Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Escombros (1)

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En la Avenida ElDorado los carros formaban pasillos por los que caminaban vendedores ambulantes. Sobre el puente de la Avenida 68 había otra fila de carros y buses. MariaTé recordó sus días en Bogotá: las madrugadas, los trancones, los buses con personas colgando de las puertas. Las tardes de más buses y más trancones. Cinco años de esa rutina. Cinco años en los que la ciudad se llenó de escombros.

Como ella.

Como su matrimonio.

Regresaba a la ciudad gracias a que Rodrigo, su ex-esposo, le escribió un e-mail después de años de silencio. Lo veía todos los días en el buzón sin decidirse a leerlo. Un domingo lo abrió llevada por el ocio más que por la curiosidad. Era un correo que removió aguas profundas. Rodrigo detallaba las razones por las que Cristina, la mamá de él, había estado al borde de la muerte. Entre la historia de la hospitalización y los posteriores días de recuperación, dejó claro que estaban cerradas las heridas de la ruptura. “Sólo queda una cicatriz que no incomoda ni duele”.

MariaTé se enteró en el intercambio que Rodrigo vivió en casa de su hermana durante un año. Luego se fue a la casa de Cristina porque no le daban trabajo por la edad y los antecedentes clínicos. Por su parte Rodrigo supo que MariaTé encontró trabajo en Santa Marta después de errar por empleos y ciudades. Pasaba los fines de semana en Taganga o  Cartagena.

Al final del segundo mes, MariaTé dejó de atormentarse con la idea de que todos conocían los detalles de la ruptura.

—Es asunto de los dos y sólo queda entre nosotros —dijo Rodrigo en una llamada.

Quizás esa fue la razón por la que ella decidió comprar los pasajes para irse a visitar a su ex-suegra.

Al bajarse del taxi contempló la casa de Cristina. Se veía igual: el antejardín crecía en la misma anarquía de años atrás y el desagüe tenía la misma costra de óxido en el codo que está sobre el marco de la puerta, sólo que en ese momento era más grande. Tomó aire y pulsó el botón. El mismo timbre agudo. Levantó la mirada y vio en la ventana de la casa vecina a la mujer que asediaba a Rodrigo desde su adolescencia. No hubo navidad que no lo abrazara ni año nuevo que no le diera un beso cerca a la boca. Como tampoco hubo oportunidad que no la mirara a ella como si le dijera que Rodrigo sería suyo algún día.

—Gorda de mierda —susurró MariaTé sin dejar de mirarla.

La vecina levantó el dedo mayor y cerró la cortina.

MariaTé sintió una punzada en la boca del estómago al pensar que era probable que se le hubiera cumplido el sueño de acostarse con Rodrigo. Finalmente tuvo el camino libre por varios años.

—¡Hola! —dijo Rodrigo a su lado.

—¿Cuántas veces te he dicho que te pongas una campana para sentirte? —le gritó MariaTé malhumorada por el susto. Él tenía pasos de gato; nadie lo sentía llegar o irse. Parecía una sombra que se filtraba por las paredes.

Rodrigo soltó una carcajada y después le dio un beso en la boca que ella no esperaba.

Entraron a la casa. En la sala estaba Mariana, la hermana de Rodrigo, quien la contempló de los pies a la cabeza. MariaTé la miró sobre el hombro. Se detestaban con el odio sordo y sin tregua de las mujeres que compiten por el mismo hombre. Saludó a Cristina dándole la mano. Estaba pálida. Eran evidentes los estragos de la enfermedad.

—Les traje unas bobadas de Santa Marta —dijo MariaTé para romper el silencio. Le entregó la bolsa a Rodrigo quien se inclinó para darle otro beso. Ella movió la cabeza para que sus labios se estrellaran contra la mejilla.

Mariana se puso tensa y después miró hacia el piso al tiempo que se rascaba la nuca.

—¿Cómo vio Bogotá? —preguntó Cristina.

—Está igual que cuando me fui: los mismos trancones y las mismas calles rotas.

—¿Y cómo está Cali?

—No sé doña Cristina, no he vuelto desde que murió mi mamá. Llevo tres años viviendo en Santa Marta. Soy jefe de Talento Humano de la Drumond.

—Imagino que también abandonará la empresa como acostumbra hacer con todo —aseguró Mariana.

Quiso responderle que ella no tenía la costumbre de dejar todo tirado. Que fue vergüenza y no deseos de abandonar el matrimonio lo que decidió su huida. Sin embargo dijo:

—Creo que es hora de irme.

—Pero acaba de llegar. ¿Quiere acompañarnos a comer? —preguntó Cristina tomándola de la mano al tiempo que le abría los ojos a Mariana para reprocharle su imprudencia.

—Muchas gracias doña Cristina, pero creo que no es buena idea.

—No me haga ese desplante.

—Me da pena. Es que.

—¿Cuál pena?, si eres de confianza. Ya mismo acomodo la mesa —interrumpió Rodrigo. Después se fue hacia el comedor.

Minutos después estaba lista la mesa.

Rodrigo acarició la mano de su mamá antes de sentarse. Fue una caricia dulce, espontánea. MariaTé recordó su matrimonio. Los días en los que Rodrigo la acunó en su pecho al tiempo que le rascaba la espalda hasta que quedaba dormida. Los desayunos de domingo en la cama. Los cuidados cuando enfermaba. Sintió el deseo de invitarlo a un trago, como hizo cuando se conocieron, pero sabía que no saldría esa noche porque no dejaría sola a su mamá. Tampoco lo haría para evitar una pelea con Mariana. Ella había asumido la responsabilidad de organizar su vida desde que eran niños. Con el paso de los años se transformó en una especie de esposa que lo celaba con todas las mujeres que se acercaban.

MariaTé se fue cuando terminó la comida. Pero no para el hotel, como le dijo a Rodrigo, sino a recorrer Bogotá para verla con los ojos de la madurez.

Entró al primer bar que encontró en la Carrera Quince. Tomó una cerveza mientras observaba a muchachitos de veinte años que la aburrieron. Entonces salió en busca de los bares que frecuentó años atrás. Pero no encontró ninguno. Todos habían desaparecido. Uno tenía un cartel en la puerta que informaba que había sido clausurado por vender licor a menores de edad. El bar de León estaba cercado por la cinta de franjas amarillas y negras que pone la policía cuando se comete un crimen.

Todo el sector se había reducido a cinco bares. Uno de ellos se fue llenando con las personas que bajaron de una chiva sin puertas ni ventanas que llevaba la música a todo volumen. Una mujer que nunca había visto, y quien llevaba una corona y cinta de reina de belleza, la arrastró desde el andén hasta el bar. En la puerta MariaTé la empujó y se fue caminando hacia la Noventa donde sólo encontró sombras. No había ni un solo lugar abierto. Las farolas no funcionaban. El Parque El Virrey era una franja de tinieblas que llegaba hasta la autopista.

Detuvo el primer taxi que apareció y se fue hacia el hotel. En el trayecto recordó los años en los que vivió en Bogotá. Años de rumba y desenfreno. De desmanes que terminaron en la noche enque los fantasmas —los suyos y los de Rodrigo—, salieron a destrozar las puertas y ventanas de unas vidas que avanzó en tres patas.

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