Hace un par de semanas la muchacha que trabaja en una tienda de líchigo, como le dicen en esta ciudad arribista y excluyente, me preguntó si yo había ido a tierra caliente. Para los lectores de otros países, los colombianos le decimos tierra caliente a los parajes que están a menos de 1500 metros sobre el nivel del mar. En estas regiones parece que, en efecto, el calor emergiera de las entrañas de la tierra.
—Por supuesto, —respondí confundido por la pregunta.
—¿Cómo es? ¿Qué se siente?
Entonces me llegó el vago recuerdo de la primera vez que estuve en un lugar cálido. Quizás fue el primero de enero de 1985. O puede que el primero de enero de 1986. El caso es que fue un año nuevo en el que viajamos a una ciudad de piscinas y borrachos.
Aquel día, cuando me bajé del carro, sentí el golpe de la brisa. Pero no era una brisa fría, como la de Bogotá, sino densa, caliente, sofocante.
—El viento es igual al que sale de un secador de cabello, —respondí.
—¿Así de caliente?
—Y hasta más. En Barranquilla el calor es insoportable.
Sus ojos se iluminaron.
—¿Conoce el mar?
El mar lo conocí un viernes santo la bahía de Santa Marta. El viaje, sin embargo, no lo hice para contemplar el mar, sino para encontrarme con una novia que conocí en un chat room. Para poder verla, tuve que tomar un bus que tardó veinte horas en llegar a Barranquilla. Al siguiente día, como habíamos planeado en las largas sesiones de chat, fuimos a Santa Marta.
El mar me esperaba en la bahía. Azul, encrespado, sigiloso. Lo miré a lo lejos, con desconfianza, y seguí de largo. Aguardé que se fuera el día y las personas.
En la noche salimos a caminar por la playa. Después entré en el mar con la misma ternura con la que se entra a una mujer. No recuerdo la temperatura, el olor ni el sabor. Sólo quedó en mi memoria el rumor del agua lamiendo la arena.
—Sí, lo conozco, —le respondí.
—¿Cómo es?
—Es como una mujer enamorada: dulce y peligroso. Arrulla al que lo conoce por primera vez. Acaricia lento, apacible, como si tuviera la eternidad para enamorar.
Callamos. Los dos sabíamos que no había nada que agregar. Salí de la tienda dejándola con una sonrisa aferrada a los labios.