Dicen, aseguran en pasillos y corredores, que Diego Niño era terco y caprichoso.
—Terco, terco, ¡qué hombre tan terco!, —revela una anciana con una sonrisa que anuncia una vida aventurera.
—Terco y dulce. Escribía, borraba, volvía a escribir y volvía a hablar con su sonrisa irrevocable. Su dulzura nos alcanzaba para ayudarnos a entender ecuaciones, triángulos rectángulos, líneas paralelas y todas esas cosas que no sirven para nada, —señala una mujer entrada en años y melancolías.
Todas tus ex alumnas son octogenarias, algunas incluso esperan desde la otra orilla de la eternidad.
Terco, dulce y coqueto, eso dicen que eras Diego Niño.
—Yo era un adolescente cuando venía a hablar con mi hermana; parecía que traía deseos torcidos. Usted sabe: los que tenemos los hombres enredados en el cuerpo, —apunta un hombre que sobresale por su vitalidad.
—Es que él era un coqueto sin remedio. Por ejemplo a mí me intentó seducir con invitaciones y correos dulzones, pero no pudo porque sé darme mi lugar, —interpela una anciana con la voz serpenteando entre el arrepentimiento y la duda.
Dicen que después de transitar una vida de naufragios y certezas, decidiste pasar tus últimos días en una cabaña perdida en las montañas.
—Parecía una fiera salvaje, —asegura una señora que se persigna cada vez que te nombran.
—Decían que tenía el diablo metido en el cuerpo, —interrumpe otra.
Quizás no fue el diablo quien te llevó a esos parajes, sino la poesía que te mostró el frágil y trasparente camino de la felicidad…