Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

El Papayal

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A Rodrigo Niño; cómplice de juventud

Un rebaño de luciérnagas emergió de la oscuridad. Eran las únicas luces que habíamos visto desde que empezamos a caminar. Los pies ardían, el frío golpeaba la cara, el zumbido de las ranas llegaba como un recuerdo perdido. No se desanime, le decía a Rodrigo frecuentemente. No respondía, solo bufaba. Seguíamos caminando por la carretera que crujía a cada pisada. ¿Seguro que sabe por dónde vamos?, indagaba después de media hora de silencio. ¡Claro! Quería decirle más, pero el cansancio ahogaba mis palabras. Sólo quería llegar a dormir en la casa de mi abuelo. Pero aún faltaban cuatro kilómetros para llegar a La Casa de Piedra, faro que anunciaba la proximidad de la tierra prometida. ¡Viejo desgraciado!, gritó Rodrigo con un odio más cercano de la frustración que del rencor. Sonreí al recordar la lluvia y los pies esquivando los baches de la carretera…

Aún no había salido el sol cuando tomé el bus que iba rumbo a Tunja. La alegría se enredaba en los diálogos de las personas mientras íbamos a toda velocidad por la Autopista Norte, quien minutos después derivó en una carretera cercada por dos franjas que la ceñían para que no se desbordara (porque a esa hora de la madrugada y de mi vida, todo parecía desbordarse).

Al llegar a la Terminal de Tunja me dirigí al sitio en el que se estacionan los colectivos intermunicipales que me llevarían a Moniquirá, pueblo en el que Rodrigo y yo visitaríamos a unas muchachas que habíamos conocimos el primero de enero de ese año. Una sonrisa emergió de mis labios cuando llegó el recuerdo de sus cinturas breves, sus senos alegres, casi juguetones, sus nalgas perfectas. Seguía sonriendo cuando irrumpió Pastor López en los parlantes que oscilaban del techo del colectivo al que subí. Toda Boyacá estaba alegre porque ese fin de semana se celebraba la fiesta de San Pedro.

Encontré a Rodrigo a las nueve de la mañana. Me esperaba con la sonrisa cómplice de los que van a cometer fechorías. En su maleta reposaban dos cajas de preservativos. Si algo fuimos en esa adolescencia desenfrenada, fue ser optimistas a niveles francamente ridículos. Esa mañana la insensatez, el optimismo y la testosterona bullían en nuestros cuerpos como en un caldero. Lo interesante era que esa mezcla nos inducía a creer que las jóvenes nos esperaban con la misma disposición venérea con la que íbamos nosotros.

Después de saludarnos y hacer las preguntas protocolarias, empezamos a hablar a voz en cuello y a alardear de las posiciones que habíamos visto en películas y que pensábamos repetir con las muchachas. Los dos, sobra decirlo, éramos novatos en las lides amorosas. Pero no nos importaba porque había llegado el momento de adelantar cartilla con dos mujeres atractivas. ¡Qué suerte tenemos!, le decía a Rodrigo. Lo preocupante era que no sabíamos dónde quedaba El Papayal, lugar en el que dijeron que nos esperaban. Después de preguntar en una tienda, nos encaminamos a una vereda que quedaba a ocho kilómetros del casco urbano. El empuje de la testosterona fue suficiente para llevarnos a ese lugar a pesar que caminamos en ayunas y bajo el sol del mediodía.

Al llegar a la vereda preguntamos por la ubicación de la casa, pero nadie daba razón. Todos recelaban de nosotros, quizás pensaban que íbamos con malas intenciones. Al bordear el ocaso las vimos sentadas frente a una casa. Nos acercamos jubilosos. Una de ella nos dijo que las esperáramos detrás de una fronda coposa. Uich, pero estas viejas van al grano, dijo Rodrigo entusiasmado. Me froté las manos para celebrar que había llegado el momento deseado. Sin embargo, sólo llegó una de ellas. Empezamos a tejer un dialogo entrecortado. Yo era quien hablaba porque Rodrigo había quedado abrumado con la belleza de la adolescente que estaba en short y camisilla de tiritas.

¡Mi papá!, dijo ella intempestivamente. ¡Qué bien!, dije por decir. No, ¡Mi Papá!, insistió con los ojos abiertos. Cuando giré la cabeza vi un señor que venía cortando el aire con el machete. ¡Zánganos hijueputas!, gritó. Emprendimos la huida por un camino de herradura que desembocaba en la carretera. El tipo nos correteo hasta que el cansancio lo hizo desistir en su empeño. O quizás fue la lluvia quien lo disuadió de su empresa homicida. El caso es que quedó en la punta de la loma mientras nosotros corríamos como dos enajenados por la carretera. Antes de llegar al casco urbano nos detuvimos para mirar hacia atrás. Sólo veíamos una cortina de agua detrás de quien se ocultaba la noche…

Al fin vimos una luz que sólo puede provenir de La Casa de Piedra. ¡Estamos cerca!, dije con el remanente de voz que había dejado la jornada. Aceleramos el paso empujados por la esperanza. Una neblina densa engulló la luz y empezó a humedecer la ropa. ¡Más agua!, dijo Rodrigo. En diez minutos llegamos, atajé el conato de pesimismo. Estaba buena, afirmó Rodrigo. ¿Quién? La china que salió. Más buena la correteada que nos pegó ese cucho, interpelé. Entonces soltamos una carcajada que rebotó en las esquinas de una noche que empezaba a hacerse madrugada…

Nota: Foto de Fernando Ruiz Altamirano

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