Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Te esperaré fumando

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—¡Preciso!, —reniega Cruzpé cuando ve el puente iluminado.

Le preocupa que haya ojos que lo vean, bocas que lo delaten. Mira hacia la derecha. Ve la montaña de luces que titilan. A la izquierda, sombras. Luego el puente. Sabe que siete cuadras más adelante está la casa de Murdock, el amigo con el cruzó la niñez, la adolescencia y la madurez. En la casa también está La Flaca, la esposa de Murdock.

No es flaca, como sugiera su apodo. Todo lo contrario, es acuerpada, con piernas gruesas, senos enormes, nalgas poderosas.

La misma mujer le dijo que días atrás:

—Voy a tomarme una cerveza en el bar que queda adelante de Siete Esquinas. Te esperaré fumando.

—Te esperaré fumando, —susurra Cruzpé mientras cruza el puente.

No quiso ir a la cita porque era la esposa de Murdock.

Sin embargo el deseo le avinagró el genio toda la semana. A La Flaca también se le dañó el genio cuando se cansó de esperarlo con aquel jean que le hace ver las nalgas enormes y una blusa transparente.

—¡Hijueputa!, —dice Cruzpé cuando ve el callejón iluminado.

El alumbrado público en este lugar no funciona nunca. Desde el puente hasta el callejón se forma una procesión de sombras y rumores dirigidos por Murdock y Cruzpé.

Hay montañas de basura contra los postes. Un par de perros rompen las bolsas en busca de comida. El piso está cenagoso.

«Te esperaré fumando», piensa Cruzpé. Lo pensó toda la semana. El fin de semana intentó sacarse esas palabras con tres días de aguardiente y Javier Solis.

Pero no pudo.

De hecho parecía que las palabras se le habían metido hasta la última arruga del alma.

Por eso en la mañana había ido a la casa de Murdock con la excusa de coordinar el robo que tenían pendiente. Sabía que él dormía a esa hora. Para Murdock no existe la mañana. Su día empieza al borde de la tarde y concluye en el momento en el que el sol forma una franja amarilla en el borde de las montañas.

Abrió La Flaca y dijo:

—Te esperé fumando, como prometí.

—¿Está Murdock?

—No me creas pendeja. Sabes que él duerme a esta hora.

—Lo necesito para arreglar una vuelta.

—La única vuelta que tienes que arreglar es conmigo. Te espero esta noche. Murdock se va de ronda por La Quinta.

No hubo necesidad de decir más. Los dos sabían que Murdock se iría de putas y gastaría tres días para quitarse las ganas. Tres días que serían suficientes para que ellos también se quitaran las ganas.

Pero eso fue en la mañana. En este momento está recostado contra una pared esperando que se apaguen las luces de las casas vecinas. Como en efecto sucede a las dos de la mañana. La calle zozobra en una oscuridad sin orillas.

Recorre dos cuadras pensando en Murdock. Se conocieron en sexto, en un colegio a cuya fundación asistieron los reyes de España.

No fue difícil para los papás de Murdock conseguir el padrinazgo de un español de cuna. Finalmente tenían varios familiares en algunas de las ramas más olvidadas del árbol genealógico. En cambio a los papás de Cruzpé les costó un poco más conseguir el aval. Pero lo consiguieron gracias a la ayuda de Fernando Martínez, el papá de Murdock

Cuando entraron al colegio eran Giovanny Martínez Martínez y Juan Carlos Cruz Prieto. Pero Giovanny se transformó rápidamente en Murdock a fuerza de escapar por los techos de la institución, como se escapaba Murdock, el personaje de la serie. Y Juan Carlos fue perdiendo los nombres hasta quedar con el primer apellido y la inicial del segundo.

Se habrían graduado en ese colegio de no ser porque los padrinos de uno y otro terminaron en la cárcel por narcotráfico. Y no sólo ellos, también Fernando Martínez se vio involucrado en negocios turbios que lo obligaron a irse del país un amanecer de lloviznas verticales.

Del colegio salieron a un instituto del que se escapaban para jugar fútbol, billar o para emborracharse. Después ingresaron a la misma universidad. Cruzpé a estudiar Derecho y Murdock a Ciencia Política. Allá siguieron jugando billar, emborrachándose hasta que los expulsaron por bajo rendimiento.

Fueron sus papás quienes los acosaron para que decidieran irse de sus casas. A partir de ese momento se vieron obligados a trabajar para costear la vida a la que estaban acostumbrados. Primero le vendieron droga a sus antiguos compañeros de universidad y de colegio. Después vieron que era más rentable desocupar apartamentos. Secuestrar temporalmente a amigos de amigos. Quizás a antiguos vecinos. Tuvieron que pelear con otros apartamenteros. Medirse con asesinos y ladrones. Con mafiosos. A todos los vencieron de una forma o de otra. Con emboscadas o sapeándolos. Formando un ejército de asesinos y ladrones que los protegían.

Después apareció La Flaca.

Cruzpé se detiene en la esquina. Suda a pesar del frío. Mira hacia las ventanas de las casas de Murdock intentando ver si alguien observa detrás de las cortinas. Continua su ruta cuando está seguro que no hay nadie en la casa.

La Flaca atendía un bar de paredes descascaradas que estaba en el barrió que nació en la comba del río. Murdock llevaban dos días bebiendo. Celebraba que habían coronado un apartamento del barrio La Grande. La Flaca estaba acodada en la barra riéndose de dos hombres que se amenazaban con botellas despicadas.

—¿Y esos manes qué?, —le preguntó Murdock a La Flaca.

—Peleando por mí.

—¿No le importa que se maten?

—¿Matarse ellos? Son unas gallinas que sólo saben cacarear, —respondió La Flaca con indiferencia. —Ojalá se mataran para que cerraran este hueco de mierda y poderme largar para otro lado.

Salieron los tipos para medir su hombría en la calle.

—¿De dónde viene esa cara bonita?, —le preguntó La Flaca a Murdock al tiempo que le pasaba el dedo por el mentón.

—Viene de La Grande, ¿Quieres conocerlo?

Se fueron abrazados por la cintura. Pasaron al lado de los hombres que seguían amenazándose sin decidirse a pelear.

Semanas después fue Cruzpé a la casa de Murdock. La Flaca estaba planchando la ropa de él. La saludó con un movimiento de la cabeza y continuó su camino hacia la terraza.

—¿Y esa vieja qué?, —preguntó Cruzpé.

—La conocí en un bar, —respondió Murdock sin levantar los ojos del bareto que estaba armando.

Cruzpé llega hasta la casa. Tiene la respiración agitada. Vuelve a pensar en la amistad con Murdock. Aún puede echarse para atrás. Aún puede quedar como un cobarde frente a La Flaca.

Sólo ante ella.

Sin embargo tiene la certeza que las ganas no se le quitarán nunca. Que más adelante lo intentaría de nuevo. Quizás con menos suerte.

Sabe que no debe golpear la puerta. El ruido siempre había sido su enemigo. Abre con un movimiento leve. Suena un crujido de metales cansados. Maldice. Se queda quieto un minuto.

Silencio.

Sube las escaleras y luego camina por el pasillo hasta el fondo. Empuja la puerta del cuarto. Se abre.

La luz está apagada. El cuarto se ilumina por el brillo de la luna que entra por la ventana. En la cama se ve una sombra que se diluye en las tinieblas.

—¿Por qué tanta oscuridad?, —pregunta.

—Porque aumenta el romanticismo, —responde Murdock.

Cruzpé siente el impulso de correr, pero no lo hace porque sabe que Murdock lo alcanzará antes que llegue a la escalera. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta. Siente el mango del cuchillo.

—¿Qué se le perdió?, —pregunta Murdock.

—Usted sabe que no se me perdió nada. Sabe a qué vengo.

—La Flaca me dijo que usted le insinuó que vendría esta noche para enseñarle lo que es un hombre de verdad. Por eso me quedé: yo también quiero conocer un hombre de verdad.

—Las cosas no son así… pero eso ya no importa.

—Jum.

—Hemos sido amigos por treinta años. Crecimos juntos. Primero en el colegio. Después en la universidad. Comimos mierda buscando futuro. Matando al que se atravesó. Acuchillando al que se las dio de valiente. Viniéndonos a este barrio miserable para organizar el negocio.

—…

—Y todo se fue al carajo por culpa de esa vieja.

Murdock tiene los dedos hundidos en las argollas del puñal con la hoja de doble filo que se abre para rozar a la cobra que se enrosca en la base.

—Nada volverá a ser igual a partir de ahora, —continua Cruzpé. —Usted sabe que somos los mejores con el cuchillo. Acá uno de los dos va a salir con los pies por delante.

—Así es.

Se escucha el chirrido de los resortes. La sombra se escurre hacia la oscuridad.

Cruzpé se queda quieto. Sabe que cualquier movimiento iniciará la pelea. Saca lentamente el cuchillo del bolsillo. Después pone la mano en la espalda. Toma aire mientras busca a Murdock en las sombras.

—Traiga a La Flaca para que se dé cuenta que digo la verdad.

—Ella está acá, sentada en el sillón.

Cruzpé mira al lugar en el que sabe que está el sillón de cuero que él mismo le regaló a Murdock cuando salió de la clínica.

—Encienda la luz para que nos veamos las caras, —pide Cruzpé.

—Así estamos bien. La verdad se conoce en la voz, no en los ojos.

—Ella me dijo la semana pasada que me esperaría en un bar. Hoy aseguró que usted se iba de ronda, que pasara a buscarla en la noche. Sabe mejor que yo que La Flaca está muy buena, que todos le quieren hacer la vuelta. Por eso vine. Sé que hice mal. Pero no sólo es mi culpa. También es culpa de esa perra. Piense que ella quiere que nos matemos para sacar ganancia.

—¿Va a permitir que me trate de perra?, —grita la Flaca, emergiendo del silencio al que la había obligado Murdock.

—¡Cállese!, —grita Murdock con la amargura de quien ve caer lo que construyó por décadas.

—¿Recuerda cuando la conocimos? Puso a dos tipos a darse botella por ella. Está haciendo lo mismo con nosotros.

—Es verdad, —susurra Murdock. Después le dice a La Flaca:

—La saqué de ese hueco. Acá no le faltó nada.

—¿Es que no le sirve las manos para apuñalar a ese hijueputa?, —le grita La Flaca a Murdock.

La Flaca enciende la luz. Se ve magnífica en la altanería de sus veintidós años.

—Usted no me daba ni para el arranqué, —señala a Cruzpé con el índice. —Sólo quería ver la cara de huevón que pone cuando me le insinuó.

Después mira a Murdock.

—No se puede llamar hombre al que permite que traten mal a su esposa en su propia casa. Falta que se baje los pantalones y se voltee para que este huevón lo clave.

Murdock levanta el puñal como si quisiera rayarle la cara de La Flaca. Pero no se mueve de donde está.

—¿Piensa que olvidaré que me iba a poner los cachos con Cruzpé?

—Quería que nos matáramos.

—Dejen de cacarear como gallinitas. ¡Par de maricones! —dice mientras mueve los brazos como si fueran dos alas.

Murdock la toma del cuello y la lanza contra la pared. La levanta del cabello y le da una bofetada que le deja la cara inflamada inmediatamente. Luego la toma del cabello, la arrastra unos metros y la lanza a los pies de Cruzpé.

—Dese gusto con esa perra.

La Flaca gatea hasta los pies de Murdock mientras suplica a gritos.

—¿Cómo quedan las cuentas?, —pregunta Cruzpé levantando la voz para hacerse oír entre los alaridos de La Flaca.

—Sabe que la amistad se perdió. Pero el negocio continúa, —dice Murdock con voz pausada. —Y usted deje de gritar que eso era lo que quería, —le dice a La Flaca.

Intenta dar un paso, pero no puede porque ella continúa enrollada en sus pies.

—Suélteme si no quiere que le vaya peor.

La Flaca sabe que es mejor obedecerle. Se sienta en el piso con las piernas cruzadas mientras Murdock sale del cuarto.

Los pasos rebotan en las paredes. La puerta crepita. Después suena el portazo.

La Flaca y CruzPé se miran a los ojos. Él le tiende la mano. Ella la toma. Se levanta y luego se limpia las nalgas con las dos manos. Cruzpé camina hacia las escaleras. La Flaca lo sigue sin decir palabra.

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Foto: Humberto Dip

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