No se trataba de una de aquellas mujeres que vienen con el flujo de las horas ni de las que traen el trabajo o los apretones de buses. Ni siquiera de aquellas mujeres que llegan atraídas por la curiosidad o por el despecho, y a quienes se les habla con el mismo temor con el que se prueba un plato exótico.
No señores.
Se trataba de la mujer que siempre le gustó, pero que no cortejó porque era la esposa de su amigo. La mujer que un día le dijo que se había separado. Aunque puede que no haya dicho eso, sino una bobada que lo llenó de certezas. O simplemente pasó su mano sobre su hombro, sembrando un temblor que le quedó para el resto de sus días.
Después de la confesión, o del roce o de lo que fuera, se desencadenó un rosario de sucesos que lo condujeron a ese momento que pocos tienen la oportunidad de experimentar: acostarse con la mujer que deseó con cada milímetro de su cuerpo, con cada fibra de su alma. La mujer cuyo nombre repitió hasta que perdió todos sus filos, como si se tratara de una moneda gastada. La mujer que al final de los finales se fue como llegó: como un ventarrón que tiró por el suelo todo lo que él llamaba vida.