Me encontraba en una piñata con un payaso ramplón y un mago prodigioso. Estaba, gracias a un inexplicable giro de la reunión, bailando con una niña mayor en edad y estatura. Entretanto los adultos aplaudían y reían de la torpeza de mis movimientos. Milena, frente a las risas, se balanceaba con la gracia de una bailarina de ballet. El payaso anunció al final de la canción, que habíamos ganado una muñeca y un juego de carpintería. Recibí el premio con el corazón galopándome y con la certeza que había sido la mayor vergüenza de mis escasos cinco años. El único consuelo, pensé en ese momento, era que tendría serrucho, puntillas y martillo para capotear el tedio del siguiente día. Los adultos pidieron en coro aplaudido que le diera un beso a la niña. Ella, imperturbable, acercó su mejilla para que la besara.
La mañana siguiente me desperté con los sentimientos enredados: noté que a pesar de la alegría de tener juguetes nuevos, un temor mordía mis entrañas. Mi mamá, omitiendo deliberadamente mi mirada confusa, anunció en la cumbre de mi desasosiego, que Milena había bajado a buscarme. ¿Milena? ¿Buscarme?, pregunté sobresaltado. Sí; bajó hasta la sala y salió corriendo cuando me vio, respondió. En ese momento no pude atajar un derrumbe de emociones. A los pocos segundos le solicité que me permitiera bañarme y vestirme sin su ayuda. Ella, entendida en asuntos del corazón, aceptó mi petición.
Minutos después salí del baño con la cara radiante por estrenarme en los usos del amor y jabonosa por inaugurarme en las técnicas de la limpieza. Me vestí con los que juzgué mis mejores pantalones y me calcé los zapatos que me ponía en ocasiones especiales. Después de desayunar subí al segundo piso con el corazón desbocado. Ella me esperaba al final de las escaleras con una altanería medida al milímetro. Cuando llegué al último escalón me incliné y en un golpe de audacia, le besé la mejilla. Antes que ella tuviera la oportunidad de mirarme o, lo que era peor, de hablarme, huí por las escaleras. Me metí bajo la cama con la alegría y el miedo intrincados en el alma. Estuve allí hasta que escuché a los papás de Milena despidiéndose en el portón de la casa. En ese instante emergí de mi escondite. Vi a Milena con los ojos clavados en la ventana detrás de la que espiaba sus movimientos…