Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Ellas

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Mi segundo amor sucedió a los nueve años. Se llamaba Mónica, tenía cabello negro y una melancolía extraña para una niña de su edad. No sé en qué momento (ni por qué razón) se cuadró con Ricardo, el mayor de nosotros (tenía doce años). Entonces se transformó en el primer desamor de mi vida. Sin embargo, Ricardo se partió el brazo y yo, como buen amigo, le cuidé la novia (afortunadamente nunca regresó porque habría tenido que explicarle por qué besaba a su novia en el descanso).

Dieciocho años después me enamoré de otra Mónica. Ella, al igual que la primera, tenía cabello negro y una expresión melancólica que iba bien con sus treinta y cuatro años. Pero en este caso el amor no era tan concreto porque la conocí en un chat. Algunos amigos decían que era un hombre que se burlaba de mí, mi mamá que era una psicópata que me iba a quitar los ojos para venderlos en Europa y otros decían, que si bien era mujer, y no me iba a quitar las córneas, era probable que no fuera la misma de las fotos que había enviado.

El amor en ese momento (2007) tenía un grado de incertidumbre que no tuvo la primera Mónica (1989). De hecho, si lo miramos en general, el amor, gracias a la expansión de la internet, se ha hecho más difuso: nada más frecuente que tener relaciones con personas que viven al otro lado del planeta, de quienes sólo sabemos lo que cuentan de sí mismos y a las que probablemente nunca tocaremos.

Por tanto cabe preguntarse: si la vida continúa con esa tendencia cíclica, ¿cómo será la Mónica que conoceré en veinte años? Es probable que para aquel momento, gracias a los artificios de la tecnología, se podrán evadir las contingencias del azar, teniendo la posibilidad de confeccionarla al gusto. La querré, como no, de cabello negro y con expresión melancólica. Quizás elija que tenga treinta y cinco años (la mejor edad para una mujer) y que sea un collage de ex novias. O puede que no se llame Mónica sino Carolina en homenaje a las Carolinas de quienes me enamoré y que no me dieron ni la hora. En ese caso, en lugar de ser un cementerio de recuerdos, Carolina (o como quiera que la llame), estará compuesta de partes de mujeres que no me hicieron caso: los ojos de una, la sonrisa de la otra, la personalidad de aquella, la cintura de la de más allá, etcétera.

Ahora bien, puede que para esa época me haya desengañado de medio siglo de las trampas de la carne y de la certidumbre, y prefiera ser sorprendido por una voz femenina emboscada en un Sistema Operativo, que susurre versos de Bonifaz Nuño o lea con voz sensual artículos de divulgación. No será como mi mente o mis sentidos quieren que sea. Se llamará como ella deseé, tendrá una personalidad impredecible (como la de todas las mujeres), dirá cosas que me alegrarán el día o saldrá con reclamos que oscurecerán los fines de semana.

Es factible, entonces, que me enamore progresivamente de su timbre de voz, de su forma de ver el mundo, de su evolución como ser humano, a pesar que no lo es. ¿No lo es? ¿Por qué? ¿Qué define lo que es y no es humano? ¿Puede un software ser humano? Y de ser así, ¿puede enamorarse y sentir a pesar de carecer de alma? ¿Existe el alma?

Estas quizás hayan sido las preguntas que rondaron a Spike Jonze cuando hizo Her. O, tal vez, sólo quiso hacer una gran metáfora de la soledad y le salió una película que me atrevería a llamar milagrosa. No solo por los elementos técnicos, sino por la profundidad de la historia y la naturalidad con que introduce al espectador en los socavones de la perplejidad. Obviamente Jonze no trabaja estos temas directamente, con diálogos densos, cargados de citas a pie de página y erudición trasnochada. Ni siquiera los menciona. Sólo cuenta una historia sin alardes filosóficos. Sin embargo las respuestas se esbozan en los hechos que quedan flotando en la sala de cine, en la charla del final de la película, en el viaje a casa y en las tinieblas que se transformarán en interrogantes mientras la noche continua su viaje hacia el amanecer…

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