Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Fiesta

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El grupo de hombres y mujeres se fue diluyendo con el paso de la noche. A las once sólo quedaban Manuel y JuanGé.

—Deje de estar metido en esa vaina; venga se toma un trago, —le gritó JuanGé al otro punta de la sala de juntas.

Manuel lo miró y después continuó navegando en su dispositivo.

JuanGé, con la corbata en la frente, subió el volumen, se desabotonó la camisa y se bañó la cabeza con whisky.

—¡Maricón! ¡No haga eso! —gritó Manuel al tiempo que dejaba el dispositivo sobre la mesa. —Usted sabe que Paola me mataría si supiera que armé una fiesta en la oficina.

—Mañana le hacen aseo y todo queda como nuevo. Su mujer ni se enterará que hicimos una fiesta.

—¿Sabe qué? Me mamé de todo esto, —dijo mientras apagaba la música.

—¿Qué hace huevón?… déjela prendida que lo bueno empieza en menos de cinco minutos.

—¿Cómo así? ¿De qué habla?

—Espere cinco minutos y verá…

Manuel se sentó al tiempo que JuanGé ponía la música a todo volumen.

Media hora después el ascensor lanzó un pitido que no alcanzaron a escuchar por la algarabía. Se abrió la puerta y del fondo emergió una mujer de veinte años con un gabán que le llegaba hasta las rodillas.

—Sí ve que se iba a poner bueno, —dijo JuanGé sonriendo.

—¿Qué hace Liliana acá?

—¿Cómo que qué hace? Vino por usted.

JuanGé corrió hasta el ascensor con movimientos teatrales. Liliana lo abrazó y le dio un beso que le quedó marcado en la mejilla. Luego caminó hasta donde estaba Manuel.

Lo abrazó fuerte mientras le decía al oído:

—¿Te molesta que haya venido?

—No… es que…

—Uy pero quítese esa chaqueta que parece una monja, —interrumpió JuanGé.

Liliana se desabotonó lentamente, sin dejar de mirar a los ojos de Manuel.

—¿Cómo me veo?, —preguntó mientras daba vueltas exhibiendo un buzo negro, una minifalda roja y medias de malla.

—¡Riquísima!… tú siempre estás riquísima, —respondió JuanGé.

—Y tú, ¿qué opinas?, —le preguntó Liliana a Manuel, quien enrojeció.

Manuel caminó hacia el escritorio. Sirvió whisky en un vaso, se dio un sorbo largo y fue hasta donde estaban Liliana y JuanGé.

—Hermano, ¿dónde está su decencia? Ofrézcale algo a la señorita.

Manuel hizo el amague de darle a Liliana el vaso que tenía en la mano.

—Manuelito, ¿qué le pasa?, —dijo JuanGé. —Es que esta servidumbre no es lo que era antes, —le explicó en tono burlón a Liliana.

Ella lanzó una carcajada que avergonzó a Manuel.

Él fue hasta la mesa, sirvió dos vasos y volvió a reunirse con ellos.

A las doce de la noche Liliana bailaba sola, con un vaso en la mano y coqueteándole a las luces de La Calera que entraban por el ventanal.

—¡Véala Juancho! Présteme su apartamento para hacerle la vuelta, —dijo Manuel.

—¿Está seguro que Paola está de viaje?

—Segurísimo. Está en una salida espiritual con el padre Casas.

—¿En qué?

—Dos veces al mes se va con el padre Casas y con un grupo de viejas camanduleras a rezar a Suesca.

—No será, más bien, que dos veces al mes se va a Melgar a ponerle los cachos.

—Uy, Juan, no sea tan cabrón, —dijo Manuel y se fue hacia donde estaba Liliana. Pegó su cuerpo a la espalda de ella y le abrazó la cintura. Liliana continuó bailando.

—Juancho, ¿ya nos vamos?, —susurró Manuel.

—Deme dos minutos… —respondió JuanGé marcando un teléfono.

Minutos después Liliana y Manuel salieron abrazados del edificio. Cuatro metros atrás, iba JuanGé diciendo por teléfono:

—Vamos saliendo. Primero cogemos la Avenida 100, luego la Córdoba y de ahí por la 116.

Manuel deslizaba la mano sobre la pierna de Liliana en el momento en el que un carro se les atravesó antes de llegar a la Avenida Córdoba. Se bajó una mujer enfurecida y se fue directo a la ventana de atrás.

—¿Eso es lo que hace cuando me voy de retiro?, —gritó después dar dos golpes a la ventana. —Dé la cara, —gritó y de nuevo golpeó la ventana.

Manuel no sabía qué hacer. Liliana se corrió hacia el otro lado y escondió la cara entre el cabello.

—Eso, hágase la loca. Tranquila que el lunes tiene la carta de despedida.

—Señora Paola, no es…

—¡Cállese! —gritó. —Y usted, malparido, tenga pantalones y dé la cara.

—Paola, no se ponga así, —terció JuanGé.

—Eso, que lo defiendan los amigos ya que él no puede…

Manuel se bajó del carro y recibió una bofetada segundos después de cerrar a puerta. Le tomó las manos a Paola cuando intentó cachetearlo de nuevo. Alegaron un rato, y cuando Paola se calmó, le hizo una señal a JuanGé para que se fuera.

Tres días después de la fiesta, Manuel llegó al apartamento de JuanGé. Tenía un morral a la espalda y una maleta en la mano. Paola no sólo lo había echado de la casa, sino que lo había despedido de la empresa. Ahora no tenía esposa, trabajo ni dónde vivir.

JuanGé sacó de la nevera una botella de ron blanco que tenía la etiqueta de un bar.

—Sabía que la necesitaría, —dijo contemplándola. —Celebremos que otro hombre ha regresado a la libertad.

—Ahora no estoy para chistes. Mejor dígame dónde voy a dormir.

—¿Cómo que dónde?… sumercé duerme en el sofá…

—¿En el sofá?

—¿Y entonces?

Bebieron hasta la madrugada.

Manuel pasó dos semanas jugando Xbox entre el desorden de medias sucias, camisetas sobre el televisor y boxer debajo del sofá.

El viernes de la segunda semana JuanGé llegó con una botella de aguardiente.

—A ver qué aprendió en estas semanas, —dijo tomando el control del Xbox.

Se sentaron a jugar hasta que timbraron.

Se miraron. Abrió JuanGé.

Era Paola.

JuanGé la interrogó con los ojos. Ella sonrió. Los labios de él respondieron con otra sonrisa. Lo apartó con el brazo para entrar al apartamento. Se sentó en una silla del comedor. Contempló el desorden de Manuel.

—Se nota que te vuelves mierda sin mí.

Manuel bajó la mirada. Enrojeció.

—Si quieren, los dejo solos para que hablen, —dijo JuanGé.

—Al contrario, tiene que estar porque usted hace parte de la propuesta que le vengo a hacer a Manuel.

—¿Cómo así?, —preguntó JuanGé

—Vea Manuel, como usted se la ha pasado revolcándose con viejas todos los fines de semana…

—Eso no es cierto.

—Déjeme continuar.

—Sí, déjela continuar, —interrumpió JuanGé a Paola. —¡Qué falta de respeto la de estos jóvenes!, —dijo mirando a Paola.

Ella lo miró con rabia. Calló por unos segundos y continuó:

—El caso es que debe pagar por el dolor que me causó… el dolor que aún siento…

Se le quebró la voz. Dos lágrimas bajaron por sus mejillas. Las limpió con el empeine de la mano.

—Manuel, no sabe cuánto me duele, —se le volvió a quebrar la voz. —Quiero aguardiente, —le dijo a JuanGé.

Él le sirvió aguardiente en un vaso y dejó la botella sobre la mesa del comedor. Paola dio un sorbo largo, pasó el empeine por las mejillas y al final preguntó si podía fumar.

—En este apartamento no se puede fumar, —dijo JuanGé.

Paola lo miró asombrada.

—Ya sabes, soy locutor, vivo de la voz, —dijo JuanGé señalándose la garganta.

Dejó la cajetilla de cigarrillos y el encendedor sobre la mesa del comedor. Tomó lo que quedaba de aguardiente. Después sirvió aguardiente hasta la mitad del vaso.

—El asunto es que quiero que usted, Manuel Fernando, sienta lo que yo sentí cuando lo vi con esa loba.

—Pero las cosas…

—Manuel, ¡déjeme hablar!, —gritó Paola. Guardó silencio por unos segundos y continuó:

—Quiero que sienta lo que sentí. Por eso vine hasta acá: quiero que usted me vea teniendo sexo con Juan.

—¿Qué? —gritaron los dos al tiempo.

—Sí señores, como lo oyen. Quiero que sepa cómo me sentí para que no le queden ganas de volverlo a hacer.

Hubo una pausa larga. Todos miraban al piso, como si temieran que se fueran a encontrar con los ojos del otro.

—¿Qué hacemos Juancho?, —preguntó Manuel sin levantar la mirada del piso.

—¿Cómo que qué hacemos?… nada, no vamos a hacer nada. Yo no me voy a comer a ese gurre.

—¿Perdón?, —preguntó Paola con los ojos abiertos.

—No es nada personal… es que eres la esposa…

—¡Era la esposa!… a menos que usted le colabore. ¿Cierto Manuel?

Manuel no levantó la cabeza.

—Usted verá Manuel si no convence a su amigo. ¿Quiere pasar el resto de su vida así?, —dijo señalando las medias sucias debajo del sofá.

—Pero…

—Pero nada Manuel. O lo acepta, o se olvida de mí y de la vida que le ofrezco.

—No marica, a mí no me miré, —dijo JuanGé cuando Manuel lo buscó con los ojos.

—Para convencerlo tiene el tiempo que tarde en fumarme este cigarrillo, —dijo Paola apuntándole a Manuel con el filtro del cigarrillo.

Tomó el encendedor y salió del apartamento dejando la puerta entreabierta.

—No Manuel, a mí pídame lo que quiera, menos que me acueste con Paola.

—Juancho, vea que estoy en la calle y esa es la única salida.

—Hermanito, trabaje. Para eso tiene manos.

—¿En qué?..

—En lo que sea… no me diga que prefiere que se coman a su esposa con tal de seguir siendo un parásito en la empresa.

—Sí…

—Manuel, ¡no sea tan marica!

—Nunca conseguiría un puesto como el que tengo.

—Acostarme con Paola significaría terminar con diez años de amistad.

—¿Cuál? No se acuerda que Jota se acostó con la novia de Gustavo. Y ahí siguen siendo amigos.

—Pero Manuel, eso fue en el colegio. Estamos hablando de otra cosa.

—¡Qué va! Es lo mismo.

—No es lo mismo.

—Hermano, no me deje morir.

Entró Paola.

—¿En qué quedaron?

Manuel miró a JuanGé. Él se quedó quieto un segundo y después torció la cabeza ligeramente hacia la derecha.

—Que hay trato, —dijo Manuel.

—Perfecto. ¿Dónde los espero?

—En el cuarto, —susurró JuanGé.

Se escuchó el taconeo dirigiéndose al cuarto.

Manuel y JuanGé se miraron sin saber qué decir. Tomaron el aguardiente que tenían en sus vasos. Sirvieron otro y lo bebieron de un golpe.

—¿Qué esperan?, —gritó Paola desde el cuarto.

—Ya vamos, —dijo Manuel con el corazón desbocado.

Se dieron la mano. Primero fue Manuel y detrás fue JuanGé.

Paola estaba sentada en el borde de la cama. Tenía las piernas cruzadas. El cabello le caía por la espalda.

Manuel se hizo a un lado y JuanGé, caminó hasta la cama. Se sentó en el borde, se quitó los zapatos y las medias. Luego los pantalones. Les dio un sacudón y los acomodó sobre la mesa de noche. Hizo lo mismo con la camiseta.

Contempló a Paola desnuda. Sus piernas largas, su tronco delgado, sus senos pequeños, casi de adolescente.

Manuel miraba recostado en la pared, con los brazos cruzados. Cuando se besaron, un dolor emergió del fondo del estómago. Parecía una puñalada que se quedaba aferrada a los intestinos. Tres minutos después no podía sostenerse por el temblor de las piernas. JuanGé y Paola se trenzaban en la cama. Se lamían con desesperación. JuanGé empezó a masturbar a Paola.

—Chúpamela, —pidió Paola con desesperación.

JuanGé le hizo sexo oral. Ella gemía.

—Chúpala más duro.

JuanGé se retorcía con los brazos aferrados a las piernas de Paola.

Manuel se sentó en el piso. Cerró los ojos mientras escuchaba el roce de los cuerpos buscándose. Abrió los ojos. Miró hacia la cama. JuanGé. Aún no había penetrado a Paola, parecía que quería juguetear con ella, quería desesperarla.

—Cabálgame, —susurró JuanGé.

Paola se subió sobre él y empezó a moverse lentamente. Luego rápido, con los ojos cerrados, perdida en las entrañas de su deseo.

Manuel se levantó y se fue hacia la sala sin mirar atrás.

Desde la sala escuchó el sollozo de JuanGé llegando dentro de ella. Se mordió los labios mientras las lágrimas descendieron por lsus mejillas. El dolor continuaba instalado en las entrañas sin decidirse a salir.

Al rato escuchó Paola y JuanGé vistiéndose. Luego sobrevino el taconeo de Paola. Llegó a la sala. Vio a Manuel con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida en el vacío.

—Los dejo para que sigan jugando Xbox. Manuel, mañana me voy de retiro espiritual. Le pide las llaves a Luis si quiere regresar este fin de semana a la casa.

Manuel no levantó la cabeza mientras ella le hablaba. Paola le guiñó el ojo a JuanGé, que estaba a su lado, dio media vuelta y se fue.

JuanGé se sentó. Tomó el control del Xbox. Lo contempló por un rato sin atreverse a mirar a Manuel.

Timbraron. Intentaron buscarse con los ojos, pero prefirieron bajar la mirada.

JuanGé abrió. Era Paola.

—Juan, tengo problemas en la portería.

—Sí joden esos celadores, —dijo sin ánimo. Apenas una fórmula repetida miles de veces.

Bajaron por las escaleras que desembocaban en el parqueadero.

—Salieron las cosas mejor de lo que habíamos planeado, —dijo Paola con una sonrisa.

JuanGé no dijo nada. Continuó caminando con los ojos apuntando hacia las piedrecitas del piso.

—¿Qué pasa?, —preguntó Paola.

—Se nos fue la mano: una cosa es ponerle los cachos a Manuel y otra hacerle lo que le hicimos.

—¡Qué va! Ese huevón no siente nada por mí. Sólo quiere mi plata.

—¿Cómo que no? ¿Vio la cara que tenía?

—No me venga ahora con esos cuentos. Usted estuvo de acuerdo cuando se lo propuse.

—Pero…

—Pero nada. Casi se tira el polvo por dárselas de santo.

—Definitivamente usted es una mierda.

—¿Y usted qué? Lleva dos años poniéndole los cachos a su amigo. Asuma que usted es una mierda igual o peor que yo.

—Al menos a mí no fue a quien se le ocurrió la idea de tener sexo frente a Manuel.

—Ahora se volvió un santo. No me puede negar que fue excitante.

—No me joda, —dijo sin ánimo. Apenas un susurro que se lo llevó la brisa que movió las hojas del arbusto que estaba al lado de la portería.

Paola entró al carro. Se quedó contemplando el tablero y luego bajó la ventana.

—Dígale a Manuel que mañana desbloqueo las tarjetas. Que puede usarlas cuando quiera.

JuanGé vio el carro perderse entre las tinieblas del amanecer. Después caminó hacia el apartamento en el que Manuel continuaba observando las baldosas de la sala.

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