendo convertida en bomba humana) crea una relación de empatía (mismaedaddemihija-niñaterrorista) y eso impide a la reportera registrar el momento con su cámara y pide en voz baja que detengan el ataque suicida, el antifaz de la moral occidental cae de rodillas junto con ella. ¿Por qué? Posiblemente sea que el instrumento de observación se torna insuficiente y amerita algo más: una acción real en el mundo y no sobre el mundo. Entonces el tema central aparece en toda su ambigüedad. Hay un mundo donde los niños hacen parte de las acciones de guerra de una sociedad que lucha a muerte por algo que desconocemos (y eso tan desconocido es lo que explica todo y lo que la foto no puede mostrar). Pero no son noticias de otro mundo, es el mismo mundo del cómodo espectador de fotos, nuestro mundo, no otro, donde hay poblaciones que ignoran el horror y donde las acciones de guerra que provocan los países poderosos en otros pueblos no deben ser mostradas simplemente para mantener alta la popularidad de un gobierno.
En la primera escena, cuando la fotógrafa documenta el ritual de los mártires fundamentalistas “mujeres”, y la escena intermedia del viaje al campo de refugiados entre Kenia y Sudán son partes de la continuidad de esa misma paradoja. Cuando la editora en Nueva York se niega a publicar las fotos por mandato expreso del Pentágono (un país envuelto siempre en ocupaciones extranjeras que ha bajado su popularidad cuando los ciudadanos filtran un ataque sufrido en la carne de sus compatriotas soldados) lo que está sugiriendo es que hay un suprapoder que decide la porción que debe saberse del horror, según sea conveniente o no a su popularidad y el apoyo de la opinión pública. La escena en el campo de refugiados, el horror que parecía estar antes del desplazamiento sigue ahí a la vista de todos los que se acerquen a fotografiar, y el poder movilizador de conciencias de las fotos de una masacre de refugiados parece tener efecto en las buenas conciencias de un edificio en Nueva York porque tras la publicación llegarán los tanques. Pero cuando la misma editora desde Nueva York, hacia el final de la película, le pide a la fotógrafa que vuelva a Afganistán para registrar el último reducto de los fundamentalistas diezmados y culmine al fin el reportaje porque las cosas han cambiado en la sala de redacción (¿cambio de gobierno?) y ahora hay luz verde (¿del Pentágono?) para contar el horror de un país ocupado, entonces la fotografía ya no es un documento para movilizar sino para reforzar el discurso del poder. En fin: la fotografía responde al código ético de una manipulación. El oxímoron es que la libertad de prensa también es censura: muestro la porción de barbarie que le conviene al gobierno, muestro la barbarie que cometen otros en contra de la libertad, pero no la que se comete (cometemos) en nombre de la libertad. La fotografía en esta película es un «nosotros», un instrumento del poder. Los fotógrafos de guerra, por lo que se deduce, arriesgan su vida para dar legitimidad al discurso del poder. Tomar una foto es decir yo. Mostrarla es decir: «este». Mostrártela, es decir: “tú y mi mirada”, “así te veo”.
Por esa sutil manipulación del relato fotográfico fue que otro gran fotógrafo, el chileno Sergio Larraín, renunció a su profesión y se acogió al budismo. Había recorrido los países que serían parte de la Otán para mostrar sus dificultades sociales. Pero las fotos se mostraron al final para argumentar que una fuerza militar, la Otán, era lo que cambiaría esas dificultades sociales en desarrollo. O lo que es lo mismo: usaron sus fotos sociales como propaganda bélica. La misma foto puede tener un relato y un correlato. El fotógrafo solo es dueño de una parte ínfima de ese relato.
Imagen: John Kiszely
Just dug out this photo of a young doctor with the International Brigade in the Spanish Civil War in 1937 – my father. pic.twitter.com/QY02OAcYOP
— John Kiszely (@johnkiszely) 16 de enero de 2018