Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Entre la memoria y la fiesta

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El 9 de abril del año pasado hice parte de la Marcha por la Paz. Fue una experiencia que dejé registrada en una crónica cuyos fragmentos dan vueltas en la agenda “Para que no me olvides”, hecha y distribuida por la Alcaldía Mayor de Bogotá.

A las ocho de la mañana se veía un puñado de personas que me hicieron caer en cuenta de que había llegado temprano a la Marcha por la Paz. La mayoría rodeaba la tarima en la que un señor hablaba sin parar.

—Es gente normal. Además, si nos roban, pues que nos roben — le decía una adolescente a otra.

Cruzaron a mi lado. Caminaban con pasos ansiosos, como si llevaran afán.

La estatua de Gaitán, que estaba al lado de la tarima, tenía lo que parecía ser una pashmina blanca. Tenía los brazos cruzados y un gesto esquivo en la mirada. Parecía que le incomodara el arabesco que tenía aferrado al cuello.

—¡Profe! —dijo Alejandra, una joven de ojos enormes que años atrás había sido mi alumna en Tunja. Hablamos un momento y después se perdió entre la multitud.

Los grupos empezaron a integrarse. De la Avenida Caracas venía una fila de personas que parecía una serpiente que se engordaba lentamente.

Al lado de la tarima empezaron desdoblarse pancartas y armarse banderas. Saludos iban y venían, algunos fotógrafos se acomodaron en los andenes esperando una imagen memorable entre la colmena de personas en las que estaba Miguel, El Negro, amigo del colegio. Amigo de veintidós años. Amigo de toda la vida. Intentamos abrazarnos, pero aún no hemos podido con esas muestras de afecto. Crecimos entre patadas y madrazos. Nos criaron para que creyéramos que los hombres no lloran ni se abrazan. Los hombres se aprietan las manos y se dan puños en el hombro.

Tenía una barba con canas en el mentón. Quise preguntarle si no le afectaron las canas como a mí. Pero no lo hice porque tampoco nos acostumbraron a hacer ese tipo de confesiones. Al hombre no le afecta la muerte ni el paso del tiempo. Al hombre no le afecta nada: es igual que la estatua de Gaitán: silencioso, imperturbable, inamovible, frío.

O tal vez sí.

En el año noventa y siete tuve un accidente durante en el ejército, mientras prestaba el servicio militar. El Negro y Patiño, otro amigo del colegio, prestaban en el mismo batallón, pero en un contingente posterior. Cuando se enteraron de mi accidente pidieron permiso y cruzaron la ciudad para visitarme. Lamentablemente llegaron cuando se habían acabado las visitas. Dieron vueltas hasta que se descuidaron los soldados de la entrada. Subieron las escaleras y se dieron a la tarea de buscarme entre las habitaciones del décimo piso. Nadie los detuvo porque doctores y enfermeras asumieron que hacían parte del grupo de soldados encargados de la seguridad del hospital.

A las nueve de la noche entraron a mi cuarto.

—Le traíamos frutas, pero El Negro hijueputa se las tragó —afirmó Patiño a modo de saludo.

—No hay problema. Todos me traen frutas —dije señalando una mesa desbordada de paquetes. —Además, estoy tan vuelto mierda que no me da hambre.

—¿Puedo coger una de esas manzanas? —preguntó El Negro señalando una bolsa de rayas azules y blancas.

—Cojan lo que quieran. Incluso la comida de la bandeja.

—¿A lo bien? —Preguntó Patiño.

—Háganle sin asco —respondí.

Arrasaron con todo lo que estaba en la mesa. Parecían náufragos que acababan de tocar tierra firme.

Años después la novia de El Negro me contó que a él se le aguaban los ojos cada vez que contaba el viaje al hospital. Entonces supe que El Negro no era tan insensible como demostraba. Lo supe entonces y lo confirmé el año pasado, en el matrimonio de Patiño, cuando lloró con el discurso de la abuela de Nabyl, otro amigo del colegio que murió cuando teníamos veintitrés años.

Caminamos un rato entre los grupos que se iban compactando, dándole cuerpo a la Marcha por la Paz.

A las once de la mañana encontramos un corrillo formados por sus compañeros de trabajo. Después del saludo, se pusieron camisetas y cachuchas blancas. Sacaron pancartas, banderas y formaron un bloque que se integró a un grupo mayor que los esperaba más adelante.

—Debo irme —le dije.

De nuevo hubo un amago de abrazo que terminó en un apretón de manos.

Caminé por el andén y luego me metí en el grueso de la marcha. Avancé con ellos hasta que quedamos trabados en el deprimido que queda en la Carrera Veinticuatro en el que todos gritaron, tocaron trompetas y pitos con toda la fuerza de sus pulmones. Parecía el rugido de un animal que se libera después de un cautiverio de siglos. Entre el ruido escuché a una banda tocando porros. Era un grupo de seis chocoanos que tenía jean, camiseta verde y sombrero panameño con cinta negra. No lo pensé dos veces para unirme a su alegría.

Más adelante emergió de la Universidad Nacional una muchedumbre con camisetas y banderas rojas. Tenían tambores y bubuselas que golpeaban y soplaban como si se estuviera acabando el mundo.

La banda dejó de tocar.

—Espera que se cansen —dijo un señor de cincuenta años con un bigote espeso y quien llevaba un tambor enorme.

Frente al ICA había un hombre con bolsas transparentes que le rodeaban la cabeza de la que emergían ramas como los cachos de un venado. Tenía una nariz de payaso y una chaqueta hecha de plástico negro de más de dos metros de largo, en cuya parte inferior arrastraba bolsas de basura de restaurantes, centros comerciales y supermercados. Tenía un megáfono, pero no hablaba sino emitía un quejido de tierras envenenadas.

—Apoyo tu causa —le dijo un muchacho de barba espesa que no tenía más de treinta años.

El hombre del megáfono ni se inmutó. Continuó con el quejido que iba calando en el ánimo de quienes pasábamos marchando.

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Poco tiempo después los estudiantes de la Nacional dejaron de soplar las bubuselas y de tocar los tambores.

—¡No joda, si son flojos estos cachacos! — afirmó el clarinetista, un señor flaco, bajito, con un bigote delgado que parecía una raya de marcador.

El muchacho del redoblante empezó a tocar hasta que lo siguió la tambora, luego los trombones y al final el clarinete.

Un pelirrojo que se comunicaba con un compañero en lenguaje de señas, empezó a bailar.

—Cómo seremos de buenos que hacemos bailar hasta los sordos —dijo el muchacho del redoblante.

A los quince minutos, cuando la banda dejó de tocar, el pelirrojo paró en seco. Giró y empezó a mover los brazos mientras miraba al señor del clarinete. Fueron tan elocuente sus gestos que todos entendimos que les pedía que continuaran tocando.

—Ven y sopla tú a ver si no te cansas —le dijo malhumorado uno de los trombonistas.

—Para qué le hablas. ¿No ves que es sordo? —dijo el de la tambora.

—No es sordo, es mudo —aclaró una morena atractiva, no mayor a veintidós años.

—Esa sonrisa merece otro porro —dijo el otro trombonista con una sonrisa más grande que la de la morena. El clarinetista empezó a tocar y los otros siguieron inmediatamente.

La muchacha no dejo de sonreír en los diez minutos que duró el tema.

Después callaron.

El trombonista aprovechó la pausa para hablarle a la morena. Después de un rato de charla, le pidió el teléfono. Ella lo dictó y él la llamó inmediatamente.

—Desconfiado.

—Nunca se sabe.

Después tomó el trombón y sopló con energía. Los demás, como si esperara la señal, empezaron a tocar. Era de esos porros que traen la esperanza de los amores que acaban de nacer.

Cuando parecía que iba a terminar el porro, el del redoblante cambió el ritmo y el porro se transformó en Ron para todo el mundo. Estalló una salva de aplausos y gritos eufóricos. Una mujer que se integró al grupo en Pablo Sexto, bailó con una sensualidad que todos agradecimos.

Me detuve a la glorieta de la Calle Cincuenta. La banda continuó su ruta de alegría acompañada por un enjambre de hombre y mujeres que aplaudían y bailaban. Los seguí con la mirada hasta que desaparecieron entre el hormiguero de personas. Me senté en el pastizal para contemplar a quienes venían detrás.

Minutos después llegó el alcalde Petro entre una nube de indígenas que lo cercaban con bastones adornados con cintas de colores. Pasó un grupo que tocaban canecas de basura. Después los muchachos de la Universidad Nacional. Atrás un conjunto de ancianos que miraban para todos lados, como si nunca hubieran visto una multitud. Luego una banda de jóvenes vestidos a la usanza de los años veinte y quienes tocando clarinetes, trombones y cornetas. Detrás venían los estudiantes de la Uptc.

Entre ellos estaba Aleida, otra ex-alumna de Tunja.

—¡Hola! —le grité.

Se asustó y después soltó una carcajada de niña. Nos abrazamos y después nos unimos al río de personas mientras ella me contaba que se vinieron de Tunja a las cuatro de la mañana, en un bus que «se vino re-lento».

Caminamos hasta el fondo de la plazoleta. Nos acomodamos en las gradas del costado oriental, detrás de una pareja que se besaba constantemente, como si fueran dos palomos enamorados.

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A veces se acercaban muchachos para hablarle a Aleida. Se notaban sus intenciones pantanosas. Al poco tiempo se retiraban sin sentir que habían perdido una conquista. Al contrario, se iban sonrientes, como si recuperaban algo perdido.

Yo la contemplaba con la esperanza de ver la mujer atractiva que todos buscaban. Pero sólo veía a una niña en el cuerpo de una mujer. Tuve la impresión que los vestigios de su niñez se retiraron de su cuerpo con una lentitud inusual, como si fueran sombras que se escurrían por una grieta. La ingenuidad nunca quiso irse: es el arma con la que defiende todo lo que la hace feliz.

El concierto inició a las cuatro, poco después que los muchachos se rindieran ante la indiferencia de Aleida.

Sentí un escalofrío cuando Velosa, Esteban Mateus, la filarmónica de Bogotá y el coro del proyecto CLAN cantaron La Cucharita. Nací y me críe en Bogotá. Sin embargo, todos mis ancestros son boyacenses. A este hecho debe agregarse que llevo seis años trabajando en Tunja. En esa ciudad pasé el despecho de la separación, me enamoré como un adolescente y me volví a despechar.

A nuestro lado una pareja de más de setenta años bailaba carranga saltando como si estuvieran matando serpientes en todos los rincones del parque.

Quizás la alegría sea el único escape que les quedan a quienes viven los horrores de la guerra. De una guerra que, como cantó Leon Giecco, “es un monstruo grande y pisa fuerte”.

Al final de esa canción se fue Aleida con los compañeros de la Uptc. Nos dimos un abrazo largo.

—Nos vemos en Tunja —le dije al oído.

Nos miramos a los ojos por unos segundos. Sonreímos sin gana. Después se perdió entre la masa de personas que se fue compactando con el paso de la tarde.

Decidí quedarme un rato más para conocer Herencia de Timbiqui, la banda que seguía. El sol se filtraba por las ramas de los árboles cuando subieron al escenario. Sonó la marimba, después las maracas y al final el saxofón. Hubo un aplauso unánime.

Antenoche y anoche / parió la luna / parió la luna, eh.

Todos gritaron.

Un grupo de jóvenes con ruanas de lana virgen, abrió un círculo. Una mujer con aquella belleza que es subyugante incluso para ella misma, se quitó la ruana y entró al ruedo. Bailó con una pasión que arrancó una ovación entre quienes estábamos cerca.

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La oscuridad se fue adueñando de la ciudad. Carros y buses se trenzaron hasta formar nudos que tardaría horas en deshacerse. Millones de personas corrían para llegar a su casa, último reducto de tranquilidad en una ciudad que ha elegido la indiferencia como estrategia para sobrevivir.

Simultáneamente en el Parque disfrutábamos de la música. Las parejas se besaban sin afanes ni remordimientos. La alegría se iba filtrando por las grietas del alma hasta ponernos en sintonía con la música.

Yo me voy para Palenque tierra de libertad
, cantaba Herencia.

Me sonó a merengue, a salsa, a África y a Caribe.

Me sonó a Barranquilla.

Me sonó a amor.

A Marjorie, mi ex-esposa, la conocí en Barranquilla una noche llena de presagios. Llegó en un taxi al lado de Mónica, una amiga común. Se bajó y me dio un abrazo como si nos conociéramos de toda la vida.

Y quizás era así: sólo se necesitaron más de dos horas para que nuestros cuerpos se buscaran en los treinta y tantos grados de Barranquilla. Le besaba el dorso de la mano, el antebrazo, el hombro y finalmente el cuello. A cada beso iba confirmando que nuestras pieles estaban diseñadas para encajar como piezas de Lego. Al siguiente día ya éramos novios. En el calor no se necesitan cortejos largos. La piel es quien determina si una pareja tiene futuro. Nadie la contradice. Nadie apela sus decisiones. Es, o no es. Y en nuestro caso fue en el año en el que vivimos separados por mil kilómetros. Y fue después, cuando ella vino de vacaciones a Bogotá y se quedó por tres años.

Después, lo que parecía una fiesta como la que se vivía esa noche en el concierto, se transformó en un rumor de sombras.

i a kele kanda pa ma gende mi.

Me dejé llevar por la música, empecé a saltar, a corear, a seguir los juegos que proponía el cantante. Olvidé la melancolía que segundos atrás me había llevado por parajes oscuros.

Sin importar si la vida es pesada como un costal lleno de escombros o un vuelo a ras de pantano, siempre tendrá la belleza de lo fugaz. Y es justamente esa belleza quien me mantiene aferrado al planeta. Puede ser la sonrisa de un niño, el vuelo de una mariposa, una obra de arte o una canción a las ocho de la noche, entre miles de personas, quien me da razones para vivir.

Quizás sea justamente la belleza de los campos, de los atardeceres, del canto de los pájaros quien ha mantenido a flote a Colombia, un país que ha soportado una guerra de más de sesenta años.

—Hasta una próxima oportunidad y que viva la paz colombiana… uuueee —gritó el cantante de Herencia de Timbiqui.

“Así es, hasta la próxima oportunidad”, pensé. Di media vuelta y empecé a serpentear hasta que salí del parque como si acabara de salir de un sueño profundo.

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